
Tras hacer breve escala en Roma y aterrizar sin contratiempos en el aeropuerto Falcone-Borsellino, llegamos a Palermo en el ocaso. Depositadas las maletas y ubicados rápidamente en el plano, salimos a patear la ciudad. A pocos pasos alcanzamos la via Roma, arteria principal donde se erige el imponente Palazzo delle Poste e Telegrafi1, siguiéndola hasta la concurrida y bulliciosa via Vittorio Emmanuele, y tomando ésta en dirección a la famosa piazza Vigliena2. Más allá, la calle sube oscura y casi desierta, pero, según el mapa, nos conduce a la catedral.
Y, en efecto, a doscientos metros, a nuestra derecha, una balaustrada de piedra sobre la que se suceden las estatuas3, da paso a un enorme jardín apenas alumbrado por el cálido fulgor de la catedral, al fondo. En el lateral del duomo, tres amplios arcos góticos peraltados (similares a los que presiden el acceso a la catedral de Cefalú) invitan a entrar en el templo. En su interior, las solemnes tumbas de pórfido de Ruggero II (1095-1154), su hija Constanza de Altavilla (1154-1198), el marido de ésta, el emperador Enrique VI (1165-1197), y el hijo de ambos, el emperador Federico II (1194-1250)… y una hermosa Virgen, elaborada en el siglo XVIII por los plateros Salvatore Mercurio y Vincenzo Damiano, que da nombre a la Cappella di Maria Immacolata. A sus pies, una cartela informativa nos indica su antiguo emplazamiento en el convento de la Inmaculada Concepción de los padres mercedarios en la via Cartari, y la razón de su presencia en la catedral: la supresión de las órdenes religiosas en 18814.
Son más de las diez y, tras el largo viaje, es hora de recogerse y reponer fuerzas. De camino al hotel, nos detenemos en un luminoso ristorante en la vía Maqueda, decantándonos por un clásico siciliano: spaghetti alla norma, aderezados con berenjena, tomate, albahaca y queso ricotta, en un acogedor entorno marinero decorado con aperos de pesca cubriendo las paredes gastadas de ladrillo.
A la mañana siguiente, temprano, pasamos por delante del Teatro Massimo5, reparando, a primera vista, en el rotundo y bello contraste entre el cálido ocre de la piedra y el limpio e intenso cobalto del cielo. La vista se posa luego en los imponentes leones de bronce que enmarcan las amplias escaleras de acceso6, escenario del drama de Michael Corleone en la tercera entrega de El Padrino. En el entablamento puede leerse: “L’arte rinnova i popoli e ne rivela la vita. Vano delle scene il diletto ove non miri a preparar l’avvenire”; esto es, “el arte renueva a los pueblos y revela su vida. El deleite escénico es vano si no pretende preparar el futuro“.
Rodeamos la catedral –ahora cerrada– para visitar, en la via Papireto, la Academia de Bellas Artes, sita en el Palazzo Fernández, de evidentes resonancias hispanas7. A pesar de que se están celebrando exámenes en algunas aulas, ante nuestro interés, la amabilísima mujer que nos atiende en la recepción nos invita a acompañarla, mostrándonos, para empezar, el busto de bronce del fundador y primer director de la Escuela, el escultor Salvatore Valenti (1835-1903)8. Subiendo unas escaleras, podemos contemplar varios desnudos a carboncillo de Archimede Campini (1884-1950); algunos estudios notables de un jovencísimo Pietro de Francisco (1873-1969)9; y la magnífica gipsoteca: un museo de escayolas que, aunque menguado en sus fondos –de las dos mil piezas que llegó a reunir, hoy sólo conserva ciento cincuenta10–, no obstante exhibe catorce yesos del eximio escultor, antes citado, Archimede Campini11. ¡Y qué emocionante reconocer su magnífica “Piedad” (1923), cuyo original en piedra veremos, por la tarde, en la entrañable Chiesa della Magione!
Preguntamos por la posibilidad de adquirir allí libros monográficos de un selecto grupo de artistas sicilianos y, aunque la respuesta es negativa –pues la Academia no dispone de librería para la venta al público–, las dos mujeres a cargo de la biblioteca, atentísimas, nos permiten examinar algunos volúmenes de nuestro interés, cuya referencia completa anotamos con detalle. Además, de forma por completo inesperada, nos obsequian con un ejemplar de “Le collezioni della Accademia”. Un libro que por supuesto agradecemos sinceramente por el gesto de generosidad que implica, pero también porque el libro es bueno y ameno.
Nos dirigimos después al Palacio de los Normandos para observar in situ la espectacular Cappella Pallatina; aquella de la que Guy de Maupassant afirmó: “la más hermosa del mundo, la más sorprendente alhaja religiosa soñada por el pensamiento humano y ejecutada por manos de artista”12. Los paramentos cubiertos por dorados mosaicos bizantinos ilustran fragmentos del Génesis, desde la creación del mundo a la caída del hombre. En los peraltes e intradoses de los arcos ojivales que dividen las tres naves, distinguimos las efigies de una constelación de santos… guarnecidos por una vibrante y hermosa techumbre de mocárabes que sobrevuela y remata un espacio que conmueve a la par que enseña.
A continuación, en el interior del Palacio descubrimos incrédulos, en lugares de paso, algunos tesoros ante los que nadie se detiene. En una escalera, una extraordinaria estatua en bronce de Arquímedes, obra del ilustre Benedetto Civiletti; y, al final de una larga y estrecha galería, flanqueando una pequeña puerta, dos preciosos bustos de mujer realizados por los maestros Antonio Ugo y Mario Rutelli. Felices hallazgos que, por insospechados, quedan grabados con especial cariño en nuestra memoria.
Proseguimos nuestro recorrido visitando la Chiesa di San Giovanni degli Eremiti, un templo en el que también se aprecia con nitidez la sucesión de las huellas bizantina, árabe y normanda. Merece la pena recorrer el complejo monástico, observando en su interior las trompas que facilitan la transición de una planta cuadrada a una octogonal, permitiendo la elevación, sobre ella, de una cúpula esférica; y, en el exterior, detenerse en el claustro benedictino, mientras la luz filtrada por los cipreses, palmeras, nísperos, naranjos y olivos dibuja sus sombras sobre la piedra roída por los siglos.
De camino a la Galleria d’Arte Moderna, paramos a comer en la trattoria “Il Proverbio”, en la tranquila Discesa dei Giudici. ¡Qué buen recuerdo de la sencilla y aromática bruschetta, y del dueño, un venerable señor muy atento que habla de España con cariño y nos despide con efusivos parabienes!
Con excelente humor, cruzamos la vía Roma y, siguiendo la via Sant’Anna –que toma su nombre de la bella y barroca Iglesia de Santa Ana de la Misericordia13–, descubrimos enseguida la buscada Galleria d’Arte Moderna “Empedocle Restivo”, que ocupa el antiguo Convento Franciscano de Santa Ana, anejo a la iglesia.
Este es, sin duda, un espacio excepcional, que alberga, principalmente, obras del nutrido elenco de artistas sicilianos del siglo XIX. Porque lo más relevante de este museo es el peso de los artistas locales y la temática de muchas de sus obras, estrechamente vinculadas a la tierra y la vida en Sicilia. La soleada y árida Sicilia salpicada de chumberas; la exuberante y feraz Sicilia, cubierta de naranjos, olivos y algarrobos. La Sicilia magna de los templos griegos, inmortalizados por los pintores Gennaro Pardo (1865-1927) y Rocco Lentini (1858-1943). La violenta Sicilia de “Los iracundos” esculpidos por Mario Rutelli (1859-1941). La dura Sicilia de los carusi (niños) en las minas de azufre, mostrada por el escultor Antonio Ugo (1870-1950) y por el pintor Onofrio Tommaselli (1866-1956). La Sicilia del campo, de los burros con las albardas cargadas, de los polvorientos caminos y las gentes curtidas bajo el sol inclemente; de los mozos pescando con nasa o cargando grandes cestas de pescado sobre la cabeza. Protagonistas de los relatos de Giovanni Verga y Luigi Pirandello, pero también de las pinturas de Francesco Lojacono (1838-1915), Antonino Leto (1844-1913) o Luigi Di Giovanni (1856-1938). La Sicilia de los pescadores al amanecer observados por Michelle Catti (1855-1914) y la serena y espiritual Sicilia pintada por Salvatore Marchesi (1852-1926).
Por otra parte, es preciso subrayar la extraordinaria calidad de las esculturas expuestas en la Galleria d’Arte Moderna. Desde la sensual “Bacante danzante” (1838) de Valerio Villareale, a la preciosa “Sira” (1877) de Alessandro Rondoni (1841-1898). Desde el admirable “Ángel” (1875) de Benedetto Delisi, esculpido en mármol por su hijo Domenico (1870-1946) entre 1925 y 1926, a la impactante “Fulvia con la cabeza de Cicerón” (1886), obra de Lio Gangeri (1845-1913). Piezas excelentes como “Caín” (1903) y “Faunetta” (1910-15) de Domenico Trentacoste (1859-1933) y algunas especialmente crudas en su verismo, como “La madre del preso” (1907) de Francesco Ciusa (1883-1958). Otras de un naturalismo vitalista y amable, como “Il Pifferaio” (el flautista, 1890) de Benedetto Civiletti, o los retratos japoneses de Vincenzo Ragusa (1841-1927)… para terminar nuestro recorrido con una selecta sucesión de soberbios mármoles cargados de sinceridad y ternura: “Le comunicande” (1901), de Pietro Canonica (1869-1959), composición perfecta de dos niñas orando; “La madre” (1905) y “La Madonna dell’ Agnello” (1914) de Antonio Ugo (1870-1950), entrañables muestras de la pericia del gran maestro palermitano; “Mis hijos” (1913) de Giovanni Nicolini (1872-1956), y, finalmente, “Ecce Matter” (1916), de Ettore Ximenes (1855-1926), una pieza excepcional que conmueve por su contenido y factura.
En este punto y por último, no podemos dejar de hacer mención a una obra extraordinaria situada en la mencionada sala de esculturas, perfecto trampantojo de Giuseppe Enea (1853-1906) ejecutado con pastel y que reproduce el relieve de unos querubines músicos, obra del ilustre escultor flamenco François Duquesnoy. El visitante se acerca, tentado de quitar el polvo de las figuras infantiles… y con el ademán ya iniciado, hasta el último instante no percibe el engaño, como en aquel mítico relato de Plinio el Viejo en el que Zeuxis y Parrasio competían por determinar quién era mejor pintor14. Algo que también podría aplicarse a la misma ciudad de Palermo, donde la magia y la realidad a menudo se confunden.
Santiago Prieto Pérez
1 Diseñado y construido en los años treinta por el arquitecto Angiolo Mazzoni.
2 En honor de don Juan Manuel Fernández Pacheco (1650-1725), marqués de Villena y duque de Escalona, caballero de la Orden del Toisón de Oro, virrey de Sicilia (1701-02) y Nápoles (1702-07), y fundador en 1713 de la Real Academia Española, donde promovió e inició la gran empresa del Diccionario de Autoridades. La piazza Vigliena es popularmente conocida como Quattro Canti (cuatro esquinas), donde se cruzan las dos avenidas principales de la ciudad: via Vittorio Emmanuele y via Maqueda. Las fachadas que conforman Quattro Canti están presididas respectivamente por las estatuas de Carlos V, Felipe II, Felipe III y Felipe IV, talladas por Carlo d’Aprile.
3 Santa Águeda, Santa Cristina, Santa Silvia y los Papas San Sergio y San Agatón (1655-56), por Carlo d’Aprile (1621-1668); San Jerónimo y San Ambrosio, por Antonio Anello; San José, San Pablo, San Pedro y San Francisco de Paula (1725), por Giovanni Battista Ragusa (h.1660-1727); San Agustín, San Gregorio Magno y San Maximiliano (1673), por Giovanni Travaglia (1643-1687).
4 En realidad, la supresión de las órdenes religiosas en Italia fue dictada el 7 de julio de 1866, y el convento en Catari fue demolido en 1871. Por lo que parece, la imagen se guardó y no fue hasta 1881 cuando finalmente se trasladó a su actual ubicación.
5 Proyectado en 1874 por el arquitecto Giambattista Filippo Basile (1825-91) y terminado por su hijo Ernesto Basile (1857-1932) en 1897.
6 El de la derecha, alegoría de la Tragedia, es obra de Benedetto Civiletti; el de la izquierda, representando la Lírica, fue realizado por Mario Rutelli. Ambos escultores colaboraron también en la decoración del Teatro Politeama, donde Rutelli ejecutó la cuádriga que corona el edificio y Civiletti los dos jinetes que la flanquean.
7 Su nombre lo debe al filántropo Giovanni Fernández, que destinó su fortuna a la ejecución de obra pía. El actual edificio de la Academia estuvo destinado originalmente a ser una enfermería anexa al hospital del Retiro de las Hijas de la Caridad. Inacabado, fue adquirido por el ayuntamiento de Palermo y completado por el arquitecto Giuseppe Damiani Almeida (1834-1911) en 1886.
8 Algo que nos hace reparar en una curiosa coincidencia, pues el primer director de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando de Madrid fue también otro escultor, Gian Domenico Oliveri.
9 Pietro de Francisco, que elogió a sus maestros Francesco Lojacono y Salvatore Marchesi por no escuchar los cantos de sirena de las vanguardias, manteniéndose fieles a la tierra siciliana y a la representación naturalista de los temas que sus gentes y paisajes les proporcionaban, terminó sucumbiendo él mismo a dichos llamamientos y desplazándose a Francia para pintar como muchos y no ser recordado por casi nadie.
10 La Gipsoteca de la Academia de Bellas Artes de Palermo está estrechamente ligada a la creación de la Cátedra Universitaria de Escultura en 1815, y a su primer ocupante, el escultor Valerio Villareale (1773-1854). El grueso de las piezas que pasaron a integrar su colección procedía de los inmensos fondos del Museo Borbónico de Nápoles. Recientemente, la Academia ha enriquecido su patrimonio con la recepción, en concepto de donación, de 53 yesos y tres mármoles pertenecientes al escultor palermitano Francesco Garufi (1883-1929).
11 Discípulo y sucesor de Antonio Ugo en la Academia. De Campini pueden contemplarse también, por ejemplo, un magistral retrato de su anciana madre y las sensuales alegorías de la Danza y de Sicilia.
Así mismo, cabe destacar otras obras como la Fortaleza de Giacomo Serpotta (1714-17), réplica de la que existe en el Oratorio de San Domenico; Psique sentada (1853), de Valerio Villareale; y un busto en bronce del pintor Domenico Morelli realizado en 1893 por Mario Rutelli.
Véase el enlace: http://gipsoteca.accademiadipalermo.it/collezione/collezione-digitale/?q=1743
12 Guy de Maupassant, Sicilia, 1885.
13 Sobre el portal principal del templo, cerrado a nuestro paso, destaca la Piedad tallada por el escultor siciliano Lorenzo Marabitti (hermano del también escultor Ignazio Marabitti). En las cuatro grandes hornacinas de la fachada pueden contemplarse, a poca altura, otras cuatro imágenes: Santa Isabel con su hijo Juan el Bautista, San José con Jesús niño, San Joaquín con María niña y Santa Ana, también, con su hija niña.
14 Zeuxis pintó unas uvas que parecían tan apetitosas que los pájaros bajaron volando del cielo e intentaron picotearlas. A continuación, pidió a Parrasio que corriera la cortina de su pintura, descubriendo entonces que su pintura era la misma cortina. Zeuxis, al darse cuenta de su error, concedió el premio a su rival con honrada vergüenza, ya que si él había engañado a los pájaros, Parrasio le había engañado a él.
Historia Naturalis, Libro XXXV, 65.
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