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Con los calores estivales el hortera pareciese que necesita de un modo imperioso sacar a relucir el ordinario que lleva dentro, proclamar a los cuatro vientos, bien alto y bien claro, que la zafiedad es su polar, y dejar definitivamente asentado que eso de la estética y el más mínimo gusto no va con él. Es, casi con seguridad, agosto el mes en donde el hortera congénito se desarrolla con plena prodigalidad.
Lo que hasta no hace tanto era considerado como vulgar, mala educación o simple ordinariez, en la actualidad se ha convertido en cosa corriente y normal, puesto que el pueblo se ha encanallado, lo han encanallado, principalmente con todos esos programas de televisión que parecen ideados para auténticos anormales, que pretenden arrancar el alma, tenernos idiotizados y, laminando cualquier esbozo a la crítica, hacernos al fin todos iguales, todos subnormales. Porque todo sea dicho, el Hombre refocila con gusto entre las heces que le ofrece la democracia. Pero no nos pongamos trascendentes, que con estos calores no sé si podrá soportarse tal cosa, y volvamos a los nuestro.
El hortera luce a lo largo de estos meses todo el fondo de armario que le retrata, a saber: esos ridículos pantalones cortos, que creo yo que pasados los once años no tiene perdón de Dios lucir las pantorrillas a menos que practiquemos algún deporte; las más variadas camisetas a cada cual más espantosa; esas gorras tan tontainas; las insidiosas riñoneras… y así hasta llegar al paroxismo, con las asquerosas chancletas. ¡Qué horror!
El que os escribe ciertamente no es un gentleman, no está ni mucho menos al tanto de las modas, desconoce profundamente qué se lleva y qué no, pero lo que entiende como normal es que no hay temperatura, por muy alta que ésta sea, que justifique ir hecho un mamarracho, vestir de un modo ridículo e ir mostrando impúdicamente los deditos de los pies; claro que, como todo es susceptible de empeorarse, ese criminal en potencia que lleva dentro todo hortera, bien podría combinar las sandalias con unos buenos calcetines. No entenderemos nunca cómo fumar en lugares públicos puede estar sancionado, mientras que quienes perpetran tales abyectos atentados estéticos, no pasan de modo inmediato a disposición judicial, o cuando menos son castigados con el destierro.
Mi amigo Jacinto Farfollas no es mala persona, ciertamente, pero siempre que el estío se acerca, apenas el calendario cruza el mes de mayo, desempolva su ropa de verano -ya sabemos a qué prenditas nos referimos-, y sale contento y ufano por las calles como si tal cosa. Y es que Jacinto ya desde nuestro años mozos, al hablar de lo que fuese, pensaba “de que”; la política se la traía al fresco, pero con gran severidad aseveraba que “la democracia era el sistema menos malo de los posibles”; si algo le parecía magnífico e insuperable, se refería a ello como “top”; con el correr de los años se casó, y tras la boda salió como alma que lleva el diablo zumbando hacia el mar Caribe, a un hotel en donde obviamente había de todo lo que pudiera imaginarse menos lugareños y nada recordase el país en el que estaba, él, que lo más exótico que conocía era Palazuelos de Eresma. Al poco tiempo, realmente sin sorprendernos pues no esperábamos menos, supimos que a su primogénita la registró bajo el nombre de Vanesa, la cual estudia hoy en un exclusivo colegio, sin apenas inmigrantes en sus aulas, cuando siempre nos estuvo dando la tabarra con eso del multiculturalismo. Cada año dedicaba un mes para ir al chalet en la playa donde era todo un espectáculo ver a la familia al completo con sombrillas, neveras y flotadores enormes de formas insospechadas; y, por supuesto, celebraba las navidades, mientras los demás, más parcos y discretos, lo que conmemorábamos era la Navidad.
Hace apenas unos cuatro días nos encontramos por casualidad y charlamos distendidamente en una céntrica cafetería, hasta que vino a recogerle su esposa, una mujer que destilaba zafiedad desde kilómetros y que debe rondar los cuarenta años, aunque ella diga que tiene treinta y aparente los cincuenta. Le acompañaba su hijo, un insolente y mal criado preadolescente, con un corte de pelo de esos que tanto se ven por ahí, esos que cualquiera diría que había sido obra de un peluquero manco y tuerto. Nos despedimos atropelladamente, pues me dijo que tenía reservada mesa en un “coqueto restaurante japonés”. Subieron raudos en un vehículo al que llamaban pretenciosa e insistentemente “monovolumen”, y sin ninguna vergüenza me lanzaron dos “ciao, ciao”, que se me antojaron como dos auténticos dardos envenenados.
Este Jacinto, siempre fue un gilipollas.
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