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Doña Carmen Pichot de Carrero Blanco tuvo la gentileza de recibirme en su casa de Madrid al anochecer de un día del mes de junio (precisamente esa noche hacía seis meses que su marido había dormido en casa por última vez) y abrirme las puertas de su sinceridad para contarme cosas de «aquel día trágico». Confieso que para mí fue una entrevista en cierto modo violenta, por tener que hurgar en el santuario de unos recuerdos todavía demasiado frescos y demasiado profundos. Confieso que sólo la serenidad y la tranquilidad de espíritu de la hoy duquesa viuda de Carrero Blanco, todavía joven, todavía de luto, hicieron posible y natural aquella charla en la intimidad del hogar y rodeados de recuerdos tan queridos para la familia.
Y este es el fruto de aquella conversación:
-Por favor, señora, quisiera que me hablara usted del 20 de diciembre, de los últimos momentos del almirante Carrero, de sus últimas palabras …
-No sé, verá… (y trabajosamente, la viuda del asesinado Presidente va recordando)… Aquella noche, la del diecinueve, llegó a casa, como de costumbre, sobre las diez de la noche… Sí, venía algo cansado, yo se lo noté, pero no dije nada. Sabía que había tenido un día muy ajetreado, pues estaba aquí Kissinger, el secretario de Estado norteamericano, y además a la mañana siguiente tenía «consejillo» en Presidencia. Cenamos en familia y después estuvo oyendo música… Sí, en ese aparato (y me señala una radio portátil que hay sobre una mesita), que le había regalado el alemán Kissinger. Una joya de la electrónica. Luego se puso a leer, como todas las noches, ahí, en ese sofá.
-Señora, ¿le importaría decirme qué leyó precisamente esa noche?
-Sí, mire… (y sin levantarse alcanza un libro grueso, verde y blanco, y me lo pasa)… Ahí tiene usted la señal por donde lo dejó aquella noche…
(Tomo el libro en mis manos y leo su título: «La vuelta de los Budas», de Jesús Fueyo. Después lo abro por la señal: son las páginas 148, en blanco, y 149. Es el apartado 3 del capítulo V. Y sin querer leo: «Alemania es ahora, otra vez, el país clave, el que se encuentra en el centro de todos los problemas políticos, económicos y culturales, el pueblo señalado de uno u otro modo.»
Luego, al hojear las páginas leídas, el libro se abre por dos sitios más a la par, como dando a entender que allí había estado otro día la señal, y no puedo retener mi curiosidad. En la página 86 leo: «El espíritu del mundo actual es el concepto que el espíritu tiene de sí mismo. Él es quien sustenta y rige el mundo… La verdadera filosofía de la historia consiste en comprender que en medio de esa confusión de cambios infinitos no hay otra cosa que el mismo ser invariable, siempre semejante a sí mismo, que obra hoy como obró ayer y como obrará en todos los tiempos.» Y en la página 62 leo esto otro: «No he cuidado nunca las vanidades humanas, pero quiero que éstas, mis últimas palabras mundanas, no sean públicas antes de mi muerte. La postulación de Dios, como dialéctica del ateísmo objetivo, como desenlace de la destrucción de la metafísica y de la metafísica de la nada, como última instancia de salvación, es una ironía demasiado aplicada no ya contra la estructura de un sistema, sino la ciclópea catedral profana de la sabiduría moderna y contra la liturgia laica que le rinde culto…»
Y recuerdo, como de pasada, la anécdota que ocurrió entre Carrero y Fueyo. Según me contó mi compañero Aguirre Bellver, el desaparecido Presidente le dijo al autor de «La vuelta de los Budas»: «Me estoy esforzando en leer su libro, Fueyo. Pero le aseguro que me van a estallar las meninges.» Después, ese día, hubo una sesión movida en el Consejo, y a la salida, el autor se acercó a Carrero y le dijo: «Desde luego, a usted, Presidente, le van a estallar las meninges, pero no de leer mi libro.» Era el 7 de diciembre.
Luego, vuelvo a doña Carmen, que ha permanecido en silencio mientras yo hojeaba el libro.) (Nota 1)
-¿Qué más recuerda de esa noche? ¿No recuerda, señora, que le dijera algo sobre el día siguiente…?
–Bueno, sí, me dijo que por la mañana se iniciaba lo del «proceso 1001» (Nota 2)…, y como yo mostré cierta preocupación, él me dijo que no había nada que temer, que se habían tomado toda clase de precauciones… Después… no, ya no recuerdo así nada importante.
-Bien, trate ahora de rehacer aquella mañana del día veinte…
–Se levantó temprano, como de costumbre, y se arregló. Luego, como todos los días, sobre las nueve menos diez o menos cinco, salió para ir a misa a la iglesia de San Francisco de Borja, que está aquí al lado, en Serrano.
-Por favor -la interrumpo-, ¿por qué iba todos los días su marido a esa iglesia? Hay quien piensa que eso era dar facilidades a cualquier grupo que quisiera atentar contra el Presidente…
–Bueno, aparte de que es la iglesia más cercana a casa, es que, además, es nuestra parroquia… Mi marido era muy amigo de casi todos los padres… Una amistad que venía de antiguo, desde que les ayudó a construir la propia iglesia…, que, como usted sabe, sustituyó a la que los jesuitas tenían en la Gran Vía y que fue incendiada cuando la guerra… Sí, la iglesia de la Flor… Pero todavía existe otra razón más particular… La costumbre de ir a misa y comulgar a diario viene de cuando yo fui operada, hace unos años, por el doctor Hidalgo… Entonces, tanto él como yo, hicimos promesa de ir todos los días a misa durante algún tiempo… Luego, él siguió porque decía que afrontaba la tarea diaria con más ánimos después de comulgar…
-Siga con aquella mañana…
–Yo me quedé en la cama. Como todos los días, a su vuelta de misa desayunábamos en nuestro cuarto. Él, mi hija Angelines y yo. Por cierto, que esa mañana mi hija no acudió a la iglesia de pura casualidad. Pues incluso estuvo vestida para ir… Pero, en el último momento, lo dejó y volvió a acostarse… Bueno, es que el día anterior habían operado de amígdalas a un hijo suyo y tuvo que atenderle varias veces a lo largo de la noche… ¡Eso la salvó!…, ya que todos los días se venía en el coche con su padre y desayunaba con nosotros… Sí, fue un verdadero milagro…
-Siga, por favor, y perdóneme por hacerla recordar algo tan doloroso…
-Sí…, sobre las diez, y algo sorprendida por la tardanza de Luis, mandé retirar el desayuno para que no lo tomara frío. Precisamente en ese momento me llamó por teléfono una amiga mía y oyó lo que le decía a la doncella al retirar el desayuno. Me preguntó por Luis y le dije que se había retrasado. Ella no me dijo nada, aunque a lo mejor ya sabía algo… Después, ya más preocupada, pregunté a los guardias de abajo, a los del portal, y me dijeron que es que había habido una explosión de gas y que por eso se habría complicado el tráfico, pero que en la iglesia no había ocurrido nada. Luego… (y calla un momento, se emociona) ya no supe más hasta que mi hija me llamó desde la clínica.
-¿Qué le dijo su hija?
-Que me fuese en seguida, que su padre había tenido un accidente de coche y que estaba muy grave. Imagínese… A los quince minutos escasos entré en la clínica y entonces mi hija Angelines me dijo la verdad. Cuando vi a mi marido ya estaba muerto…
-¿Qué fue lo primero que pensó en ese instante?
-Pues… hablé con Dios y le dije que desde ese momento perdonaba a todos con tal de que me diese fuerzas para resistir…
-¿Y después?
–Después… pensé que mis hijos debían ver el cadáver de su padre allí en la clínica… y que si, efectivamente, había sido un asesinato, nunca deberíamos pensar en la venganza. Le decía a mis hijos que justicia, sí; pero venganza, no. Que su manera de morir, sin sufrir, después de comulgar y sirviendo a la Patria, era un premio a su vida ejemplar.
-¿Y después?
–No sé… a partir de ese momento se complicó todo. Fue un día, como puede imaginarse, de grandes emociones. Una detrás de otra.
-¿Cuándo supo, exactamente, que se trataba de un asesinato?
–En cuanto llegué a la clínica. Desde el primer momento me dijeron de lo que se trataba… Por cierto, que al saber que también habían caído el inspector Bueno y el chófer Pérez Mogena, y que estaban allí sus viudas, me fui a verlas y a consolarlas… Ellas también necesitaban calor humano…
-Y entonces, ¿qué pensó?
-Pensé que mi marido sólo había vivido para servir a España. Desde que le conocí, siempre tuvo la misma preocupación: servir, servir, servir a España. Y deseé, más que nunca, que España siguiese adelante, aun sin mi marido. Que no se debían amargar los últimos años del Caudillo.
-Y de la E. T. A., ¿qué pensó de la E. T. A.?
–No sé… Era todo muy confuso… Recuerdo, eso sí, que de pronto se me vino a la cabeza lo de la masonería. A mi marido se lo había oído tantas veces… La masonería no es un cuento del siglo XIX, como piensan muchos. La masonería… (y calla. Luego, al poco, sigue, sin que yo la interrumpa). A Luis le preocupó siempre la masonería… En España… (y calla otra vez).
Entonces yo le recuerdo que un capítulo de este libro se llama «Así son los masones españoles» y que a Prim se dice que le mataron ellos…
–Pero Prim -me dice rápida- era masón, y mi marido, no.
-Es verdad -respondo- Prim era masón, grado dieciocho, Rosa-Cruz… Y dicen que le asesinaron porque antes de la Revolución se había comprometido a traer la República y luego se inclinó por la Monarquía…
-La masonería -dice ella- tiene más fuerza de lo que ustedes se creen…
-Pero…
-No, por favor. No insista.
-No se preocupe. Y del atentado, ¿qué pensó?
–Que había sido perfecto. Demasiado perfecto. Todavía hay gente que se pregunta cómo pudieron prepararlo todo tan bien… Creo que los vecinos de Claudia Coello protestaban por los ruidos…, y que algunas personas se habían extrañado de aquellos cables que tendían por la calle… Antes, cuando aún era Vicepresidente, mi marido se iba andando muchas veces hasta Presidencia… A propósito, ¿sabe usted que nunca estuvo enfermo? De muy joven el doctor Gómez Ulla le operó de apendicitis… Después, cuando murió Muñoz Grandes, se enfrió ligeramente yendo para El Escorial por abrir la refrigeración del coche… Y se acabó. Nunca más le vi enfermo… Me llamó la atención que no se tomaran medidas en las carreteras, ni en la frontera, ni en los aeropuertos… Creo que se escaparon por Portugal y que luego se fueron a Méjico… Ah… ¿sabe usted que mi marido tenía un año menos de los que constan en su biografía…? Sí, fue cosa de su padre, porque ingresara en la Escuela Naval; luego, él no quiso rectificar porque creía que perjudicaba a sus compañeros en el escalafón…
-Señora, y del Opus, ¿qué pensaba el almirante del Opus?
-Mi marido no era del Opus. Luis nunca se preocupaba de eso. A él le servían o no le servían las personas para los puestos… En su Gobierno sólo había un ministro del Opus, y eso porque consideró que podía hacer un buen papel en el Ministerio… Y efectivamente lo hizo…
-¿Por qué se sabían tan pocas cosas del almirante Carrero?
-Porque era enemigo total de la publicidad. Porque le gustaba trabajar y servir en silencio… Por encima de todo él ponía a España y al Caudillo… Creo que sólo Emilio Romero consiguió de él una entrevista. Ahora pienso lo mucho que le habría complacido su ascenso a Capitán General de la Armada… Porque, ¿sabe usted una cosa?: la gran pasión de mi marido era su carrera, la Marina…, hasta el punto de que si se dedicó a la política fue por su afán de servicio… ¡Si viese qué contento estaba de que sus tres hijos fueran marinos!
-Ya que ha mencionado al Caudillo, ¿podría decirme cómo le vio usted esos días?
–Muy afectado. Sobre todo la segunda vez, cuando vine de Sevilla, donde me había ido a pasar unos días con mi hija Carmen, la que está casada con Mariano Borrero, el presidente de la Diputación. Fuimos a El Pardo mis hijos y yo. El Caudillo se emocionó hondamente y yo también. Piense usted que Luis había estado a su lado desde el año cuarenta y uno, siempre… Sí, toda la familia del Caudillo se portó muy bien entonces… y después. Yo les quiero mucho a todos.
(Entonces va y se levanta y quiere enseñarme el pergamino donde se explica el título de Duque de Carrero Blanco. Una obra perfecta y valiosa. En voz alta voy leyendo la explicación de cuanto figura en el pergamino. La duquesa se emociona otra vez y se detiene en cada detalle. Después me va enseñando las fotos familiares, sobre todo dos que están situadas juntas y que ciertamente son curiosas. En una de ellas figura el padre de los Carrero Blanco, teniente coronel de Estado Mayor, con sus tres hijos, dos marinos y un artillero, el día que los llevó a presentarlos al Rey Alfonso XIII. En la otra figuran el almirante Carrero, con sus tres hijos, los tres marinos, el día que se los presentó a Franco… Luego, todavía seguimos la conversación unos minutos más.)
-Doña Carmen, ¿cómo reaccionó el país ante la muerte del almirante Carrero?
–Muy bien, muy bien… Yo no creí que le quisieran tanto como he podido comprobar después… Todavía hoy hay muchas personas anónimas que dejan unas flores sobre su tumba… o que se acercan a mí para manifestarme su pesar… Sí, yo creo que las gentes sencillas le querían…
-¿Y sus amigos íntimos?
-Mi marido tenía pocos amigos íntimos… En cambio tenía muchos, muchos, conocidos… En general, todos se portaron bien.
-¿Sintió algo el día que juró el nuevo Presidente del Gobierno?
-A Carlos Arias, que había sido Ministro de la Gobernación en el Gabinete Carrero, le llamé por teléfono desde Sevilla y le deseé suerte y la ayuda de Dios en su cometido… Sí, todavía me emociono algunas veces viendo la televisión.
-Señora, contésteme una última pregunta. ¿Por qué cree usted que mataron al Presidente Carrero?
-No lo sé. Acaso porque estorbaba a alguien… No, no lo sé. La E. T. A. fue la mano ejecutora…
-¿Sabe usted qué gestiones se están haciendo para castigar o hacer justicia con los asesinos?
-Mire, yo espero y confío en la justicia. Creo que por dignidad de España el magnicidio no puede quedar impune… Es más, tanto mis hijos como yo sabemos que un día se aclarará todo y que resplandecerá la justicia… Sí, supongo que se estarán haciendo gestiones…, aunque a mí no me han notificado nada…
En fin, son casi las nueve de la noche cuando salgo de la casa de los Carrero Blanco y en la calle está lloviendo. Sin darme cuenta apenas dirijo mis pasos a la cercana iglesia de San Francisco de Borja y entro. Y sin darme cuenta también recito en voz baja unos versos que yo ya creía olvidados. Eran aquellos de Bécquer que dicen:
Despertaba el día,
y a su albor primero,
con sus mil ruidos,
despertaba el pueblo;
ante aquel contraste
de vida y misterios,
de luz y tinieblas,
medité un momento:
¡Dios mío, qué solos
se quedan los muertos!
(Nota 1): «La vuelta de los budas» es la obra más importante de las muchas que escribió don Jesús Fueyo Álvarez. Se trata de un ensayo-ficción sobre la última historia del pensamiento y la política.
Jesús Fueyo fue uno de los intelectuales de más prestigio del Franquismo y del Movimiento Nacional.
(Nota 2): El Proceso 1001 o Proceso 1001 de 1972 del Tribunal de Orden Público tuvo lugar durante la dictadura franquista en España, en 1973, aunque iniciado en 1972. Se saldó con la condena a prisión de toda la dirección del sindicato Comisiones Obreras.
Historia y condenas
El 24 de junio de 1972, la dirección de Comisiones Obreras, sindicato ilegal y principal opositor a la dictadura en el ámbito obrero, fue detenida en el convento de los Oblatos de Pozuelo de Alarcón –Madrid–, donde se encontraba reunida.
Permanecieron encarcelados hasta la celebración del juicio, más de un año después. Este tuvo finalmente lugar los días 20 –jornada que coincidió con el asesinato del presidente del Gobierno, Luis Carrero Blanco, lo que originó la suspensión del juicio durante unas horas–, 21 y 22 de diciembre de 1973. Los acusados se enfrentaron a la acusación de ser dirigentes de Comisiones Obreras, perteneciendo, por tanto a una organización ilegal por su presunto vínculo con el Partido Comunista de España, lo que sería un claro caso de asociación ilícita.1 El día 30 de diciembre se anunciaron las condenas, que coincidieron con las peticiones del fiscal y cuya severidad se considera relacionada con el atentado contra Carrero Blanco. Los diez miembros de la dirección, que serían conocidos como los diez de Carabanchel, fueron condenados a prisión. Las penas fueron las siguientes: Marcelino Camacho, 20 años de cárcel; Nicolás Sartorius, 19; Miguel Ángel Zamora Antón, 12; Pedro Santiesteban, 12; Eduardo Saborido, 20; Francisco García Salve –sacerdote obrero–, 19; Luis Fernández, 12; Francisco Acosta, 12; Juan Muñiz Zapico Juanín, 18; y Fernando Soto Martín, 17.
Un año después, el Tribunal Supremo revisó las penas, rebajándolas considerablemente: Marcelino Camacho a 6; Nicolás Sartorius a 5; Miguel Ángel Zamora Antón a 2; Pedro Santiesteban a 2; Eduardo Saborido a 5; Francisco García Salve a 5; Luis Fernández a 2; Francisco Acosta a 2; Juan Muñiz Zapico a 4 y Fernando Soto Martín a 4 años de cárcel.1
Poco después de la muerte del dictador, los encarcelados por el Proceso 1001 fueron indultados por el rey Juan Carlos I –25 de noviembre de 1975–.
Autor
-
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.
Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.
Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.
En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.
En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.
Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.
Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.
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