21/11/2024 09:49
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Titulamos a nuestra breve meditación: “sobre el drama de enseñar filosofía” y enseguida nos vemos obligados a precisar los términos. Hablamos de drama, y no de tragedia porque el drama convoca al juego de la libertad con final siempre abierto. En el drama, las brumas de la tensión, el vértigo de la peripecia, la zozobra del tanteo existencial, signan el presente y condicionan el futuro, pero no lo determinan.  En la tragedia, el abismo se anuncia como irrevocable. Y hablamos de enseñar filosofía, entonces, se impone un interrogante esencial. ¿Es posible, propiamente, enseñar filosofía? Hace un tiempo, en el horizonte de la misma problemática, nuestro querido Silvio Maresca sostenía:

“Si la semilla divina de la filosofía no se da a un tiempo en el maestro y en el discípulo, no hay transmisión posible, a lo sumo se transmiten doctrinas congeladas. Si a uno no le ha sucedido nunca, que el mundo sensible, aquello que desfila ante nuestros ojos, las palabras que hieren nuestros oídos, si uno no experimenta que todo ello se nos escapa como arena entre los dedos; si uno no sintió jamás que el mundo se hundió bajo sus pies y que uno se hundía con el mundo, si uno no se contempló alguna vez como un extraño, entonces, la pregunta de Leibniz por ejemplo: ¿por qué es el ser y no más bien la nada?, no tiene sentido y es una pregunta idiota”.

Un indudable fondo platónico alborea en las palabras de Maresca. Platón, en el Menón, luego de examinar cuidadosamente la virtud (y creemos que la filosofía de algún modo es una disposición del alma), concluye que ella, ni se tiene por naturaleza, ni es enseñable, sino que llega por favor divino.[1] A veces, el filósofo (que es mucho más que el mero profesor de filosofía), se asume habitado por un daimon, poseso por un espíritu que lo desvela, y ese desvelo exige ser compartido. El drama surge al observar que en ese partir el pan, en ese banquete, los invitados no se sientan alrededor de la mesa.

En nuestro ya largo peregrinar, observamos no sin dolor, la lenta y progresiva oquedad de los tiempos. Del mismo modo, como notaba Nietzsche, que los templos han devenido en mausoleos de Dios, las aulas han dejado de ser aquellos lugares donde acontecía el saber. La crisis hierofánica del mundo contemporáneo, no deja espacio sin corromper. La pregunta se impone entonces: ¿Cuáles son los elementos que intervienen en esta desacralización? Podríamos escribir un extenso ensayo sobre el tema, pero reduciremos nuestra aseveración a 5 de esos elementos.

  1. La poda de las jerarquías. Esta realidad también fue intuida por Nietzsche cuando en su Gaya Ciencia, puso en labios de un inefable loco aquellas preguntas sísmicas: ¿Hay todavía un arriba y un abajo? ¿Quién nos ha dado la esponja para borrar la línea del horizonte? ¿Qué juegos nos veremos obligados a inventar?  El siglo XXI es sin duda el siglo de la irreverencia. Existe una santa irreverencia, como que la ostentó Teresa de Ávila o el danés Kierkegaard, pero esta es otra. Detrás de ella se refugian otros fantasmas. No hay ya jerarquías porque no hay verdad. Cuando la verdad no vertebra una comunidad, ésta deviene rejunte amorfo. La escuela, la argentina al menos que es la que amo y padezco, es un rejunte amorfo.
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  1. El imperio del relativismo. Íntimamente solidario con lo anterior, el tono vital de estos tiempos se caracteriza por este verdadero escollo y veneno en la tarea del pensar.  ¿Qué desvelo por la esencias de las cosas puede animar la vida del espíritu si la verdad, el bien, la belleza, la justicia, la vida o la muerte es lo que cada uno cree que es? Este fetichismo de la autopercepción esconde en sus entrañas una justificación ética para las diversas conductas. Bien lo intuyó el novelista mayor de la literatura contemporánea, el ruso Dostoievski, cuando afirmó: “Si Dios no existe, todo está permitido”.

 

  1. La aversión al silencio. El mundo contemporáneo aborrece el silencio. La praxis se impone a la contemplación y en esa imposición, el ruido es su aliado. El inconveniente es que sin silencio no hay vida interior. Romano Guardini lo vio claramente: “Quien no sabe callar, hace con su vida lo mismo que quien sólo quisiera respirar para fuera y no para dentro. No tenemos más que imaginarlo y ya nos angustia”[2]. La enseñanza de la filosofía supone los silencios interiores, pues antes de haber sido palabra, ya en el vientre materno, hemos sido escucha. El silencio es condición del pensar. Es trágicamente notable lo que cuesta mantener en el aula un clima de recogimiento.

 

  1. El advenimiento irrefrenable de la técnica. En la última y más afamada entrevista realizada a Martin Heidegger por la revista alemana Spiegel, el gran filósofo alemán sostiene lo siguiente: “Todo funciona. Esto es precisamente lo inhóspito, que todo funciona y que el funcionamiento lleva siempre a más funcionamiento y que la técnica arranca al hombre de la tierra cada vez más y lo desarraiga”.[3] El diagnóstico es exacto, si una nota distingue esencialmente al hombre contemporáneo, es el desarraigo. El hombre vive fuera sí, del eje personal que es su espíritu. Vive lanzado a lo otro de sí pero mediado por los instrumentos técnicos. La prueba más evidente en la sociedad en general y en el aula en particular es el uso del teléfono móvil. Éste, ya no es un bien técnico sino una extensión del propio cuerpo. Al vivir adherido a la mano con enfermiza obsesión, al tener cautivos a los ojos, la reflexión filosófica se torna imposible.
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  1. La borreguización de la cultura. Lejos de una concepción de la cultura como cultivo, de un decir desde la raíz que por ser tan propio, toca la médula de lo universal, la cultura ha devenido en la veneración de lo bobo. ¿Cómo puede ser posible que en Argentina, un muchacho que en lugar de cantar, habla (o ladra), facture en dos horas, lo mismo que un jubilado en un año? El problema es que esos muchachos no llegan solos, llegan por la unción de los hijos de puta, por el auspicio de los ministerios y por la complicidad de los medios.

Ahora bien, estos cinco ítems, que exceden sin dudas a los ámbitos educativos, no harían aun los estragos que hacen en la escuela, sin la connivencia de las autoridades. En nuestro mundo, la vocación dio paso a la “función”, el mando natural a la “gestión”, así como en las escuelas confesionales, el director espiritual  dio paso al “coaching” y la oración de la mañana al saludo apurado con lagañas en los ojos.

La filosofía, como tarea del pensar, como anhelo de la última realidad posible, no puede germinar en la tierra del aula cuando quien la preside no la siente bullir en el ramaje de sus venas y cuando aquel que la recibe, no dispone el camino del corazón y de la cabeza.  El eclipse del discipulado es notable, porque la figura del maestro también ha perdido su peso específico.

Rompo entonces el nosotros mayestático y  voy concluyendo, porque la bilis de esta bronca puede atentar contra la esperanza. Como las grandes fiestas litúrgicas, mis clases también comenzaban la tarde del día anterior, porque un secreto gozo me animaba el alma y me oxigenaba la vida. Hoy, esa tarde del día anterior se tiñe de sin sentido  que es el peor de los temples humanos.

He optado, en el inicio de esta breve meditación,  por la palabra drama y no tragedia, quizás porque frente a toda coyuntura, me siento llamado a ser un hombre de esperanza. Drama, no tragedia he dicho,  ¿Drama y no tragedia? En rigor de verdad, no se qué pensar.

[1] Platón. Menón, 99 e.

[2] R. Guardini. Una ética para nuestro tiempo. Ed. Cristiandad, Madrid, 1974: p.168.

[3] M. Heidegger. Entrevista del Spiegel. Ed. Tecnos, Madrid, 2009: p. 70.

Autor

Diego Chiaramoni
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Soledad R.

Impecable la columna de Diego, como siempre.

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