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La gracia barata es el enemigo mortal de nuestra Iglesia” (Dietrich Bonhoeffer, pastor luterano)

Es efectivamente en los momentos de tribulación donde es más fácil calibrar quién es quién. Es cierto que la tremenda crisis del coronavirus nos ofrece la oportunidad de ver la imagen más noble del hombre individual, es decir del alma humana; bellísimas almas estamos viendo estos días. Individualmente nos puede muchísimo más la bondad que la maldad. Una bondad heredada del Evangelio: rescoldos de una fe recia, generosa y recta que alimentó la Iglesia durante siglos con muchísimas más luces que sombras.

Pero es en cuanto llegamos a nuestra organización en forma de instancias de poder (lamentablemente también de la Iglesia, cuando su esencia tiende a reducirse a su caparazón de poder), es entonces cuando emana de los individuos (oficialmente, mediante el voto; que a su vez se ha obtenido mediante la persuasión engañosa: y cada uno se ha dejado engañar por lo que más le tiraba, que no siempre ha sido la bondad); es entonces cuando emana lo peor de nuestra alma. Es ahí cuando contemplando el “hombre bien cebado” que somos, es entonces cuando hemos de decir con Pilatos: ¡Ahí tenéis al hombre!: Escarnio, caricatura, vejación, manto de púrpura (ay, ay, ay, el color cardenalicio) y punzante corona de espinas…

O de virus. Y los que nos han impuesto esa corona nos tapan los ojos, nos abofetean, nos escupen, nos golpean con una caña encima de la corona, clavándonosla cada vez más, hincan burlones la rodilla ante nosotros, y nos preguntan: Oh Pueblo Soberano, ¿a que no eres capaz de adivinar quién te ha dado? Y entre carcajadas, nos tiran de la capa y nos rinden sarcástica pleitesía.

Hemos olvidado ya el motivo de nuestra Redención: la gloriosa libertad de los hijos de Dios (cf. Romanos 8,21). ¿Libertad? ¡Y eso para qué sirve!, exclaman los que viven en la enorme abundancia de las cebollas de Egipto: nuestras cebollas de servidumbre, ¡claro está! Las que añoraban los israelitas al ver lo durísimo que les resultaba trabajarse la libertad. Hoy nos llenamos la boca de libertad, ¡y sobre todo de libertades! (ahí están, avanzando en el ranking, la “libertad de bragueta” y los “derechos de bragueta” acuñados por Juan Manuel de Prada), tan lejos del nobilísimo concepto de la libertad de los hijos de Dios predicada antaño por la Iglesia. Cristo apuró el cáliz de la esclavitud: aceptando la cruz, la inmensamente más penosa condición del esclavo. No para ganarnos ese cúmulo de libertades engañosas y esclavizantes que nos ofrece el mundo, porque todo el que comete pecado es un esclavo (Juan 8, 34), sino para entrenarnos constantemente en la dura batalla por ganar la libertad de los hijos de Dios.

¡Ahí está Cristo!, Ecce homo (cf. Juan 19,5) en su divina batalla por ganarle la libertad al hombre, por “redimirlo”, por rescatarlo de la esclavitud del pecado al precio de su sangre derramada en la cruz. Sí, sí, del pecado; que es el que nos trae a mal traer por la calle de la amargura.

Nada hay fuera del hombre que, entrando en él, pueda contaminarle -afirma Jesucristo-, sino lo que sale del hombre, eso es lo que contamina al hombre. Y ahí va la definición de un pecado que nuestra clerical desidia y pereza en predicarlo, ha acabado por oxidar: Porque de dentro, del corazón de los hombres, salen las intenciones malas: fornicaciones, robos, asesinatos, adulterios, avaricias, maldades, fraude, libertinaje, envidia, injuria, insolencia, insensatez. Todas estas perversidades salen de dentro y contaminan al hombre (Marcos 7,15). ¿Para qué queremos redención alguna, si el pecado no existe y además estamos encantados con nuestra esclavitud, subdividida en igual infinidad de “libertades” que la de los presos?

No nos es lícito poner la libertad de los hijos de Dios, más barata de lo que estuvo la libertad por la que lucharon los pueblos (entre ellos, los romanos) que empeñaban toda su vida en huir de la esclavitud que ellos imponían a otros pueblos. La libertad era su gran batalla vital: militia est vita hóminis super terram, et sicut dies mercenarii dies eius (Job 6,1). “Milicia es la vida del hombre sobre la tierra, y sus días son como los días del mercenario”. La gran condición para poder formar parte de esa milicia que defendía la libertad de todo el pueblo, era la virtus. Era el valor guerrero, claro está; era un valor que exigía entrenamiento constante (ironías de la historia: ¡la escuela -llamada también ludus y gimnasio- se instituyó para la guerra!). Y sin virtus moral, no era posible la virtus combativa: la libertad se ponía en grave peligro. Y efectivamente fue la caída de la virtus moral romana, lo que precipitó la caída del Imperio

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Y ha de ser un pastor protestante, Dietrich Bonhoeffer, vilmente asesinado en 1945 por aquellos falsos hermanos -salvadores de la nación alemana antes, ahora de la nuestra- introducidos secretamente, que se habían infiltrado para espiar la libertad que tenemos en Cristo Jesús, a fin de someternos a esclavitud (Gálatas 2, 4), el que nos enseñe a nosotros y a nuestros impostados hospitales de campaña cuál es el infinito precio de la gracia que nos ganó Jesucristo para hacernos entrar en la libertad gloriosa de los hijos de Dios: La gracia barata es el enemigo mortal de nuestra Iglesia. La gracia barata -continúa el pastor Bonhoeffer- es la predicación del perdón sin arrepentimiento, el bautismo sin disciplina eclesiástica, la eucaristía sin confesión de los pecados, la absolución sin confesión personal. La gracia barata es la gracia sin seguimiento de Cristo, la gracia sin cruz, la gracia sin Jesucristo vivo y encarnado”.

¿Tan poco apreciamos los cristianos la libertad de los hijos de Dios, que lo queremos todo cuesta abajo, lo más fácil posible? Pues no, no es de menor valor el de la gracia inmerecida de la libertad que nos ganó Jesús en la Cruz, que el paquete de libertades de oropel que nos da el mundo. Y no nos las ofrece gratis: porque nos exige a cambio nuestra sumisa servidumbre.

Al contrario, “la gracia cara es el Evangelio que siempre hemos de buscar, son los dones que hemos de pedir, es la puerta a la que se llama. Es cara -proclama Bonhoeffer- porque llama al seguimiento de Jesucristo; es cara porque le cuesta al hombre la vida, es gracia porque le regala la vida; es cara porque condena el pecado, es gracia porque hace justo al pecador arrepentido. Sobre todo, la gracia es cara porque ha costado cara a Dios, porque le ha costado la vida de su Hijo -«habéis sido adquiridos a gran precio»- y porque lo que ha costado caro a Dios no puede resultamos barato a nosotros”.

Por la vida se pierde la vida, dice nuestro refranero. La versión laica de la gran sentencia evangélica: Quien quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por causa mía y del evangelio, la salvará”. (Marcos, 8:35). La gracia de la salvación es cara porque obliga al hombre a someterse al yugo del seguimiento de Jesucristo; pero también es una gracia el que Jesús diga: «Mi yugo es suave y mi carga ligera» (Mateo 11,28).

Esta reflexión me la ha inspirado el escalofriante espectáculo de la policía irrumpiendo en la celebración de los oficios del Viernes Santo en la catedral de Granada. Y acentúa mi escalofrío el hecho de que la policía estaba transgrediendo chulescamente el Decreto del estado de alarma. Ésa es mi sensación al ver a las fuerzas del orden actuando por su cuenta y riesgo contra la ley -a cuenta de una obediencia debida a no se sabe quién- y contra la libertad de la Iglesia, que está guardando un servicial y obsequioso silencio. ¿Tan poco apreciamos nuestra libertad de hijos de Dios?

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Pero que los ejecutores de la ley puedan interpretarla arbitrariamente, pero no en favor de la libertad, sino contra ella, nos retrotrae a los regímenes en que los ejecutantes se han dedicado a interpretar la voluntad del dictador de turno para congraciarse con él y así ir progresando en su carrera hacia la identificación con el jefe: es decir, actuando según la auténtica voluntad del jefe que no ha podido conseguir una ley a su gusto. Pero, ¿qué se puede esperar? si el mismo Sindicato Unificado de la Policía (SUP) escribía de esta guisa, contestando a la protesta de Actúa Familia por el desalojo de una parroquia en Cádiz: Todos, cristianos, ateos, el resto de dogmas y pensamientos, deberíamos tomar buena nota de lo que dijo el Sr. Presidente de la CEE, el cardenal arzobispo D. Juan José Omella, el cual ha recomendado que ante el aumento de la incidencia del coronavirus, se sigan las misas por televisión o radio, evitando las aglomeraciones por el peligro de contagio. Ése fue su alegato. De hecho, argumentó que en realidad entró la fuerza pública en la iglesia a hacer cumplir la orden del Presidente de la Conferencia Episcopal.

No existe la vida con riesgo cero. En la situación de confinamiento, estamos viendo que no es necesario ni siquiera bajar a la calle para correr riegos. Han aumentado muchísimo los accidentes domésticos. Simplemente hemos de aceptar la cuota de riesgo estándar en vez de blindarnos en busca del riesgo cero. No es el caso de pedirles a los pastores de la Iglesia que asuman para sus sacerdotes el riesgo que han asumido colectivos como los sanitarios o las fuerzas del orden. Ni siquiera que asuman el nivel de riesgo de cajeras de supermercado, camioneros o agricultores o el de los empleados que acuden a sus puestos de trabajo. Pero de ahí al riesgo cero como norma general, va un buen trecho.

Pero no sabemos dónde escondernos, cuando la misma policía que nos impide celebrar la misa con la iglesia abierta e imponiendo las medidas de seguridad estándar, nos echa en cara que ha sido la jerarquía eclesiástica la que ha decidido cerrar las iglesias en busca de ese ilusorio y paralizante riesgo cero. ¿Tan barata es la gracia que hemos recibido? ¡No! “La gracia es cara porque es el tesoro oculto en el campo por el que el hombre vende todo lo que tiene; es la perla preciosa por la que el mercader entrega todos sus bienes; es el reino de Cristo por el que el hombre se arranca el ojo que le escandaliza; es la llamada de Jesucristo que hace que el discípulo abandone sus redes y le siga”. ¿Acabará siendo Dietrich Bonhoeffer el que ahora nos catequice sobre el valor y el precio de la gracia de la libertad de los hijos de Dios? Dios bendiga a este santo pastor, pues la verdad de su testimonio llena ahora el vacío que parecen dejar nuestras palabras y nuestras obras.

Custodio Ballester Bielsa, Pbro.

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REDACCIÓN