22/12/2024 21:03

El sorteo de Navidad, que se celebra cada año el 22 de diciembre, evoca la diversidad de las formas de distribución de la riqueza. En cualquier caso, en esta modalidad, solo se reparte lo que previa y voluntariamente se ha puesto en común por quienes participan. En esta fórmula de reparto se somete al azar, a lo indeterminado. Lo acumulado por muchos, toca a muy pocos. No hay ninguna violencia.

Después tenemos, simplificando mucho, otra modalidad de distribución de la riqueza: hacienda quita, con la amenaza de la violencia, a quien tiene una parte de su patrimonio. Con lo recaudado, una parte queda destinado en el Estado a gastos suntuarios y parasitarios; y el resto, como excusa del imaginario de un supuesto interés general, se distribuye por una parte en servicios de la administración del estado (defensa, policía, funcionarios, infraestructuras, justicia, instituciones diversas, etcétera) y, por otra, en gastos para la población (educación, sanidad, pensiones, entretenimiento, etcétera).

En todo desplazamiento de la riqueza se produce un fenómeno similar: el flujo de los bienes y de los servicios, y del dinero que los representa como opción de adquisición, discurre desde quien los tiene a quienes lo no los tiene o tiene pocos. No podemos analizar si es legítimo que quien no tiene nada pueda tener parte de otro que sí tiene. La medida de la cantidad de esos flujos es imponderable y depende de cada colectividad, del sentido de comunidad, de la religión, en suma, de valores axiológicos trascendentales que practique.

Nos tenemos que fijar, sin embargo, en un comportamiento secular vinculado al Estado, de todo Estado: parte de lo robado previamente a la población (sistema tributario mediante) se desvía y se destina a fines distintos de los proyectados por la retórica del interés general.

Antes eran los cortesanos, que orbitaban en torno al Rey, quienes tenían la exclusiva de robar al ladrón (el Estado). Hoy en día, en que “los representantes del pueblo” han sustituidos a los cortesanos del Rey, tenemos un panorama no muy diferente. La diferencia no radica en el hecho mismo del latrocinio. Se practica el mismo modelo tanto por un cortesano inmoral como por un dirigente indeseable del partido: el desvío de fondos públicos tiene destino privado.

La diferencia, notable, radicaría en la dimensión del patrimonio extraído del Estado. Pero también ha cambiado al protagonista del latrocinio. El Rey no podía robarse a sí mismo (ya tenía diferenciado su propio patrimonio real). Pero los cortesanos han mutado en los partidos políticos en nuestros sistemas de democracia formal.

No es comprensible el escándalo de los medios de comunicación por prácticas antiquísimas y que están ligadas y enraizadas en la historia secular de los Estados, de todos los Estados. Seguramente, sin duda, se busca otra finalidad: instrumentalizar un carácter permanente del Estado (el robo de sus miembros) con fines políticos, quitar a unos y poner a otros.

Ha cambiado la magnitud del robo y la persona de los actores, pero también la forma en que se censura esas conductas. Estamos ante una situación novedosa: no hay ningún comportamiento censurable en los ‘representantes del pueblo’ para la mentalidad de las poblaciones. Lo inmoral no es robar sino robar mucho. La razón está en que el robo (en los términos que aquí se emplea el término) constituye una condición asimilada o aceptada en el comportamiento en las sociedades actuales.

No se me escapa que en toda estructura que organiza el funcionamiento de una actividad, pública y privada, se producen por norma desvíos hacia el patrimonio privado de quien no es legítimo titular. Es un comportamiento inherente a toda organización.

La paradoja, pues, está en aquellas voces virtuosísimas, escandalizadas, con el robo del botín cuando constituye un prius, un hecho radical. Mientras exista el Estado (en general, cualquier organización compleja) se producirán desvíos de la riqueza hacia quienes no tienen ningún título para apropiarse de ella.

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El refrán nos dice: “El que roba al ladrón, tiene cien años de perdón”. Se esclarece perfectamente su sentido cuando estamos ante una larga y prolija cadena de ladrones, pues quien ilegítimamente le quita a quien ha quitado ilegítimamente antes, parece no tener responsabilidad. Por tanto, aquí tenemos dos perspectivas:

-Primero, la de aquella parte de la población que roba al Estado (recibiendo ayudas, fondos, subvenciones, etcétera que realmente no les corresponde y que son consecuencia de haberse puesto en situación de necesidad para recibirlas, lo que perpetúa su situación misma de necesidad) y, por otra,

-Segundo, aquella otra parte serían la de los ‘representantes del pueblo’ que, masiva y estructuralmente, también roban al Estado sin mesura.

Estamos en un sistema perverso que no contempla como deleznable el primero de los comportamientos, que se constituye como modelo, porque el segundo no es más que un reflejo exaltado del primero. En síntesis, ambos comportamientos son genuinas formas de apropiarse de lo que es de otro.

Y, en ese sentido, ¿ qué estigmatización correspondería a aquel comportamiento del Estado que roba a quienes en la sociedad disponen de patrimonio? Se guarda un silencio cómplice entre los ladrones: todos coparticipan de la misma conducta reprochable. Luego, todos, son inocentes.

Nos responderían que el Estado tiene como finalidad prestar determinados servicios: orden (seguridad) y sentido (ley). Cuando las prestaciones de los ciudadanos no son voluntarias (¿por qué tiene que serlo?), se aplica la fuerza organizada de una hacienda estatal. No podemos entrar en analizar esta cuestión.

¿Por qué, pues, esa permisividad permanente del robo de lo ajeno en la conciencia de la población que se aprovecha del Estado? La respuesta se evidente: porque en la conciencia de esa población corrupta el Estado no es más que el ladrón mayor y cualquier robo al ladrón tiene su perdón. Se trata de uno de los efectos más reseñables de la política del sistema partitocrático.

Haciendo una interpolación, como una consecuencia inevitable, el representante del pueblo que roba también al Estado tiene la misma excusa e idéntica consideración que aquel que roba al Estado sus recursos mediante el arte de la picaresca sistemática. La diferencia es una cuestión simple de dimensiones: unos roban poco y otros roban mucho, pero siempre lo que pueden.

No podemos perdernos en mayores divagaciones. Todos los corruptos presentan el mismo comportamiento: apropiarse de parte de la riqueza de los demás, con violencia o sin ella (pero presente como amenaza del uso de la violencia). Los ‘demás’ no siempre son los particulares. Tenemos que olvidarnos de la imagen del robo con violencia como modelo. Todo el mundo roba (o hurta, si lo prefieren) a quien puede, cuando puede y cuanto puede. Alcanzado ese horizonte de perversión, toda conducta de esa índole no está mal vista.

La cuestión es clara cuando nos referimos a particulares. La ley y el orden proyecta su sistema de legitimidad a los comportamientos. Y unos son censurables y otros menos censurables o nada censurables. Robar o quitar a otro lo que tiene es censurable. Pero se trata de un principio que admite excepciones y éstas se multiplican.

En la actividad comercial existe un alto grado de tolerancia del robo (o del hurto) y en las actividades de consumo (de ahí que se hayan decretado normas tuitivas o protectoras del consumidor). En la actividad recaudatoria de impuestos por el Estado estamos ante un comportamiento perfectamente admisible. No se cuestiona por la población pasiva, siendo el comportamiento más censurable, porque hunde sus raíces en el origen del Estado (no hay Estado sin el robo de riqueza) y porque cierto imaginario ha justificado desde el albor de los tiempos históricos su razón de ser.

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Pero con el Estado, ¿qué pasa con el Estado?, ¿el Estado solo puede subsistir, como función, como institución, en tanto que ha institucionalizado el robo a los otros? Sin duda, el Estado es esencialmente una función de recaudación del patrimonio ajeno y la organización, a partir de ahí, de orden y ley. Su instrumento es la coerción pero también, y con mayor enjundia, la organización de la servidumbre en la sociedad.

La pregunta sería: ¿es legítimo robar al ladrón mayor (al Estado)? Los políticos lo tienen meridianamente claro: sí, se puede y de debe robar al Estado. Pero la población corrupta, también. Estamos analizando, en nuestra exposición, más allá de cualquier principio moral o penal. El objeto de nuestro discurso no es axiológico sino que pretende sumergirse en la constitución y justificación de una realidad contraria a los límites que se deshacen por doquier. En ese sentido, el mismo fenómeno histórico existe, pero lo trascendental radica en su generalización y en sus dimensiones colosales que se ha infiltrado por todos los recovecos.

Entonces, ¿por qué ese escándalo majadero, inútil y estúpido de los medios de comunicación frente al robo que los políticos practican?

Muchos discutirán los planteamientos que aquí se han hecho. No voy a señalarlos como moralistas o desinformados, ni estigmatizarlos como idealistas del funcionamiento del Estado con su régimen partitocrático y de sus poblaciones con sus ‘necesidades’ de consumo. Hablan del Estado mediante solecismos impropios.

Sin embargo, para algo habrá servido esta generalización paradojal del robo, esta corrupción sistémica al proveer a amplias porciones de la población vivir del Estado y de sus recursos. Ese modelo (el vivir del Estado) se ha producido históricamente, primero, de forma exclusiva con los cortesanos y, después, de forma más extensiva y generalizada: a través de los políticos, esos genuinos ‘representantes del pueblo’ ya sin soberano, y de sus poblaciones cómplices.

Y si no me creen en eso que descrito, de ‘cómo funcionan las cosas’, disponen del impacto vívido que alcanza el sistema generalizado de robo y corrupción en la población votante: indiferencia total. No hay respuesta de repudio al estimulo del robo y de la corrupción en un electorado anestesiado porque están tan generalizadas esas conductas que se han confundido con ellas tanto políticos como ‘sus’ electores.

Todo ese panorama cambiará, no lo duden, como la paulatina y lenta inversión del polo magnético de la tierra, cuando cambien radicalmente el sentido de la riqueza material por la de otro orden. Es la perspectiva futura de un universo digital que diluye lo material aceleradamente. En esas nuevas circunstancias: ¿ cómo será el funcionamiento del Estado y de sus sistemas de recaudación, cómo será el ámbito de las corrupciones y de los latrocinios que dibuja hoy la anatomía del comportamiento de las poblaciones?

Por ahora, nos queda el sorteo de Navidad en el que, voluntariamente, unos pocos afortunados, con exclusión de los restantes, se quedan con la mayor parte de lo que todos los partícipes han aportado al fondo común. Aquí rige la suerte. En el Estado el delirio de la coerción.

Autor

Jose Sierra Pama
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