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El confusionismo de la sociedad, el río revuelto, las turbiedades y miserias sociopolíticas son esenciales para la conservación de la casta partidocrática y, en consecuencia, para seguir disfrutando de sus sinecuras. Por eso, como simplificar es aclarar, digamos alto y claro lo obvio: todo lo que ocurre en el PP se debe a que todavía hay gente que lo vota. Si careciera de sus fieles votantes -fieles ¿a qué? -, no sobreviviría, ahorrándonos la presencia de estos patéticos espectáculos a los que, con amargura, nos vemos obligados a asistir.
Si ya resulta nocivo que esos devotos votantes de un PP descompuesto apuntalen inútilmente la casa cuyos cimientos están resquebrajados, peor aún -y sospechoso-, es que su obstinación esté ayudando a mantener el Gobierno hispanófobo y liberticida del frentepopulista Sánchez, que siempre que pierde la batalla acaba ganando la guerra, gracias a unas casualidades que no son tales, sino enredos y fontanerías políticas pergeñadas en las abundantes cloacas del actual Estado español.
¿Son conscientes de todo ello esos votos contumaces que aún no han percibido -o no han querido percibir- lo evidente? Porque lo evidente es que la vigencia socialista y frentepopulista que ha predominado durante la Transición no hubiera sido y no sería posible sin un PP que se ha hartado de traicionar a España y a sus votantes. Porque lo manifiesto es que cada vez que el frentepopulismo está moribundo, esa derecha dudosa e inefable, con sus votos equívocos, lo acaba devolviendo indirectamente a la vida. Porque lo indudable es que el agitprop socialcomunista, que transforma en éxitos sus propios errores, con mayor facilidad rentabiliza los ajenos. Y el PP y sus votantes son una máquina bien engrasada a la hora de hacer favores a su supuesto enemigo.
¿Son conscientes, además, de que unos y otros forman parte de ese flamante NOM diseñado por la plutocracia multinacional? Lo terrible es que muchos de ellos, siendo conscientes de esto, persisten por gusto en su decisión. Y, mientras tanto, los expertos, por su parte, insisten en «la unión del centro-derecha»; como si el «centro» fuera algo, o como si hubiera más de una derecha. Actualmente, en la primera división de nuestra política sólo juegan dos equipos opuestos: el NOM (frentepopulismo y PP) contra -de momento- VOX. Es absurdo o interesado pedir por tanto una unión imposible.
Dicho lo anterior, a quien esté decidido a salir del fangal nunca le faltarán ocasiones para ello. Mas los cerriles y ofuscados que, como el toro, agachan la cabeza, cierran los ojos y golpean las urnas o las tertulias con su papeleta o su opinión, siguiendo su extraña voluntad, tarde o nunca tendrán conocimiento de su desastre. Porque, ciegos, no quieren ver; sordos, no quieren oír y, sectarios, les molesta que alguno les inquiete su paso. Les gusta pasear por la senda de su capricho, pareciéndoles amena en tanto ejercitan su partidaria idolatría.
Que crean hacer bien, que sepan bien que hacen mal y que hagan mal para no hacer bien, no es lo de menos a efectos de esa idea engañosa que llamamos «democracia», sino la razón principal que demuestra la trampa. Porque la democracia, hoy, es una colosal estratagema con la que los amos tienen apresada a la ciudadanía más imbécil. Y el caso es que hay electores que, desentendiéndose del bien público, prefieren ir estrechando la salida e ir acercándose hasta el despeñadero, antes de variar el rumbo o reponer la cuerda a punto de romperse. Y todo para que sus conciudadanos pierdan al menos uno de sus ojos.
Otro tipo de electores, con el mismo resultado, siguen erre que erre porque nada les duele, dinero no les falta y, de momento, se llevan bien con el sueño. Disfrutemos, pues, lo poco que nos cabe, carpe diem, que tiempo hay y no es necesario caminar deprisa; no seáis tan agoreros, que cuando Sánchez se vaya, otro canalla ocupará su lugar. Y así, sin preocuparse de otra cosa que de pasar acríticamente por la vida que Dios les da, les van pasando las horas, corriendo los días, volando los meses y los años, y nunca les llega el momento de recapacitar, y aun si llegase, nunca se frustrarían ni les parecería tarde.
Para que unos y otros paguen la pena es necesario que la realidad les duela -y bien cruel- en sus carnes, en sus haciendas. De este modo, gracias a estos espíritus incívicos, que son millones, los déspotas y soberbios siguen martirizando inocentes, agraviando justos y persiguiendo virtuosos. Y, de paso, engordando la bolsa y dilatando su poder, valiéndose también de esbirros e insidiosos, de ladrones y fulleros.
Muchos de estos electores, que eligen y reeligen a los nefastos, al cruzarte con ellos por la calle se fingen santos o apolíticos o quieren hacernos creer en su experiencia, que saben de qué va esto. Cualquier artificio es bueno para mostrar su prudencia, justicia, caridad y solidaridad; pero debajo de su capa, escondida bajo su mortaja social, se halla la máscara de un mal ciudadano, de un vividor de boca sincera y corazón tramposo, como sus reelegidos.
De estos falsos testigos que riegan la tramposa democracia están las calles llenas. Y en ellos se apoyan los grandes ladrones que eliminan a los resistentes. En ellos sustentan su reputación, acreditan su poder y basan su impunidad. De unos y otros, que son los que tanto nos dañan, debiera librarnos Dios, pero ni va a hacerlo ni tiene por qué, ni sería justo. Es a la ciudanía sensata y despierta a quien corresponde esa labor depurativa. Sin descanso y con urgencia.
Autor
- Madrid (1945) Poeta, crítico, articulista y narrador, ha obtenido con sus libros numerosos premios de poesía de alcance internacional y ha sido incluido en varias antologías. Sus colaboraciones periodísticas, poéticas y críticas se han dispersado por diversas publicaciones de España y América.
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