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En 1975 comienza el proceso de rechazo y aniquilación (que no de evolución y adaptación) del Régimen del 18 de Julio. Aquel régimen trajo a España un pulquérrimo (y hoy arteramente olvidado) ejemplo de «Carta Magna», quizá el mejor de nuestra historia, las Leyes Fundamentales del Reino, que todos estudiábamos en el colegio (FEN, Formación del Espíritu Nacional, que no nazional, vamos, por aclararlo).

Aquella carta magna por la que se regía la nación, constaba de siete leyes:

Ley de Principios del Movimiento Nacional. En éste se sentencia un principio contrario al concepto actual de las autonomías: «La unidad entre los hombres y las tierras de España es intangible». Y además habla de Dios, inaceptable.
Fuero de los Españoles: «El Estado Español proclama como principio recto de sus actos el respeto a la dignidad, la integridad y la libertad de la persona humana, reconociendo al hombre, en cuanto portador de valores eternos y miembro de una comunidad nacional, titular de deberes y derechos, cuyo ejercicio garantiza en orden al bien común».
Fuero del Trabajo, aprobado en 1938, en plena guerra civil, con el que se protegía al trabajador sin olvidar la producción, y que llevó a España a unos índices de paro laboral prácticamente anecdóticos. «I. 8: Todos los españoles tienen derecho al trabajo. La satisfacción de este derecho es misión primordial del Estado».
Ley Constitutiva de las Cortes. «Las Cortes son el órgano superior de participación del pueblo español en las tareas del Estado». Los procuradores (diputados) de aquellas Cortes, no tenían sueldo (¡oh!), y tenían un sistema de ¡elección!
Ley del Referéndum Nacional. ¿Referéndum? ¿Franquismo? Habrá que revisar.
Ley Orgánica del Estado. En su encabezado consta: «…de conformidad con el acuerdo de las Cortes Españolas adoptado en su Sesión Plenaria del día 22 de noviembre último, y con la expresión auténtica y directa del pueblo español [cuando el pueblo era español, alguien se ha de acordar aún], manifestada por la aprobación del 85,50 por 100 del cuerpo electoral, que representa el 95,86 por 100 de los votantes, en el Referéndum nacional celebrado el día 14 de diciembre de 1966, dispongo» Esta encuesta debió realizarla el CIS actual; sí, seguramente.
Ley de sucesión en la Jefatura del Estado. «Art. 5. El Jefe del Estado estará asistido preceptivamente por el Consejo del Reino…»

Después, tras la muerte del Caudillo, aquellos últimos miembros de las Cortes del Movimiento Nacional (no todos), en unión con el monarca, inventan una octava ley, no para completar o mejorar, sino como fundamento ‘legal’ para la destrucción de aquellas Leyes Fundamentales del Reino a las que todos, incluido el monarca, habían jurado lealtad, e iniciar un frenético y obsesivo camino hacia una nueva democracia liberal, muy ‘liberal’, a la que llamaron con el eufemismo Ley para la Reforma Política; le llamaron reforma, pero en realidad no tenía el espíritu semántico del término, modificar algo con intención de mejorarlo. No, no era éste el sentido.

En 1978 se apuntala la reforma con una nueva Constitución, en la que se reniega de la tradición cristiana de la nación, y deja de ser la unidad entre los hombres y tierras de España un principio intangible, separando a aquellos los partidos políticos y las diversas desviaciones de recto comportamiento que se comenzaban a aceptar, y a ésta, las autonomías. 

Llevamos probando las mieles de este venturoso sistema más de cuarenta y cinco años (Dios me ampare). La población carcelaria se triplica en poco tiempo (ahora debe ser como siete veces más alta que en 1975), la corrupción se afianza en el poder, el número de políticos y paniaguados se dispara, el comportamiento social degenera, las virtudes antes generales escasean, la presión fiscal aumenta, el paro aumenta, llega la nueva invasión de los sarracenos, propiciada dese el poder por todo el odio a España de los traidores de siempre, pero más modernos… ya ni puedo beber una cerveza en la calle, pero sí dar un sórdido espectáculo homosexual a hombres, mujeres y niños; un extraño sentido de la tolerancia.

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José Antonio Primo de Rivera, a pesar de intentar servir a España desde la democracia y vindicar la figura de su padre, afirmó que el ser rotas era el más noble destino de las urnas, y algún crédito debemos darle a una de las mentes más brillantes del momento, a este joven eterno y magnífico, tan sinceramente elogiado por Unamuno.

Y es que la democracia liberal inorgánica, parte de un principio falaz y peligroso, el de que todos los votos valen igual; sin embargo, no todas las personas valen lo mismo, no todas las personas están igual de capacitadas para el discernimiento y la decisión crítica y veraz; no todas las mentes son capaces de mantenerse incólumes, cuerdas, ante la presión interesada de la propaganda oficial.

España se ha convertido en un estercolero, en un albañal, en el que todos nos vemos obligados a chapotear por decisión de la mayoría, por capricho de la muchedumbre. Lo cierto, lo apodíctico, es que la verdad y el bien no necesitan de votos para serlo, pero los políticos sí.

Cuando una nación pierde el norte de sí misma, cuando pierde su dignidad, su sentido del honor, se convierte en presa fácil de tiranos, oportunistas y demagogos. Una nación con amor y conocimiento de sí misma, es una nación indestructible. Por eso, es imperativo para la canalla antes señalada, la manipulación de la historia, y el adoctrinamiento de las nuevas generaciones en sus mentiras, aborregar a la masa en la suplantación de valores.

Cuando se va a votar, no se vota solamente por España, por el bien común, con limpio sentido del honor, el desorden emocional nos impide razonar con claridad, y generalmente se vota por egoísmo personal, por el partido que mejor nos enajenó, por odio (¡qué mal consejero es el odio!).

El bien de España ya no es el claro y debido objetivo del sufragio, antes estará, en el consciente o inconsciente colectivo, la consigna de salvar la democracia, la democracia hasta por encima de España, por encima de Dios. O utilizarla para obtener poder, para destruir, para volcar el odio que no se satisface, para medrar, para imponer en España una especie de orden universal pervertido y absoluto sin nuestra tradición.

Ya no aspiramos al sacrificio por la patria, sino a la benevolencia del gobierno de turno, del partido de turno, confiando o deseando tener mejor suerte en las próximas elecciones; el deber fundamental del demócrata, es la tolerancia (eso dicen) y el voto, y el ser demócrata es la única forma posible de entender la vida.

Después de tantos años de adoctrinamiento falaz, desde los medios de difusión y desde las escuelas; tras un supuesto intento de golpe de Estado, brillante y valientemente abortado por el rey (que en realidad no fue otra cosa que un ‘golpe de timón’ orquestado, para llevar mejor el agua al molino propio); tras el abrazo fraternal del comunismo con la monarquía y su aceptación complaciente en el seno de la nueva fecunda, esperada y humana democracia española; tras la estrecha amistad de la monarquía con los republicanísimos socialistas; tras la invasión de los nuevos sarracenos; tras las caritativas leyes del aborto y la eutanasia… ¿realmente podemos esperar un voto libre y con criterio?

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España se nos pierde entre elección y elección, al fin, como señalamos, lo importante es salvar la democracia, esperanzados en reorientar los destinos de la patria en la próxima elección; en mi papeleta (menuda papeleta) va la redención incruenta de España, aunque, muchas veces, parece que la abstención es el ‘partido’ más votado.

En uno de mis libros de texto (FEN) de los tiempos del terrible vestiglo Franco, se puede leer en un apartado titulado La democracia como objetivo constante: «Lograr que la sociedad y su sistema de gobierno sean auténticamente democráticos es uno de los objetivos más claros de nuestro tiempo. Ha visto algunos de los problemas que esta imperiosa necesidad plantea y como el sistema español se constituye, en el aspecto político, como una “democracia orgánica”, dando cabida a la participación del pueblo en las tares del Estado.

Qué cosas tan extrañas nos hacían estudiar en aquellos tiempos, la democracia orgánica como definición para aquel régimen; quizá fuera de alguna utilidad su análisis.

Siempre me llamó la atención El Consejo del Reino, que, inspirado como Las Cortes del momento en gloriosos tiempos anteriores, tenía la misión de aconsejar al Jefe del Estado, y, entre otros consejos, estaban aquellos por los que el Jefe del Estado solamente podía actuar en función del dictamen emitido. Es raro, porque por ahí se dice que era una dictadura absoluta.

Claro que para ser miembro de este Consejo, era necesario una preparación y comportamiento ejemplares, y no era para cualquiera, pues en este Consejo supremo de España no se cobraba sueldo, el pago era el honor de pertenecer a él; el honor, ¿se entenderá hoy?

Nuevamente, cuando España se ‘convierte’ en una democracia liberal (coronada o no), comienza a languidecer, los enemigos de la patria, por la infatuación de la enfermiza tolerancia perturbada e interesada, por la obsesión por la nueva religión del sufragio, la sociedad comienza a dividirse y desmoronarse, los valores considerados otrora permanentes, son despreciados y burlados.

Es la sandia y ‘pacífica’ (así lo parece de momento) revolución contra toda la tradición de España, pero ya lo señaló el gran D. Marcelino Menéndez Pelayo (¡cuánto bien nos haría volver al estudio de nuestros clásicos!): «Dos siglos de incesante y sistemática labor para producir la revolución, aquí donde nunca podía ser orgánica, han conseguido no renovar el modo de ser nacional, sino viciarle, desconcertarle y pervertirle».

Autor

Amadeo A. Valladares
Amadeo A. Valladares