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La ficción es el único método eficaz para comprender la verdad de la vida, si es que tal cosa existe, sin desembocar en reduccionismos. Solo mediante el relato se puede alcanzar el centro del yo. Porque la vida es un camino cuyo destino únicamente se puede explicar cuando el trayecto ha sido en buena medida recorrido. Y la muerte es una interrogación que sólo puede ser respondida, sin fanatismos ni falsedades, por medio del cuento. Por eso Jesús de Nazaret dijo: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida”. En lugar de dejar un libro de química o un tratado de filosofía legó un conjunto de anécdotas y de parábolas registradas por sus seguidores. Creer en la promesa de Jesús de Nazaret equivale a creer sin distinción en el arte de la fabulación: en lo que Jesús hizo, en lo que Jesús dijo. A esa conclusión llegó uno de los escritores más descarnados de las letras españolas contemporáneas, Jesús Pardo, que se convirtió al catolicismo a una edad tardía, tras una obscura depresión. De su muerte en una residencia de ancianos se ha cumplido hace poco un año.

La novela que siempre ambicionó escribir se le resistió durante décadas. Ese niño que le robaba unas monedas del bolso a su tía para costearse las obras completas de Emile Zola tuvo que conformarse con el periodismo en calidad de corresponsal para el diario Pueblo en Londres. Hasta que su tetralogía de novelas Un español de mi tiempoAhora es preciso morir, Ramas secas del pasado, Cantidades discretas y Eclipses— no se materializó en papel y su trilogía de memorias —Autobiografía sin retoques, Memorias de memoria y Borrón y cuenta vieja— salió publicada, su mejor obra consistió en reunir una biblioteca de casi 30.000 volúmenes donde destacaban las novelas de su autor preferido, Balzac. Políglota y renombrado traductor, escribió libros ambientados en la Antigua Roma —fruto de una fascinación temprana—, y diversos textos sobre extravagancias históricas, dado que la tardía edad de publicación nunca fue óbice para que su obra no fuese prolífica. Su vida estuvo marcada por el contraste entre la neurosis insomne por la muerte y el deseo erótico por la vida. La agónica tensión entre ambos extremos le llevó a la búsqueda de lo imposible, a la conciliación entre ambas escisiones, a la tentación del absoluto. Su escritura se encuadraba dentro del autoexamen agustiniano: las confesiones o lo que Sánchez Dragó, uno de sus mayores representantes en lengua española, ha denominado como “egografía”.

En su libro más leído, Autoretrato sin retoques, Pardo nos narra la mayor parte de su longeva existencia, es decir, aquella que precedió a su labor creativa en torno a la literatura, desde su infancia santanderina hasta su retorno a Madrid tras un largo periplo anglófilo. Pardo retrata a sus compañeros de viaje —amigos, familiares, ligues, trúhanes de mala catadura— con diamantina gelidez; y él mismo se presenta en la mascarada con una infrecuente transparencia impúdica similar a la de esos lienzos de Francis Bacon donde el pintor recoge los fantasmas que asoman a su rostro; o similar al nihilismo —recordemos que Pardo aún no era creyente, sino alcohólico— de un Lucien Freund o incluso de un Antonio López al pintarse a semejanza de quien expone un trozo inerte de carne. Como en toda gran literatura cada página rezuma la fragilidad y la insignificancia de la condición humana. Pero también la grandeza, en un libro plagado de anécdotas propias —el putiferio que Camilo José Cela arrastraba, inevitablemente, consigo— y ajenas —el exhibicionismo crónico de un Stefan Zweig desnudo bajo un gabán en un parque público—.

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Ante todo Jesús Pardo era, más allá de diferencias ideológicas o de discrepancias morales, un prosista pulido en el oficio. La riqueza de su léxico, salpicado de creaciones, añadidos y localismos captados por el buen oído para el idioma del autor, así como la alta calidad que cada frase de su obra presenta, hacen que siempre merezca la pena volver a sus libros, un comentario que solo está al alcance de los buenos autores. Para terminar con un consejo suyo,  “nunca digas en cien palabras lo que puedes decir en una”. Descanse en paz.

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Guillermo Mas Arellano