12/09/2024 21:39
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Fray Koldo Alzola, O. Ss. T., religioso trinitario nacido en Ea (Vizcaya) el 5 de abril de 1978. Hizo su Profesión Solemne en Alcorcón (Madrid) el 20 de septiembre de 2009 y ordenado sacerdote por Monseñor D. Ricardo Blázquez, entonces obispo de Bilbao, el 6 de diciembre del mismo año, 2009.

Sus primeros años de ministerio los vivió en Alcorcón, dedicado a la labor escolar en el Colegio que la Orden regenta en el municipio desde 1963. En 2018 fue destinado a Algorta (Diócesis de Bilbao), en donde ejerce el ministerio de párroco en las parroquias trinitarias de ese pueblo, Santísima Trinidad y Santísimo Redentor. En Bilbao también es el Consiliario Diocesano de la Adoración Nocturna.

¿Cómo nace su vocación como trinitario?

Como toda vocación nació en el seno de mi iglesia doméstica, mis padres (mi madre murió cuando yo tenía 20 años, estaba entonces en el Seminario Diocesano de Bilbao), mis abuelos, el entorno de mi pueblo y mi párroco (Padre Patxi Bilbao) fueron decisivos. Pero, como no pretendo extenderme, me centro en el momento que decidí pasar del Seminario de Bilbao a la Orden. Desde mi entrada en el Seminario Diocesano había tenido una inquietud particular hacia la Vida Religiosa, pero las circunstancias de mi vida (el fallecimiento de mi madre y que no tengo hermanos) y el hecho de que estaba a gusto en las tareas pastorales que se me habían encomendado hacían que declinara ese pensamiento y optara por seguir en el camino de la vida diocesana.

Pero ya en el último año de mi formación seminarística, la decisión se hacía más que acuciante; no podía dar continuidad a un camino que yo sentía que no era el mío. En medio de todo el torbellino de dudas y zozobras se interpuso en mi camino, cual enviado del cielo, el Padre Gotzon Vélez de Mendizábal, párroco de nuestra Parroquia del Redentor (en la que actualmente soy párroco). La conversación con él y la diligencia con la que gestionó todo hicieron que yo, de natural lento y dubitativo siempre, me viera ya en una decisión que no tenía vuelta atrás. Así el día que cumplía 26 años me presenté en nuestra casa trinitaria de Salamanca para hacer una primera experiencia en el que entonces era el Estudiantado de la Orden.

Ya en septiembre de 2004 pasé a vivir en Salamanca comenzando unos estudios de especialización teológica en la Universidad Pontificia. Fue un tiempo muy bonito para mí, había un grupo bastante numeroso de estudiantes con los que pude hacer una experiencia de fraternidad y formación que me resultó muy agradable. Al año siguiente (2005-06) me trasladé al Santuario de la Bienaparecida en Cantabria, donde hice mi año de Noviciado. La comunidad del Santuario era de personas mayores pero pude hacer una experiencia de fraternidad y oración que a la larga he agradecido vivamente.

En los cursos sucesivos hasta mi incorporación plena a la Orden pude concluir el post-grado de Teología y hacer una experiencia en Colombia que ha dejado en mí una huella especialmente significativa. Estuve 9 meses entre Bogotá y Medellín, allí mi apostolado prioritario fue la pastoral en la cárcel de mujeres del Buen Pastor de la capital. Se me agolpan las memorias y los recuerdos de un tiempo que fue para mí muy significativo.

De vuelta a Salamanca, ya me preparé para concluir mi formación en la Orden. El 20 de septiembre de 2009 hice mi Profesión Solemne ante los restos de nuestro Padre San Juan de Mata en la ciudad del Tormes. Desde ese momento ya fui destinado al lugar en el que me estrené como sacerdote: Alcorcón. El 6 de diciembre de 2009 en la Iglesia de la Trinidad de Algorta fui ordenado sacerdote por D. Ricardo Blázquez, entonces obispo de Bilbao. Tantos años de espera que desembocaron en una celebración de la que guardo recuerdos imborrables, también las lágrimas de mi padre cuando por fin veía sacerdote a su hijo. Hoy puedo decir que creo haber leído con acierto lo que Dios quería para mí, doy gracias expresas al Señor por esta Orden y por mi vocación.

¿Cómo se involucró en la adoración nocturna?

Al ser destinado a Algorta (Diócesis de Bilbao), donde actualmente ejerzo mi ministerio sacerdotal, me pidieron ser párroco de dos parroquias: Santísima Trinidad y Santísimo Redentor. En la primera de ellas existe un turno de Adoración Nocturna que es centenario (fue fundado en 1912). La Orden de la Santísima Trinidad siempre ha estado muy unida a la Eucaristía, el mismo Fundador San Juan de Mata (fallecido en 1213) recibió la inspiración de fundarla celebrando su primera misa.

El grupo de adoradores de mi parroquia no solo es vivo sino que es muy activo y enseguida, aunque el consiliario del turno es otro hermano de la comunidad, el P. Martín Barayazarra, comencé a trabajar con ellos y a participar en muchas de las iniciativas que tenían. Entiendo y defiendo que un turno de la Adoración Nocturna es un don en cualquier parroquia. Yo lo he podido constatar de primera mano.

¿Cómo valora el hecho de que en los últimos años se estén abriendo tantas capillas de adoración perpetua?

El “carisma” de la adoración es hoy en día uno de los carismas con mayor vigor en la Iglesia. Múltiples Asociaciones seglares garantizan la perpetuidad de la adoración. La Adoración perpetua es una de ellas, pero me atrevería a decir que es una de las más importantes si a la magnitud del fenómeno nos atenemos. Solamente de estas hay actualmente en el mundo tres mil capillas, donde la adoración se vive día y noche, sin interrupción.

San Pablo VI, en una homilía dirigida a los monjes y monjas en Montecasino (24-X-1964), decía que los contemplativos son “los vigías del crepúsculo de la vida actual y los profetas de la aurora que aguarda a los fieles”, testigos privilegiados de la trascendencia divina. Me parece que en un mundo como el nuestro, tan imbuido por un espíritu inmanentista que lo constriñe y apenas permite que el alma humana se asome a la Vida Eterna, este “servicio” ha de extenderse más y a más lugares. Hoy el hombre de la calle necesita “ventanas abiertas al cielo” más cerca de su casa, de su trabajo, de su vida normal, y por eso el Señor va suscitando este carisma. Ya no en manos exclusivamente de consagrados, sino de muchos seglares de diversas espiritualidades, de diversas procedencias y sensibilidades. De lo que se trata es de abrir una especie de espacios proclives para que se dé el “tú a tú” con el Señor, en medio de la ciudad tan hostil y tan fría. Junto a estas capillas estoy observando también que ha surgido un número cada vez más creciente de institutos de Vida Consagrada que tienen como carisma la vida contemplativa en el corazón de la urbe. Ellos crean monasterios urbanos donde se alaba y adora incesantemente al Señor; tienen vocaciones, lo que demuestra que el Espíritu Santo desea suscitar ese modo de evangelización en el momento presente.

¿Por qué considera clave que nos preparemos debidamente para recibir la sagrada comunión?

El Papa Francisco comienza su exhortación Apostólica sobre la santidad “Gaudete et Exsultate” con las siguientes palabras: “«Alegraos y regocijaos» (Mt 5,12), dice Jesús a los que son perseguidos o humillados por su causa. El Señor lo pide todo, y lo que ofrece es la verdadera vida, la felicidad para la cual fuimos creados. Él nos quiere santos y no espera que nos conformemos con una existencia mediocre, aguada, licuada”. (Gaudete et exsultate, 1). El Papa de esta forma pone el acento donde verdaderamente ha de estar, en el diálogo de Dios y el hombre, que concluye siempre con la santificación del hombre que se deja tocar y mirar por Dios. Este es el horizonte en el que comprendemos la comunión sacramental, comulgamos para “santificarnos”.

Ayer celebrábamos la memoria litúrgica de San Pío X, este Papa, que timoneó la barca de Pedro en momentos teológicamente delicados, publicó el 20 de diciembre de 1905 su célebre decreto “Sacra Tridentina Synodus” sobre la comunión. En él enumera las condiciones que son necesarias para recibir la comunión frecuente y diaria.

Siempre impera el principio fundamental: «Lo santo para los santos»; sólo con una buena preparación logrará su provecho la santa comunión, sobre todo la comunión frecuente. Se puede recibir la sagrada comunión, hasta la comunión diaria, de manera que no lleve a uno la santidad, sino que le sirva para su perdición.

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Para poder recibir frecuentemente, diariamente, la sagrada comunión se requiere lo siguiente: primero, que uno se halle en estado de gracia santificante, es decir, que no tenga conciencia de ningún pecado grave; en segundo lugar, que se reciba la sagrada comunión “con intención recta y devota”. “La intención recta consiste en que nos acerquemos a la sagrada mesa, no por costumbre, ni por vanidad, ni por consideraciones humanas, sino con el deseo de servir la voluntad de Dios y de unirnos a Dios más íntimamente en caridad, y, mediante este medio divino de curación, librarnos de las propias faltas y flaquezas”. Luego recalca el decreto, expresamente, que es muy de desear que uno esté libre hasta de los pecados veniales, por lo menos de los completamente deliberados, y de un apego a ellos, aunque basta no tener en la conciencia ningún pecado mortal y estar resuelto a no pecar más en el porvenir. Finalmente, dice: “Cuando existe verdadera voluntad de no pecar más en adelante, llegará uno, sin duda alguna, a verse libre lentamente, mediante la sagrada comunión, hasta de los pecados veniales y del apego a ellos”.

¿Cómo ayuda a ello la confesión frecuente y la lucha también contra el pecado venial?

Hoy parece que no está muy considerada la práctica de la confesión frecuente, pero está opinión se ha ido gestando desde mucho tiempo atrás. En 1943 ya el mismo Papa Pío XII en la “Mystici Corporis” (39) nos decía: “esto mismo sucede con las falsas opiniones de los que aseguran que no hay que hacer tanto caso de la confesión frecuente de los pecados veniales, cuando tenemos aquella más aventajada confesión general que la Esposa de Cristo hace cada día, con sus hijos unidos a ella en el Señor, por medio de los sacerdotes, cuando están para ascender al altar de Dios. Cierto que, como bien sabéis, venerables hermanos, estos pecados veniales se pueden expiar de muchas y muy loables maneras; mas para progresar cada día con mayor fervor en el camino de la virtud, queremos recomendar con mucho encarecimiento el piadoso uso de la confesión frecuente, introducido por la Iglesia no sin una inspiración del Espíritu Santo”. En ese mismo número Pío XII recomendaba esta práctica porque “con él se aumenta el justo conocimiento propio, crece la humildad cristiana, se hace frente a la tibieza e indolencia espiritual, se purifica la conciencia, se robustece la voluntad, se lleva a cabo la saludable dirección de las conciencias y aumenta la gracia en virtud del sacramento mismo”.

Como nos recordaba el Papa que vivió la crueldad de la Segunda Guerra Mundial esta práctica de la confesión frecuente es un medio muy adecuado para purificarnos de los pecados veniales y, al mismo tiempo, confirmar en nosotros la aspiración al bien y a la unión más perfecta con Dios. Este fin, según la doctrina común y la experiencia, se logra mediante la práctica por la que se me preguntaba. Porque la confesión frecuente presupone y exige una seria aspiración a la pureza interior y a la virtud, a la unión con Dios y con Cristo, es decir, una verdadera vida interior. El que quiera conformarse con evitar únicamente el pecado mortal, sin preocuparse de los pecados veniales, de determinadas infidelidades y faltas, el que no está resuelto a combatirlos con toda seriedad no se halla en condiciones de hacer provecho de la confesión frecuente. Esta es inconciliable con una vida de tibieza, porque claramente es uno de los medios más eficaces para superar y eliminar la tibieza espiritual. Si se practica con conciencia plena, impulsa necesariamente al anhelo de lo bueno, de lo perfecto en la caridad, a la lucha contra el más íntimo pecado consciente o contra una infidelidad o descuido.

El mismo Papa Pío XII con fuerza venía a remarcar el valor de esta práctica y llamaba a la guardia en las casas de formación de los candidatos a la órdenes sagradas: “adviertan, pues, los que disminuyen y rebajan el aprecio de la confesión frecuente entre los seminaristas, que acometen empresa extraña al Espíritu de Cristo y funestísima para el Cuerpo místico de nuestro Salvador”.

¿Por qué el trato frecuente con Jesús en la adoración ayuda a recibirlo con mejor disposición?

El Concilio Vaticano II nos descubrió con nueva claridad que el centro del sacramento eucarístico es la celebración festiva del misterio sagrado, misterio en el cual el Señor reúne a su pueblo, lo une y lo edifica como pueblo suyo; y misterio en el que él incorpora este pueblo a su ofrenda y se le entrega, permitiendo que nosotros lo recibamos. La Eucaristía es reunión en la que el Señor trata con nosotros y nos congrega. Todo esto es cierto, y seguirá siéndolo. Pero con frecuencia esta idea de la asamblea se simplificaba, se desvinculaba de la otra idea de ofrenda y la Eucaristía, en muchos casos, se comprende como un mero signo de comunión fraterna. Esto llevo a que la Eucaristía en sí misma puede quedar reducida al breve espacio de una media hora, y que ya no podía crear el clima adecuado ni impregnar el tiempo. Solamente en un clima de adoración, la celebración eucarística puede tener vitalidad; solamente cuando la casa de Dios y con ello la comunidad en pleno está siempre imbuida de la presencia interpelante del Señor y de nuestra serena disponibilidad para responderle, la invitación a la reunión puede encaminarnos a la hospitalidad de Jesucristo y de la Iglesia, que es el presupuesto para la invitación.

El culto eucarístico es la dimensión vertical, en la que se instala el sacerdocio, tanto general como ministerial (cf. Benedicto XVI, “Sacramentum Caritatis”, 69). En la Misa llega a expresarse, por encima de todo, el objeto de ambas dimensiones, entonces puede decirse que en el culto se hace visible la compenetración: en este sacramento todos somos receptores. Nadie de nosotros puede mantenerse en su presencia, si no lo hace rindiéndole culto. También la plenitud del sacerdocio tiene que ser, en definitiva, cultual: proceder del culto y desembocar en el culto. Y con ello se hace visible algo más: comunión y adoración no están una al lado de la otra o una enfrente de la otra, sino que forman una unidad sin posibilidad de separación. Pues comulgar significa entrar en comunión. Comulgar con Cristo significa formar comunidad con él. Por ese motivo comunión y contemplación se encuentran mutuamente implicadas: un hombre no puede comulgar con otro hombre sin conocerlo; tiene que estar abierto a él, escucharle y verle. El amor o la amistad siempre lleva consigo también el momento del respeto, de la admiración. Y desde esa base, comulgar con Cristo requiere mirarlo y dejarse mirar por él, escucharle, conocerle. La admiración es, sencillamente, el aspecto personal del comulgar. No podríamos comulgar sacramentalmente, si no lo hiciéramos también personalmente. La comunión sacramental queda vacía y se convierte en juicio, cuando ya no es realizada por nosotros con una vinculación personal.

Las palabras del Señor en el Apocalipsis no valen solamente para el tiempo final: “Mirad, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre, entraré en su casa, cenaré con él y él conmigo”. (Ap 3, 20). Ésta es también la descripción del contenido profundo de la piedad eucarística. Solamente puede haber verdadera comunión cuando escuchamos la voz del Señor, cuando le respondemos y le abrimos. Entonces él Entra a nuestra casa y come con nosotros. Y como eso es así, quiero subrayar especialmente dos ideas: primero, ningún tiempo dedicado a la oración es en vano… nuestra oración no debe acabar nunca; y, unido a ello, el germen de la adoración es la confianza personal en Cristo. En la muerte de Jesucristo cada uno de nosotros ha sido amado hasta el extremo. Sin embargo, con frecuencia, una concepción demasiado estrecha de la humanidad de Jesucristo nos ha impedido percibir esto: “el Señor me conoce también a mí (por eso me pongo en su Presencia), y como me ha conocido, también ha sufrido por mí” (Juan Pablo II, “Sobre el misterio de la santísima Eucaristía y su adoración”, 1980).

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Háblenos de la importancia de perseverar en la adoración, aunque cueste…pues ya solo el hecho de estar nos predispone a muchas gracias…

En las cuestiones que e me han planteado anteriormente han ido saliendo varios temas que podrían entrelazarse, a mi modo de entender, en esta que me está planteando. La unción y la iluminación del bautismo (1 Jn 2, 20. 27), la presencia y actuación en nosotros del Espíritu Santo, es la causa de nuestra filiación en Cristo y con Cristo “pues el amor de Cristo ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado” (Rom 5, 5). Ahora bien, toda esa vida cristificada, deificada, es impensable según los planes divinos sin la Eucaristía, celebrada, recibida y adorada. El mismo bautismo que la inicia sería ineficaz si no entrañase una referencia hacia la misma. Porque el bautismo nos introduce sacramentalmente en el misterio pascual de Cristo, de su muerte y resurrección, y ese misterio se presencializa y actualiza en plenitud sacramental por la Eucaristía, cuya celebración nos une aquí y ahora a su sacrificio sacerdotal, sacrificio centrado en la inmolación de la cruz, y ahora vivido de manera gloriosa por Cristo en su estadio celeste.

De aquí se comprende que una vida de oración, vida en Cristo, vida en Dios, más lograda, gustada, llameante (como le gustaba decir al Reformador Trinitario San Juan Bta. De la Concepción) se realiza y centra en al Eucaristía. La unión eucarística hace crecer y robustecer la unión mística con Jesucristo, porque nos une a todos en la caridad divina, por tanto, nos transforma interiormente y nos hace Iglesia (a partes iguales), por el pan que es uno nos une en un solo cuerpo, pues todos participamos del mismo pan (cf. 1 Cor 10, 17).

Y no perdamos de vista que la unión transformante y las altas luces intelectuales que lleva consigo no son solo de carácter trinitario (pneumatológico) sino que se acompañan de la contemplación amorosa de la Humanidad glorificada de Cristo, siempre puerta y camino para llegar nosotros a la divinidad en el tiempo y en la eternidad. Y esa Humanidad es en la Eucaristía como mejor se nos acerca y se nos entrega. Hay infinidad de ejemplos en al historia de la Iglesia que atestiguan esta doctrina, santos y santas de las diversas familias espirituales, pero permítame que yo recuerde a los de mi familia trinitaria: San Miguel de los Santos es un ejemplo de esta unión (tanto que le llevo a vivir en intercambio de corazón con el Señor); San Juan Bautista de la Concepción, nuestro Reformador, quien en su Obra atesora innumerables testimonios de esto mismo; San Simón de Rojas, esclavo de María, quien tan de cara a cara trataba con el Señor que le decía: “a Vos, Señor, tomo por padre, a quien quiero amar; tesoro, donde para siempre esté mi corazón; a Vos tomo por esposo de mi alma, con quien siempre quiero estar; en mí se encienda el fuego del Espíritu Santo, que vive y reina para siempre jamás. Amén”.

Todo esto solo el infatigable adorador lo va fraguando. Yo, que soy de tierra de antiguas ferrerías y modernas siderurgias, sé que el metal solo se trabaja y fragua con tiempo, perseverancia y constancia.

¿Por qué la adoración en la noche es más propicia para recibir gracias?

En el momento histórico presente en el que el espíritu de sacrificio no está de moda y tiene un sabor “contracorriente”. En este tiempo marcado por un fuerte antropocentrismo parece que el criterio único para admitir una práctica es el de la conveniencia para la salud física de las personas; a veces, nosotros, los católicos, hemos querido justificar las prácticas religiosas aduciendo que son lo que más convienen al bienestar del ser humano, como si tuviéramos que justificar las exigencias de la fe. Hoy cualquier persona admite las vigilias voluntarias por ocio, arguyendo que “hay que evadirse, divertirse, desconectar. Que la vida es demasiado dura”. En ese contexto la pregunta siempre salta: ¿tiene sentido quitar horas al sueño para ofrecérselas a Dios, si Él ya sabe que lo queremos? Le responderé inspirándome en algunas reflexiones que han caído a mis manos sacadas de unos apuntes privados para un grupo de adoradores (del P. Ernesto Postigo, S. J.).

Enseguida nos viene a la cabeza aquella frase de Jesús a sus discípulos dormidos en Getsemaní: “Pero ¿no habéis sido capaces de orar, ni siquiera una hora conmigo? Orad para no caer en tentación”. Oramos en la noche porque queremos imitar a Cristo en esta peculiaridad, tan querida y frecuentada por Él. Nos entusiasma esa imagen del Cristo orando en el desierto, en total soledad y envuelto en el profundo silencio de la noche. Es el Cristo que “tocó” fuertemente a San Bruno, al que siguieron centenares de cartujos, los “hombres de la noche”.

Adoramos en la noche porque queremos que la adoración que tributa la Iglesia a su Esposo-Cristo nunca se interrumpa. Queremos para el Señor Jesús una adoración ininterrumpida. Pretendemos imitar la adoración eterna que los ángeles ofrecen al Dios tres veces Santo en el cielo. Adorando así nos sentimos “Iglesia”, e “Iglesia en Vigilia”. Muchos de nuestros hermanos descansan en esos momentos de su diaria fatiga y nosotros tomamos el relevo. A los adoradores “de día” suceden los adoradores “de noche”.

En su libro “La fuerza del silencio” se pregunta el Cardenal Robert Sarah: “¿Qué es el oficio nocturno: una locura o una maravilla? En todas las cartujas del mundo la noche prepara el día y el día prepara la noche. No olvidemos nunca las palabras de san Bruno, dulces y enérgicas, en su carta a Raoul le Verd: “Aquí, por el esfuerzo del combate, concede Dios a sus atletas la esperada recompensa: la paz que el mundo ignora y el gozo en el Espíritu Santo”.

Y en sus “Discursos ascéticos” escribía Isaac de Nínive: “La oración ofrecida durante la noche es muy potente, más que la diurna. Esta es la razón por la cual todos los justos han orado de noche, luchando contra la pesadez del cuerpo y la dulzura del sueño. Por eso Satanás teme el trabajo de la vigilia y busca con todos los medios obstaculizar a los ascetas”.

Y remitiéndome a mi propia experiencia le puedo asegurar que en las horas de adoración que hacemos en nuestra parroquia, en las que pasamos toda la noche haciendo vela ante el Santísimo Sacramento, yo mismo he comprobado que es cierta la expresión del salmo 127 (126) “el Señor da pan a sus amigos mientras duermen”. Cuando el sueño te vence y sucumbes al sueño, cuando vuelves en ti siempre te hallas ante la mirada de ternura que el Señor te reserva desde la Custodia, como diciéndote: “ánimo, estoy aquí, que velo tu sueño”. En esas noches de vigilia se comprende con mayor profusión que estamos hechos para “proclamar por la mañana la misericordia (del Señor) y por la noche su fidelidad” (salmo 91,3).

Autor

Javier Navascués
Javier Navascués
Subdirector de Ñ TV España. Presentador de radio y TV, speaker y guionista.

Ha sido redactor deportivo de El Periódico de Aragón y Canal 44. Ha colaborado en medios como EWTN, Radio María, NSE, y Canal Sant Josep y Agnus Dei Prod. Actor en el documental del Cura de Ars y en otro trabajo contra el marxismo cultural, John Navasco. Tiene vídeos virales como El Master Plan o El Valle no se toca.

Tiene un blog en InfoCatólica y participa en medios como Somatemps, Tradición Viva, Ahora Información, Gloria TV, Español Digital y Radio Reconquista en Dallas, Texas. Colaboró con Javier Cárdenas en su podcast de OKDIARIO.
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León Salvatierra

Fray Koldo :

En todas las Iglesias se ve mucho comulgar y poco confesar, los sacerdotes no exhortan a a feligresía a la confesión frecuente. Todos se creen que no tienen pecados y van a comulgar como tal cosa. La Iglesia tiene desde el púlpito llamar a la confesión constantemente, si no, no están haciendo nada.

Un abrazo

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