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Aquel que cree estar en paz no sabe contra quien pelea: otros han decidido por él. Es sabido: la política es la guerra por otros medios. Lo que admite una lectura inversa: la guerra es la política por otros actos. Que se trastocan en el momento en que han dejado de arrebatar la soberanía para comenzar a arrebatar la vida. Los fines, sin embargo, resultan idénticos.
El hombre moderno es un turista: sin arraigo ni grandes aspiraciones, se pasea tranquilamente por un mundo homogeneizado. El hombre antimoderno es un guerrero: no busca la comodidad sino que su ascetismo, sustentado en el rechazo de lo no virtuoso, se encuentra en constante estado de batalla. Lo que lleva aparejado todo un correlato metafísico y teológico: Julius Evola y Ernst Jünger, entre otros, bien lo sabían. No hay mayor iniciación en la vida que la experiencia cercana de la muerte.
Metafísica de la guerra: en la paz que ha quedado reducida a privilegio exclusivo de lo político. Por eso los jóvenes, en ausencia de combate, consagran su vida a la pasión –que también es pulsión– política. Decisión que es definición en la que se forja el yo. La capacidad para resignificar heroicamente la vida en contraste con la extensa sobreprotección, a modo de incubadora perpetua, bajo cuyo manto castrador sobrevive el burgués.
El sentido de la lucha, en sus múltiples maneras, como forma de otorgar significado a la existencia. Superando la indecisión, el amilanamiento y la comodidad. Al mártir se le ha regalado la gracia de vivir en el desierto: a la intemperie de lo yermo. Como metáfora de toda vida que no es un mero flujo, en último término remitente a la vacuidad: no hay mayor soberanía que la de escoger por qué morir. Que es tanto como decir para qué vivir: encarnación de la propia identidad. En tiempos de paz, por la política. Y en el último grado de la política, por la guerra.
La vida siempre es guerra: su primera y su última lucha son contra la muerte. El héroe sale del gineceo para abrazar su condición mortal; el burgués permanece en su burbuja soñándose, equivocadamente, imperecedero. Es vocación frente al convencionalismo. Trascendencia contra biología. Melancólica vuelta a la espiritualidad. Y nostalgia de la autenticidad. Y amor a la sacralidad. Y sacrificio como dignidad. No es política: es guerra. ¿La acumulación? ¿La seguridad? ¿La felicidad? Tampoco nosotros hemos venido para quedarnos.
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