25/11/2024 01:54
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“El mayor peligro

que corre el mundo

es el comunismo

bolchevique y ateo”

 Pio XI

 

“Al principio, el comunismo se manifestó tal cual era en toda su criminal perversidad; pero pronto advirtió que de esta manera alejaba de sí a los pueblos, y por esto ha cambiado de táctica y procura ahora atraerse las muchedumbres con diversos engaños, ocultando sus verdaderos intentos bajo el rótulo de ideas que son en sí mismas buenas y atrayentes”

 

Por su interés reproduzco otro capítulo de la Encíclica de Pio XI sobre el comunismo.

Santidad, hoy 18 de marzo de 2022 hace 85 años que el Papa, su antecesor, Pio XI, publicó la encíclica “Divini Redemtoris” (18/3/1937) en la que analizaba, describía su maldad y condenaba el comunismo soviético y ateo. Poco antes había publicado la “Non abbianobisogno” (contra el fascismo de Mussolini) y la “MitbrennenderSorge” (contra el nazismo de Hitler).

Por su interés le reenvío un texto en español (ya sabemos que usted lo habla a la perfección cuando quiere) para que le refresque la memoria y actualice su idea del comunismo, hoy agazapado tras el Globalismo, el Ecologismo, el Feminismo, la limpieza de los bares y la LGBTI+.

Y, naturalmente, y al mismo tiempo, me gustaría que la leyesen, despacio y sin perder comba, los inteligentes lectores de “El Correo de España”, que les iré dando en dosis pequeñas y cada día, para que no pierdan el interés que tiene. Creo que merece la pena.

Tercer Capítulo de la Encíclica

OPUESTA Y LUMINOSA DOCTRINA DE LA IGLESIA

Expuestos los errores y los métodos violentos y engañosos del comunismo bolchevique y ateo, es hora ya, venerables hermanos, de situar brevemente frente a éste la verdadera noción de la civitas humana, de la sociedad humana; esta noción no es otra, como bien sabéis, que la enseñada por la razón y por la revelación por medio de la Iglesia, Magistra gentium.

Suprema realidad: ¡Dios!

La afirmación fundamental es ésta: por encima de toda otra realidad está el sumo, único y supremo ser, Dios, Creador omnipotente de todas las cosas, juez sapientísimo de todos los hombres. Esta suprema realidad, Dios, es la condenación más absoluta de las insolentes mentiras del comunismo. Porque la verdad es que no porque los hombres crean en Dios, existe Dios, sino que, porque Dios existe, creen en El y elevan a El sus súplicas todos los hombres que no cierran voluntariamente los ojos a la verdad.

El hombre y la familia según la razón y la fe

En cuanto a lo que la razón y la fe católica dicen del hombre, Nos hemos expuesto los puntos fundamentales sobre esta materia en la encíclica sobre la educación cristiana. El hombre tiene un alma espiritual e inmortal; es una persona, dotada admirablemente por el Creador con dones de cuerpo y de espíritu; es, en realidad, un verdadero μιχρός χόσμος, como decían los antiguos, un «pequeño mundo» que supera extraordinariamente en valor a todo el inmenso mundo inanimado. Dios es el último fin exclusivo del hombre en la vida presente y en la vida eterna; la gracia santificante, elevando al hombre al grado de hijo de Dios, lo incorpora al reino de Dios en el Cuerpo místico de Cristo. Por consiguiente, Dios ha enriquecido al hombre con múltiples y variadas prerrogativas: el derecho a la vida y a la integridad corporal; el derecho a los medios necesarios para su existencia; el derecho de tender a su último fin por el camino que Dios le ha señalado; el derecho, finalmente, de asociación, de propiedad y del uso de la propiedad.
Además, tanto el matrimonio como su uso natural son de origen divino; de la misma manera, la constitución y las prerrogativas fundamentales de la familia han sido determinadas y fijadas por el Creador mismo, no por la voluntad humana ni por los factores económicos. De estos puntos hemos hablado ampliamente en la encíclica sobre el matrimonio cristiano y en la encíclica, ya antes citada, de la educación cristiana de la juventud.

Lo que es la sociedad

Derechos y deberes mutuos entre el hombre y la sociedad

Pero Dios ha ordenado igualmente que el hombre tienda espontáneamente a la sociedad civil, exigida por la propia naturaleza humana. En el plan del Creador, esta sociedad civil es un medio natural del que cada ciudadano puede y debe servirse para alcanzar su fin, ya que el Estado es para el hombre y no el hombre para el Estado. Afirmación que, sin embargo, no debe ser entendida en el sentido del llamado liberalismo individualista, que subordina la sociedad a las utilidades egoístas del individuo, sino sólo en el sentido de que, mediante la ordenada unión orgánica con la sociedad, sea posible para todos, por la mutua colaboración, la realización de la verdadera felicidad terrena, y, además, en el sentido de que en la sociedad hallen su desenvolvimiento todas las cualidades individuales y sociales insertas en la naturaleza humana, las cuales superan el interés particular del momento y reflejan en la sociedad civil la perfección divina; cosa que no puede realizarse en el hombre separado de toda sociedad. Pero también estos fines están, en último análisis, referidos al hombre, para que, reconociendo éste el reflejo de la perfección divina, sepa convertirlo en alabanza y adoración del Creador. Sólo el hombre, la persona humana y no las sociedades, sean las que sean, está dotado de razón y de voluntad moralmente libre,
Ahora bien: de la misma manera que el hombre no puede rechazar los deberes que le vinculan con el Estado y han sido impuestos por Dios, y por esto las autoridades del Estado tienen el derecho de obligar al ciudadano al cumplimiento coactivo de esos deberes cuando se niega ilegítimamente a ello, así también la sociedad no puede despojar al hombre de los derechos personales que le han sido concedidos por el Creador —hemos aludido más arriba a los fundamentales— ni imposibilitar arbitrariamente el uso de esos derechos. Es, por tanto, conforme a la razón y exigencia imperativa de ésta, que, en último término, todas las cosas de la tierra estén subordinadas corno medios a la persona humana, para que por medio del hombre encuentren todas las cosas su referencia esencial al Creador. Al hombre, a la persona humana, se aplica lo que el Apóstol de las Gentes escribe a los corintios sobre el plan divino de la salvación cristiana: Todo es vuestro, y vosotros de Cristo, y Cristo de Dios (1Cor 3,23). Mientras el comunismo empobrece a la persona humana, invirtiendo los términos de la relación entre el hombre y la sociedad, la razón y la revelación, por el contrario, la elevan a una sublime altura.

El orden económico -social

Ha la sido nuestro predecesor, de feliz memoria, León XIII quien ha dado, por medio de su encíclica social, los principios reguladores de la cuestión obrera y de los problemas económicos y sociales; principios que Nos personalmente, por medio de la encíclica sobre la restauración cristiana del orden social, henos adaptado a las exigencias del tiempo presente. En esta encíclica nuestra, prosiguiendo la trayectoria de la doctrina secular de la Iglesia sobre el carácter individual y social de la propiedad privada, Nos hemos definido claramente el derecho y la dignidad del trabajo, las relaciones de apoyo mutuo y de mutua ayuda que deben existir entre el capital y el trabajo y el salario debido en estricta justicia al obrero para sí y para su familia,

Hemos demostrado, además, en la mencionada encíclica que los medios para salvar al Estado actual de la triste decadencia en que lo ha hundido el liberalismo amoral no consiste en la lucha de clases y en el terrorismo ni en el abuso autocrático del poder del Estado, sino en la configuración y penetración del orden económico y social por los principios de la justicia social y de la caridad cristiana. Hemos advertido también que hay que lograr la verdadera prosperidad de los pueblos por medio de un sano corporativismo que respete la debida jerarquía social; que es igualmente necesaria la unidad armónica y coherente de todas las asociaciones para que puedan tender todas ellas al bien común del Estado, y que, por consiguiente, la misión genuina y peculiar del poder político consiste en promover eficazmente esta armoniosa coordinación de todas las fuerzas sociales.

Jerarquía social y prerrogativas del Estado

Para lograr precisamente este orden tranquilo por medio de la colaboración de todos, la doctrina católica reivindica para el Estarlo toda la dignidad y toda la autoridad necesarias para defender con vigilante solicitud, como frecuentemente enseñan la Sagrada Escritura y los Santos Padres, todos los derechos divinos y humanos. Y aquí se hace necesaria una advertencia: es errónea la afirmación de que todos los ciudadanos tienen derechos iguales en la sociedad civil y no existe en el Estado jerarquía legítima alguna. Bástenos recordara este propósito las encíclicas de León XIII antes citadas, especialmente las referentes a la autoridad política y a la constitución cristiana del Estado. En estas encíclicas encuentran los católicos luminosamente expuestos los principios de la razón y de la fe, que los capacitarán para defenderse contra los peligrosos errores de la concepción comunista del Estado. La expoliación de los derechos personales y la consiguiente esclavitud del hombre; la negación del origen trascendente supremo del Estado y del poder político; el criminal abuso del poder público para ponerle al servicio del terrorismo colectivo, son hechos radical y absolutamente contrarios a las exigencias de la ética natural y a la voluntad divina del Creador. El hombre, lo mismo que el Estado, tiene su origen en el Creador, y el hombre y el Estado están por Dios mutuamente ordenados entre sí; por consiguiente, ni el ciudadano ni el Estado pueden negar los deberes correlativos que pesan sobre cada uno de ellos, ni pueden negar o disminuir los derechos del otro. Ha sido el Creador en persona quien ha regulado en sus líneas fundamentales esta mutua relación entre el ciudadano y la sociedad, y es, por tanto, una usurpación totalmente injusta la que se arroga el comunismo al sustituir la ley divina, basada sobre los inmutables principios de la verdad y de la caridad, por un programa político de partido, derivado del mero capricho humano y saturado de odio.

Belleza de esta doctrina de la Iglesia

La Iglesia católica, al enseñar los capítulos fundamentales de esta luminosa doctrina, no tiene otro fin que el de realizar el feliz anuncio cantado por los ángeles sobre la gruta de Belén al nacer el Redentor: Gloria a Dios… y paz a los hombres (Lc 2,14), y procurar a los hombres, aun en esta vida presente, toda la suma de paz verdadera y auténtica felicidad que son aquí posibles como preparación para la bienaventuranza eterna; pero solamente para los hombres de buena voluntad. Esta doctrina está igualmente alejada de los pésimos efectos de los errores comunistas y de todas las exageraciones y pretensiones de los partidos o sistemas políticos que aceptan esos errores, porque respeta siempre el debido equilibrio entre la verdad y la justicia, lo defiende en la teoría y lo aplica y promueve en la práctica. Cosa que consigue la Iglesia conciliando armónicamente los derechos y los deberes de unos y otros, como, por ejemplo, la autoridad con la libertad, la dignidad del individuo con la dignidad del Estado, la personalidad humana en el súbdito, y, por consiguiente, la obediencia debida al gobernante con la dignidad de quienes son representantes de la autoridad divina; igualmente, el amor ordenado de sí mismo, de la familia y de la patria con el amor de las demás familias y de los demás pueblos, fundado en el amor de Dios, Padre de todos, primer principio y último fin de todas las cosas. Esta doctrina católica no separa la justa preocupación por los bienes temporales de la solicitud activa por los bienes eternos. Si subordina el bien temporal al eterno, según la palabra de su divino Fundador: Buscad primero el reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura (Mt 6,33) está, sin embargo, bien lejos de desinteresarse de las cosas humanas y de perjudicar el progreso de la sociedad y sus ventajas temporales; porque, todo lo contrario, esta doctrina sostiene y promueve esta actividad del modo más racional y más eficaz posible. La Iglesia, en efecto, aunque nunca ha presentado como suyo un determinado sistema técnico en el campo de la acción económica y social, por no ser ésta su misión, ha fijado, sin embargo, claramente las principales líneas fundamentales, que si bien son susceptibles de diversas aplicaciones concretas, según las diferentes condiciones de tiempos, lugares y pueblos, indican, sin embargo, el camino seguro para obtener un feliz desarrollo progresivo del Estado.
La gran sabiduría y extraordinaria utilidad de esta doctrina está admitida por todos los que verdaderamente la conocen. Con razón han podido afirmar insignes estadistas que, después de haber estudiado los diversos sistemas económicos, no habían hallado nada más razonable que los principios económicos expuestos en las encíclicas Rerum novarum y Quadragesimo anno. También en las naciones cristianas no católicas, más aún, en naciones no cristianas, se reconoce la extraordinaria utilidad que para la sociedad humana representa la doctrina social de la Iglesia; así, hace ahora apenas un mes, un eminente hombre político no cristiano del Extremo Oriente ha opinado sin vacilación que la Iglesia, con su doctrina de paz y de fraternidad cristiana, aporta una contribución valiosísima al establecimiento y mantenimiento de una paz constructiva entre las naciones. E incluso los mismos comunistas —cosa que sabemos por relaciones fidedignas que afluyen de todas partes a este centro de la cristiandad—, si no están totalmente corrompidos, cuando oyen la exposición de la doctrina social de la Iglesia reconocen la radical superioridad de ésta sobre las doctrinas de sus jerarcas y maestros. Solamente los espíritus cegados por la pasión y por el odio cierran sus ojos a la luz de la verdad y la combaten obstinadamente.

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La Iglesia ha obrado conforme a esta doctrina

Pero los enemigos de la Iglesia, aunque obligados a reconocer la superior sabiduría de la doctrina católica, acusan, sin embargo, a la Iglesia de no haber sabido obrar de acuerdo con sus principios, y por esto afirman que hay que buscar otros caminos. Toda la historia del cristianismo demuestra la falsedad y la injusticia de esta acusación. Porque, limitando nuestra breve exposición a algún hecho histórico característico, ha sido el cristianismo el primero en proclamar, en una forma y con una amplitud y firmeza hasta entonces desconocidas, la verdadera y universal fraternidad de todos los hombres, de cualquier condición y estirpe, contribuyendo así poderosamente a la abolición eficaz de la esclavitud, no con revoluciones sangrientas, sino por la fuerza intrínseca de su doctrina, que a la soberbia patricia romana hacía ver en su esclava una hermana en Cristo.
Ha sido también el cristianismo, este cristianismo que enseña a adorar al Hijo de Dios hecho hombre por amor de los hombres y convertido en hijo del artesano, más aún, hecho artesano El mismo (Mt 13,55; Mc 6,3), el que elevó el trabajo del hombre a su verdadera dignidad; ese trabajo que era entonces tan despreciado, que el mismo M. T. Cicerón, hombre prudente y justo por otra parte, calificó, resumiendo la opinión general de su tiempo, con unas palabras de las que hoy día se avergonzaría cualquier sociólogo: «Todos los trabajadores se ocupan en oficios despreciables, porque en un taller no puede haber nada noble» .
Basándose en estos principios, la Iglesia regeneró la sociedad humana; con la eficacia de su influjo surgieron obras admirables de caridad y poderosas corporaciones de artesanos y trabajadores de toda categoría, corporaciones despreciadas como residuo medieval por el liberalismo del siglo pasado, pero que son hoy día la admiración de nuestros contemporáneos, que en muchos países tratan de hacer revivir de algún modo su idea fundamental. Y cuando ciertas corrientes obstaculizaban la obra de la Iglesia y se oponían a la eficacia bienhechora de ésta, la Iglesia no cesó nunca, hasta nuestros días, de avisar a los equivocados. Baste recordar la firme constancia con que nuestro predecesor, de feliz memoria, León XIII reivindicó para las clases trabajadoras el derecho de asociación, que el liberalismo dominante en los Estados más poderosos se empeñaba en negarles. Y este influjo de la doctrina de la Iglesia es también actualmente mayor de lo que algunos piensan, porque el influjo directivo de las ideas sobre los hechos es muy grande, aunque resulte difícil la medida exacta de su valoración.
Se puede afirmar, por tanto, con toda certeza, que la Iglesia, como Cristo, su fundador, pasa a través de los siglos haciendo el bien a todos. No habría ni socialismo ni comunismo si los gobernantes de los pueblos no hubieran despreciado las enseñanzas y las maternales advertencias de la Iglesia; pero los gobiernos prefirieron construir sobre las bases del liberalismo y del laicismo otras estructuras sociales, que, aunque a primera vista parecían presentar un aspecto firme y grandioso, han demostrado bien pronto, sin embargo, su carencia de sólidos fundamentos, por lo que una tras otra han ido derrumbándose miserablemente, como tiene que derrumbarse necesariamente todo lo que no se apoya sobre la única piedra angular, que es Jesucristo.

Necesidad de recurrir a medios de defensa

Esta es, venerables hermanos, la doctrina de la Iglesia, la única doctrina que, como en todos los demás campos, también en el terreno social puede traer la verdadera luz y ser la salvación frente a la ideología comunista. Pero es absolutamente necesario que esta doctrina se proyecte cada vez más en la vida práctica, conforme al aviso del apóstol Santiago: Poned en práctica la palabra y no os contentéis sólo con oírla, engañándoos a vosotros mismos (St 1,22); por esto, lo más urgente en la actualidad es aplicar con energía los oportunos remedios para oponerse eficazmente a la amenazadora catástrofe que se está preparando, Nos albergamos la firme confianza de que la pasión con que los hijos de las tinieblas trabajan día y noche en su propaganda materialista y atea servirá para estimular santamente a los hijos de la luz a un celo no desemejante, sino mayor, por el honor de la Majestad divina.
¿Qué es, pues, lo que hay que hacer? ¿De qué remedios es necesario servirse para defender a Cristo y la civilización cristiana contra este pernicioso enemigo? Como un padre con sus hijos en el seno del hogar, Nos queremos conversar con todos vosotros en la intimidad acerca de los deberes que la gran lucha de nuestros días impone a todos los hijos de la Iglesia; avisos que deseamos dirigir también a todos aquellos hijos que han abandonado la casa paterna.

Renovación de la vida cristiana

Remedio fundamental

Como en todos los períodos más borrascosos de la historia de la Iglesia, así también hoy el remedio fundamental, base de todos los demás remedios, es una sincera renovación de la vida privada y de la vida pública según los principios del Evangelio en todos aquellos que se glorían de pertenecer al redil de Cristo, para que sean realmente de esta manera la sal de la tierra que preserve a la sociedad humana de la total corrupción moral.
Con ánimo profundamente agradecido al Padre de las luces, de quien desciende todo buen don y toda dádiva perfecta (St 1,17) vemos por todas partes síntomas consoladores de esta renovación espiritual, no sólo en tantas almas singularmente elegidas que en estos últimos años han subido a la alta cumbre de la más sublime santidad, y en tantas otras, cada día más numerosas, que generosamente caminan hacia esta misma luminosa meta, sino también en el reconocimiento de una piedad sentida y vivida prácticamente en todas las clases de la sociedad, incluso en las más cultas, como hemos hecho notar en nuestro reciente «motu proprio» In multis solaciis, del 28 de octubre pasado, con ocasión de la reorganización de la Academia Pontificia de las Ciencias.
No portemos, sin embargo, negar que queda todavía mucho por hacer en este camino de la renovación espiritual. Porque incluso en los mismos países católicos son demasiados los católicos que lo son casi de solo nombre; demasiados los que, si bien cumplen con mayor o menor fidelidad las prácticas más esenciales de la religión que se glorían de profesar, no se preocupan sin embargo, de conocerla mejor ni de adquirir una convicción más íntima y profunda, y menos aún de hacer que a la apariencia exterior de la religión corresponda el interno esplendor de una conciencia recta y pura, que siente y cumple todos sus deberes bajo la mirada de Dios. Sabemos muy bien el gran aborrecimiento que el divino Salvador siente frente a esta vana y falaz exterioridad, El que quería que todos adorasen al Padre en espíritu y en verdad (Jn 4,23). Quien no ajusta sinceramente su vida práctica a la fe que profesa, no podrá mantenerse a salvo durante mucho tiempo hoy, cuando sopla tan fuerte el viento de la lucha y de la persecución, sino que se verá arrastrado miserablemente por este nuevo diluvio que amenaza al mundo; y así, mientras prepara su propia ruina, expondrá también al ludibrio el honor del cristianismo.

Despego de los bienes terrenos

Y aquí queremos, venerable hermanos, insistir específicamente sobre dos enseñanzas del Señor, que responde modo particular a la actual situación del género humano: el desprendimiento de los bienes terrenos y el precepto de la caridad. Bienaventurados los pobres de espíritu; éstas fueron la primeras palabras pronunciadas por el divino Maestro en su Sermón de h Montaña (Mt 5,3). Esta lección fundamenta es más necesaria que nunca en estos tiempos de materialismo, sediento di bienes y placeres terrenales. Todos los cristianos, ricos y pobres, deben tener siempre fija su mirada era el cielo, recordando que no tenemos aquí ciudad permanente, sino que buscamos la futura (Heb 13,14). Los ricos no deben poner su felicidad en las riquezas de la tierra ni enderezar sus mejores esfuerzos a conseguirlas, sino que, considerándose como simples administradores de las riquezas, que han de dar estrecha cuenta de ellas al supremo dueño, deben usar de ellas cono de preciosos medios que Dios les otorgó para ejercer la virtud, y no dejar de distribuir a los pobres los bienes superfluos, según el precepto evangélico (cf. Lc 11,41). De lo contrario, se cumplirá con ellos y en sus riquezas la severa sentencia del apóstol Santiago: Vosotros, ricos, llorad a gritos sobre las miserias que os amenazan. Vuestra riqueza está podrida; vuestros vestidos, consumidos por la polilla; vuestro oro y vuestra plata, comidos del orín, y el orín será testigo contra vosotros y roerá vuestras carnes como fuego. Habéis atesorado [ira] para los últimos días (St 5, 1-3)
Los pobres, por su parte, en medio de sus esfuerzos, guiados por las leyes de la caridad y de la justicia, para proveerse de lo necesario y para mejorar su condición social, deben también ellos permanecer siempre pobres de espíritu (Mt 5,3), estimando más los bienes espirituales que los goces terrenos. Tengan además siempre presente que nunca se conseguirá hacer desaparecer del mundo las miserias, los dolores y las tribulaciones, a los que están sujetos también los que exteriormente aparecen como más afortunados. La paciencia es, pues, necesaria para todos; esa paciencia que mantiene firme el espíritu, confiado en las divinas promesas de una eterna felicidad. Tened, pues, paciencia, hermanos —os decimos también con el apóstol Santiago—, hasta la venida del Señor. Ved cómo el labrador, con la esperanza de los frutos preciosos de la tierra, aguarda con paciencia las lluvias tempranas y las tardías. Aguardad también vosotros con paciencia, fortaleced vuestros corazones, porque la venida del Señor está cercana (St 5,7-8).Sólo así se cumplirá la consoladora promesa del Señor: Bienaventurados los pobres. Y no es éste un consuelo vano, corno las promesas de los comunistas, sino que son palabras de vida eterna, que encierran la suprema realidad de la vida y que se realizan plenamente aquí en la tierra y después en la eternidad. ¡Cuántos pobres, confiados en estas palabras y en la esperanza del reino de los cielos proclamado ya como propiedad suya en el Evangelio, porque vuestro es el reino de los cielos (Lc 6.20)—, hallan en su pobreza una felicidad que tantos ricos no pueden encontrar en sus riquezas, por estar siempre inquietos y siempre agitados por la codicia de mayores aumentos.

Caridad cristiana

Más importante aún para remediar el mal de que tratamos es el precepto de la caridad, que tiende por su misma naturaleza a realizar este propósito. Nos nos referimos a esa caridad cristiana, paciente y benigna (1Cor 13,4), que evita toda ostentación y todo aire de envilecedor proteccionismo del prójimo; esa caridad que desde los mismos comienzos del cristianismo ganó para Cristo a los más pobres entre los pobres, los esclavos. Y en este campa damos las mayores gracias a todos aquellos que, consagrados a las obras de beneficencia, tanto en las Conferencias de San Vicente de Paúl como en las grandes y recientes organizaciones de asistencia social, han ejercitado y ejercitan las obras de misericordia corporal y espiritual. Cuanto más experimenten en sí mismos los obreros y los pobres lo que el espíritu de caridad, animado por la virtud de Cristo, hace por ellos, tanto más se despojarán del prejuicio de que la Iglesia ha perdido su eficacia y de que está de parte de quienes explotan el trabajo del obrero.
Pero cuando vemos, por una parte, a una innumerable muchedumbre de necesitados que, por diversas causas, ajenas totalmente a su voluntad, se hallan oprimidos realmente por una extremada miseria, y vemos, por otra, a tantos hombres que, sin moderación alguna, gastan enormes sumas en diversiones y cosas totalmente inútiles, no podemos menos de reconocer, con un inmenso dolor, que no sólo no se respeta como es debido la justicia, sino que, además, no se ha profundizado suficientemente en las exigencias que el precepto de la caridad cristiana impone al cristiano en su vida diaria.
Queremos, por tanto, venerables hermanos, que se exponga sin descanso, de palabra y por escrito, este divino precepto, precioso distintivo dejado por Cristo a sus verdaderos discípulos; este precepto, que nos enseña a ver en los que sufren al mismo Jesús en persona y que nos manda amar a todos los hombres como a nuestros hermanos con el mismo amor con que el divino Salvador nos ha amado; es decir, hasta el sacrificio de nuestros bienes y, si es necesario, aun de la propia vida. Mediten todos con frecuencia aquellas palabras, consoladoras por una parte, pero terribles por otra, de la sentencia final que pronunciará el juez supremo en el día del juicio final: Venid, benditos de mi Padre…, porque luce hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber… En verdad os digo que cuantas veces hicisteis eso a uno de estos mis hermanos menores, a mí me lo hicisteis (Mt 25,34-40). Y, por el contrario: Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno…, porque tuve hambre, y no me disteis de comer; tuve sed, y no me disteis de beber… En verdad os digo que, cuando dejasteis de hacer eso con uno de estos pequeñuelos, conmigo no lo hicisteis (Mt 25, 41-45).
Para asegurar, por tanto, la vida eterna y para socorrer eficazmente a los necesitados, es absolutamente necesario volver a un tenor de vida más modesto; es necesario renunciar a los placeres, muchas veces pecaminosos, que el mundo ofrece hoy día con tanta abundancia; es necesario, finalmente, olvidarse de sí mismo por amor al prójimo. Este precepto nuevo (Jn 13,34)de la caridad cristiana posee una virtud divina para regenerar a los hombres, y su fiel observancia infundirá en los corazones una paz interna desconocida para la vida de sentidos de este mundo y remediará eficazmente los males que afligen hoy a la humanidad.

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Deberes de estricta justicia

Pero la caridad no puede atribuirse este nombre si no respeta las exigencias de la justicia, porque, como enseña el Apóstol, quien ama al prójimo ha cumplido la ley. El mismo Apóstol explica a continuación la razón ele este hecho: pues «no adulterarás, no matarás, no robarás…», y cualquier otro precepto en esta sentencia se resume: «Amarás al prójimo como a ti mismo» (Rom 13,8-9) . Si, pues, según el Apóstol, todos los deberes, incluso los más estrictamente obligatorios, como el no matar y el no robar, se reducen a este único precepto supremo de la verdadera caridad, una caridad que prive al obrero del salario al que tiene estricto derecho no es caridad, sino nombre vano y mero simulacro de caridad. No es justo tampoco que el obrero reciba como limosna lo que se le debe por estricta obligación de justicia; y es totalmente ilícita la pretensión de eludir con pequeñas dádivas de misericordia las grandes obligaciones impuestas por la justicia. La caridad y la justicia imponen sus deberes específicos, los cuales, si bien con frecuencia coinciden en la identidad del objeto, son, sin embargo, distintos por su esencia; y los obreros, por razón de su propia dignidad, exigen enérgicamente, con todo derecho y razón, el reconocimiento por todos de estos deberes a que están obligados con respecto a ellos los demás ciudadanos.
Por esta razón, Nos nos dirigimos de un modo muy particular a vosotros, patronos e industriales cristianos, cuya tarea es a menudo tan difícil, porque habéis recibido la herencia de los errores de un régimen económico injusto que ha ejercitado su ruinoso influjo sobre tantas generaciones; tened clara conciencia de vuestra responsabilidad. Es un hecho lamentable, pero cierto: la conducta práctica de ciertos católicos ha contribuido no poco a la pérdida de confianza de los trabajadores en la religión de Jesucristo. No quisieron estos católicos comprender que la caridad cristiana exige el reconocimiento de ciertos derechos debidos al obrero, derechos que la Iglesia ha reconocido y declarado explícitamente como obligatorios. ¿Cómo calificar la conducta de ciertos católicos, que en algunas partes consiguieron impedir la lectura de nuestra encíclica Quadragesimo anno en sus iglesias patronales? ¿Cómo juzgar la actitud de ciertos industriales católicos, que se han mostrado hasta hoy enemigos declarados de un movimiento obrero recomendado por Nos mismo? ¿No es acaso lamentable que el derecho de propiedad, reconocido por la Iglesia, haya sido usurpado para defraudar al obrero de su justo salario y de sus derechos sociales?

Justicia social

Porque es un hecho cierto que, al lado de la justicia conmutativa, hay que afirmar la existencia de la justicia social, que impone deberes específicos a los que ni los patronos ni los obreros pueden sustraerse. Y es precisamente propio de la justicia social exigir de los individuos todo lo que es necesario para el bien común. Ahora bien: así como un organismo viviente no se atiende suficientemente a la totalidad del organismo si no se da a cada parte y a cada miembro lo que éstos necesitan para ejercer sus funciones propias, de la misma manera no se puede atender suficientemente a la constitución equilibrada del organismo social y al bien de toda la sociedad si no se da a cada parte y a cada miembro, es decir, a los hombres, dotados de la dignidad de persona, todos los medios que necesitan para cumplir su función social particular. El cumplimiento, por tanto, de los deberes propios de la justicia social tendrá como efecto una intensa actividad que, nacida en el seno de la vida económica, madurará en la tranquilidad del orden y demostrará la entera salud del Estado, de la misma manera que la salud del cuerpo humano se reconoce externamente en la actividad inalterada y, al mismo tiempo, plena y fructuosa de todo el organismo.
Pero no se cumplirán suficientemente las exigencias de la justicia social si los obreros no tienen asegurado su propio sustento y el de sus familias con un salario proporcionado a esta doble condición; si no se les facilita la ocasión ele adquirir un modesto patrimonio que evite así la plaga del actual pauperismo universal; si no se toman, finalmente, precauciones acertadas en su favor, por medio de los seguros públicos o privados, para el tiempo de la vejez, de la enfermedad o del paro forzoso. En esta materia conviene repetir lo que hemos dicho en nuestra encíclica Quadragesimo anno: «La economía social estará sólidamente constituida y alcanzará sus fines sólo cuando a todos y a cada uno se provea de todos los bienes que las riquezas y subsidios naturales, la técnica y la constitución social de la economía pueden producir. Esos bienes deben ser suficientemente abundantes para satisfacer las necesidades y honestas comodidades y elevar a los hombres a aquella condición de vida más feliz que, administrada prudentemente, no sólo no impide la virtud, sino que la favorece en gran número».
Y si, como sucede cada día con mayor frecuencia, en el régimen de salario los particulares no pueden satisfacer las obligaciones de la justicia, si no es con la exclusiva condición previa de que todos ellos convengan en practicarla conjuntamente mediante instituciones que unan entre sí a los patronos —para evitar entre éstos una concurrencia de precios incompatible con los derechos de los trabajadores—, es deber de los empresarios y patronos en estas situaciones sostener y promover las instituciones necesarias que constituyan el medio normal para poder cumplir los deberes de la justicia. Pero también los trabajadores deben tener siempre presente sus obligaciones de caridad y de justicia para con los patronos, y deben convencerse de que de esta manera pondrán a salvo con mayor eficacia sus propios intereses.
Quien considere, por tanto, la estructura total de la vida económica —como ya advertimos en nuestra encíclica Quadragesimo anno— , comprenderá que la conjunta colaboración de la justicia y de la caridad no podrá influir en las relaciones económicas y sociales si no es por medio de un cuerpo de instituciones profesionales e interprofesionales basadas sobre el sólido fundamento de la doctrina cristiana, unidas entre sí y que constituyan, bajo formas diversas adaptadas a las condiciones de tiempo y lugar, lo que antiguamente recibía el nombre de corporaciones.

Estudio y difusión de la doctrina social

Para dar a esta acción social mayor eficacia es absolutamente necesario promover todo lo posible el estudio de los problemas sociales a la luz de la doctrina de la Iglesia y difundir por todas partes las enseñanzas de esa doctrina bajo la égida de la autoridad constituida por Dios en la misma Iglesia. Porque, si el modo de proceder de algunos católicos ha dejado que desear en el campo económico y social, la causa de este defecto ha sido con frecuencia la insuficiente consideración de las enseñanzas dadas por los Sumos Pontífices en esta materia. Por esto es sumamente necesario que en todas las clases sociales se promueva una más intensa formación en las ciencias sociales, adaptada en su medida personal al diverso grado de cultura intelectual; y es sumamente necesario también que se procure con toda solicitud e industria la difusión más amplia posible de las enseñanzas de la Iglesia aun entre a clase obrera. Que las enseñanzas sociales de la Iglesia católica iluminen con la plenitud de su luz a todos los espíritus y muevan las voluntades de todos a seguirlas y aplicarlas como norma segura de vida que impulse al cumplimiento concienzudo de los múltiples deberes sociales. Así se evitará esa inconsecuencia y esa inconstancia en la vida cristiana que Nos hemos lamentado más de una vez y que hacen que algunos católicos, aparentemente fieles en el cumplimiento de sus estrictos deberes religiosos, luego en el campo del trabajo, de la industria y de la profesión, o en el comercio, o en el ejercicio de sus funciones públicas, por un deplorable desdoblamiento de la conciencia, lleven una vida demasiado contraria a las claras normas de la justicia y de la caridad cristiana, dando así grave escándalo a los espíritus débiles y ofreciendo a los malos un fácil pretexto para desacreditar a la propia Iglesia.
A esta renovación de la moral cristiana puede contribuir extraordinariamente la propagación de la prensa católica. La prensa católica debe, en primar lugar, fomentar el conocimiento más amplio cada día de la doctrina socia de la Iglesia de un modo variado y atrayente; debe, en segundo lugar, denunciar con exactitud, pero también con la debida extensión, la actividad de los enemigos y señalar los medios de lucha que han demostrado ser más eficaces por la experiencia repetida en muchas naciones; debe, por último, proponer útiles sugerencias para poner en guardia a los lectores contra los astutos engaños con que los comunistas han intentado y sabido atraerse incluso a hombres de buena fe.

Precaverse contra las insidias que usa el comunismo

Aunque ya hemos insistido sobre estos puntos en nuestra alocución de 12 de mayo del año pasado, juzgamos, sin embargo, necesario, venerados hermanos, volver a llamar vuestra atención sobre ellos de modo particular. Al principio, el comunismo se manifestó tal cual era en toda su criminal perversidad; pero pronto advirtió que de esta manera alejaba de sí a los pueblos, y por esto ha cambiado de táctica y procura ahora atraerse las muchedumbres con diversos engaños, ocultando sus verdaderos intentos bajo el rótulo de ideas que son en sí mismas buenas y atrayentes.
Por ejemplo, viendo el deseo de paz que tienen todos los hombres, los jefes del comunismo aparentan ser los más celosos defensores y propagandistas del movimiento por la paz mundial; pero, al mismo tiempo, por una parte, excitan a los pueblos a la lucha civil para suprimir las clases sociales, lucha que hace correr ríos de sangre, y, por otra parte, sintiendo que su paz interna carece de garantías sólidas, recurren a un acopio ilimitado de armamentos. De la misma manera, con diversos nombres que carecen de todo significado comunista, fundan asociaciones y publican periódicos cuya única finalidad es la de hacer posible la penetración de sus ideas en medios sociales que de otro modo no les serian fácilmente accesibles; más todavía, procuran infiltrarse insensiblemente hasta en las mismas asociaciones abiertamente católicas o religiosas. En otras partes, los comunistas, sin renunciar en nada a sus principios, invitan a los católicos a colaborar amistosamente con ellos en el campo del humanitarismo y de la caridad, proponiendo a veces, con estos fines, proyectos completamente conformes al espíritu cristiano y a la doctrina de la Iglesia. En otras partes acentúan su hipocresía hasta el punto de hacer creer que el comunismo, en los países de mayor civilización y de fe más profunda, adoptará una forma más mitigada, concediendo a todos los ciudadanos la libertad de cultos y la libertad de conciencia. Hay incluso quienes, apoyándose en algunas ligeras modificaciones introducidas recientemente en la legislación soviética, piensan que el comunismo está a punto de abandonar su programa de lucha abierta contra Dios.
Procurad, venerables hermanos, con sumo cuidado que los fieles no se dejen engañar. El comunismo es intrínsecamente malo, y no se puede admitir que colaboren con el comunismo, en terreno alguno, los que quieren salvar de la ruina la civilización cristiana. Y si algunos, inducidos al error, cooperasen al establecimiento del comunismo en sus propios países, serán los primeros en pagar el castigo de su error; y cuanto más antigua y luminosa es la civilización creada por el cristianismo en las naciones en que el comunismo logre penetrar, tanto mayor será la devastación que en ellas ejercerá el odio del ateísmo comunista.

Oración y penitencia

Pero si el Señor no guarda la ciudad, en vano vigilan sus centinelas (Sal 126,1).Por esto os exhortamos con insistencia, venerables hermanos, para que en vuestras diócesis promováis e intensifiquéis del modo más eficaz posible el espíritu de oración y el espíritu de mortificación.
Cuando los apóstoles preguntaron al Salvador por qué no habían podido librar del espíritu maligno a un endemoniado, les respondió el Señor: Esta especie [de demonios] no puede ser lanzada sino por la oración el ayuno (Mt 17,20). Tampoco podrá ser vencido el mal que hoy atormenta a la humanidad si no se acude a una santa e insistente cruzada universal de oración y penitencia; por esto recomendamos singularmente a las Ordenes contemplativas, masculinas y femeninas, que redoblen sus súplicas y sus sacrificios para lograr del cielo una poderosa ayuda a la Iglesia en sus luchas presentes, poniendo para ello como intercesora a la inmaculada Madre de Dios, la cual, así como un día aplastó la cabeza de la antigua serpiente, así también es hoy la defensa segura y el invencible Auxilium Christianorum.

Autor

Julio Merino
Julio Merino
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.

Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.

Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.

En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.

En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.

Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.

Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.