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Así como quien no
quiere la cosa
‒y ciertamente yo
trabajar no habría querido‒,
treinta años llevo
trabajando.
Me estrené a los veintitrés
haciendo de secretario
de un diplomático en la Embajada
de España en Bruselas.
De cóctel en cóctel salté
con él en actos culturales
y hasta nuestro stand organicé
en la Feria Internacional del Libro.
Después trabajé
como traductor en una agencia de prensa
de un inglés
traduciendo a su idioma
noticias de la prensa española.
Terminar mis traducciones
solía llevarme una hora
y el resto del tiempo ocupaba
dialogando por escrito con Laura,
mi novia italiana,
que junto a mí trabajaba.
Nos pasábamos de pupitre a pupitre
una hoja con nuestros mensajes
generando lo que sería
material del primer libro
que yo escribiría.
Cuando ella regresó a Italia
yo aún continué
un año más en la agencia,
que ya sin mi ragazza
perdió toda su gracia.
Mi siguiente trabajo fue
en una tienda de comida china a domicilio,
en la que repartiendo platos empecé
y siendo gerente acabé.
En mi libro Cuentos chinos
sobre la marcha relaté
las mil y una abracadabrantes peripecias
que entonces protagonicé.
Ese empleo lo dejé
al casarme con Bea,
que me metió en la cabeza la idea
(otro cuento chino)
de ser escritor full time.
Separado de ella,
a La Coruña me fui a vivir
tras hacer una escala
de unos meses en Madrid,
donde estuve colaborando
con mi padre en su negocio inmobiliario.
En mi ciudad natal me reinventé
como profesor de teatro en una escuela
de niños oligofrénicos,
gracias a mi tía Carmen
que su profe de pintura era.
Con esos niños monté
dos funciones, una de Blancanieves
y los siete enanitos
y otra de La bella durmiente,
que fueron sendos hitos
de la escena local,
mientras yo vivía por demás
la etapa más desfasada
que haya vivido jamás:
mucho alcohol y muchas mujeres
que poblaron los papeles
de los cuentos que a la sazón escribí.
A punto de cumplir treinta y cinco
a Bruselas volví,
encontrando en el Colegio Europeo
el más prolongado de mis empleos:
vigilante en los autobuses
y en el patio en los recreos
de los alumnos de secundaria,
que ante mis ojos crecieron.
Procuré durante esos años
(catorce ni más ni menos)
ser algo más para ellos
que un simple vigilante,
enseñándoles lecciones que en las aulas
seguramente no recibieron:
cosas prácticas de la vida,
de ésas que nunca se olvidan,
o al menos así lo espero.
Y ya casi cincuentón
a Mallorca por amor
me vine desde Bruselas.
Lo actual, ya lo sabéis:
empujando sillas de ruedas
en el aeropuerto me gano el parné,
al tiempo que en mis poemas
voy desgranando mi ser.
Autor
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