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La tierra, ese rincón del universo que los globalistas han decidido gobernar de acuerdo con su delirio, es hoy un planeta plagado de seres humanos descontentos y confusos, incapaces de liberarse del hastío de sí mismos y de la tiranía de sus victimarios, y que se causan todo el daño que pueden, a menudo por el mero placer de hacer daño, tal vez el único placer que de verdad les agrada.
Un placer sórdido que crece y se extiende más en ciertas épocas pero que siempre parece latir en las almas humanas, porque en el fondo de su alma persiste una contradictoria hostilidad hacia la vida, al menos hacia la vida noble, hacia la excelencia. Y esa oscura necesidad que una y otra vez hace crecer y prosperar esta querencia de oposición hacia la vida excelsa, tiene que consistir en un interés de la propia existencia para que tal tipo de paradoja no se extinga.
Toda persona rebelde e independiente siente desprecio y cólera contra tanto bufón ladrador que habla de lo que no sabe, imitando de paso el afecto y la solidaridad. Y se enardece ante la grosería y la bajeza. Su amargura y su descontento proceden de su ansia de otra cosa, de algo más de lo que está en su poder. Y siente todo lo que tiene que sufrir el hombre superior zaherido por los eunucos de espíritu y los romos de inteligencia; un inmenso desdén hacia toda esa chusma ignorante y presuntuosa, ávida de chabacanerías y serialillos, que medra y pulula por la sociedad actual.
La persona independiente, el intelectual genuino, sabe que el mal es el gran enemigo, aunque no sea el único. Y que la vida es un largo desprecio, un prolongado mal entendimiento con Dios y con los demás hombres. Escribía Menandro, en El arbitraje, que las deidades no están tan ociosas como para que puedan repartir diariamente a cada uno el bien y el mal. Que más lógico es pensar que a cada hombre le han dotado de un carácter, a guisa de alcaide; él es nuestro amo y el causante tanto de la dicha como del infortunio humano. Y es a ese dios personal a quien debemos propiciar guardándonos de obrar fuera de tiempo y razón, para procurar ser lo más felices posible.
Pero, ¿ qué es la felicidad? O, mejor dicho, ¿ cómo hacer de la felicidad algo duradero? O también podríamos preguntarnos: ¿ quién es más infeliz, el hombre al que alguien espera, aquel cuyos pasos son acechados noche tras noche, o el hombre del que nadie se interesa en saber si está vivo o muerto? Interrogación que podría asimilarse a otra: ¿ quién es más feliz, aquél que ha conseguido la gloria y por ello es halagado, o aquél que ha alcanzado la soledad buscada y en su austero retiro es ignorado por todos?
Aristóteles, que dejó escrito que la felicidad es de aquellos que se bastan a sí mismos, tendría clara la respuesta. Y, tal vez, en sentido contrario, también Apuleyo, que pensaba que la felicidad muy secreta no es una gran felicidad. Porque soy feliz y bailo y canto, escribió -más o menos- por su parte William Blake en uno de sus poemas, creen no haberme hecho ningún mal y han ido a alabar a sus dioses, a sus sacerdotes y a sus reyes, que un cielo edifican con nuestra miseria.
Pero lo cierto es que para los prudentes esta no es precisamente una época para la felicidad, pues todos ellos vienen a pensar que, en definitiva, la felicidad es la contemplación de la verdad y la justicia genuinas, y en eso consiste. Y si al hombre independiente y rebelde nadie le regala nada, y su dicha, su amor y su júbilo, si logra alcanzarlos, ha de ser sin ayuda de nada ni de nadie en la tierra, o de muy pocos, mucho más complicada le resultará la existencia en estos tiempos amargos.
De todos modos, el renuente, el fronterizo, sabe bien que, hagamos lo que hagamos, bien o mal, esta vida es ficción y está hecha de contradicciones. Ítem más si pone sus pensamientos por escrito, pues a menudo siente poco placer en la tarea de escribir; no sólo de tan ingrata labor recoge muy escasos frutos, si es que recoge alguno, sino que suele ser la causa de no pocas de sus desdichas, dado que, como apuntó Ovidio en Las pónticas, «parece lo mismo danzar en las tinieblas que escribir versos que nadie ha de leer».
Y aunque Ovidio se equivocaba, pues han sido cientos de millones sus lectores, lo cierto es que «excelencia» y «multitud» son términos inconciliables. Lo bello y noble no puede ser patrimonio de todos. Por eso, días hay en que, al intelectual genuino, como a Nietzsche, le avasalla un sentimiento más negro que la más negra melancolía: el desprecio hacia los hombres, al menos en su versión de populacho, de rebaño.
Días hay en que ese hombre solitario se pregunta si los males de la época han llegado ya al último estado. Y duda. Aunque por un lado cree que no, pues aún se temen cosas peores, por otro lado, considera que esas cosas peores ya las sufren los hombres de bien, dado que se conoce su misma gravedad; como se conoce la postura de la miserable muchedumbre que no sólo se muestra incapaz de afrontarlas, sino que además lleva un tiempo largo con sus puertas abiertas a la degradación y a la esclavitud. ¿Cómo no dudar, pues, siendo la duda la máxima debilidad del hombre independiente y, quizá, su íntima fuerza?
El caso es que, enfrentados a los poderes oscuros, rechazando las opiniones y actitudes del vulgo y despreciando por ello el fango de la tierra, los barcos de los prudentes, de los espíritus libres, de las gentes de bien, no se deslizan en esta época por plácidas aguas. Mas, a pesar de todo, como la vida es corta y la acción de la verdad se extiende en lo porvenir de forma permanente, estas almas, hoy maldecidas y postergadas, están decididas a seguir conquistando la verdad, y a proclamarla.
Autor
- Madrid (1945) Poeta, crítico, articulista y narrador, ha obtenido con sus libros numerosos premios de poesía de alcance internacional y ha sido incluido en varias antologías. Sus colaboraciones periodísticas, poéticas y críticas se han dispersado por diversas publicaciones de España y América.
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La «tierra» es la palabra que se utiliza para referirse al suelo natural pero el nombre de nuestro planeta es la Tierra.
Gran artículo, tan actual como intemporal, pues asumo que todas las generaciones han sentido descontento e insatisfacción, añoranza por un pasado, más o menos mítico, perdido, pero no puedo creer que en todas las épocas haya germinado esta sensación de hastío, de fatalidad, de lo inevitable en que, curiosamente, parecen coincidir varias generaciones como la intersección en la Teoría de Conjuntos.
Me hace cierta gracia, amarga si se quiere, la declaración sobre «el desprecio hacia los hombres, al menos en su versión de populacho, de rebaño» pues, ¿quién se considera «populacho» o «rebaño»? ¿No creemos todos ser especiales, lúcidos e independientes y no pensamos que nuestra pertenencia a un grupo determinado se debe a que elección era, ni más ni menos, la correcta?
Y, por fin, no sé por qué me ha venido a la mente el soneto de Quevedo que empieza así:
Retirado en la paz de estos desiertos,
Con pocos, pero doctos libros juntos,
Vivo en conversación con los difuntos,
Y escucho con mis ojos a los muertos.
Sin duda lo malinterpreto, pero siempre me hace sentir una gran melancolía.
O los insatisfechos se unen para hacer frente a quienes pretenden aherrojarlos o perecerán por mas pataletas que se cojan