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Al hablar de Il Risorgimento explicamos que un grupo de zuavos pontificios defendieron la Puerta Pía, ante la toma de Roma por las tropas italianas. De aquel grupo de zuavos había el infante de España Alfonso Carlos de Borbón y Austria-Este. Perteneciente a la rama carlista, su hermano fue Carlos VII, dentro de la cronología de esta dinastía a la que le fue usurpado el trono de España.

Alfonso Carlos de Borbón, que tras la muerte de su sobrino, Jaime de Borbón, se convertiría en rey carlista, escribió unas memorias sobre los acontecimientos que vivió durante aquella defensa. El día más importante es el martes 20 de septiembre de 1870. A continuación transcribimos lo que sobre ese día escribió…

A las cuatro y tres cuartos de la mañana empezamos a oír cañonazos. Yo dormía tan bien, que no podía despertarme, y fueron los otros oficiales los que me dijeron que ya se oía el cañón. A las cinco los cañonazos eran más frecuentes, siempre en la dirección de Puerta Salara y Puerta Pía. Pocos minutos después de los primeros cañonazos, ya estaba mi Compañía formada en el pequeño camino donde habíamos dormido la noche anterior. Mi Compañía estaba de reserva, a las órdenes del Coronel, para ser enviada al punto de mayor peligro por donde atacasen los italianos. Entretanto, todas las compañía de zuavos de que hablé antes, y que ocupaban la zona mandada por nuestro coronel, desde la Puerta Pía hasta la Puerta del Pópolo, estaban en guerrillas sobre las murallas, y a las cinco, o poco más, empezaron los nuestros a hacer fuego contra la Villa Borghese y la Villa Albani. Pero todas estas Villas estaban rodeadas de árboles, y los italianos se escondían detrás de ellos, haciendo fuego sin que los zuavos pudiésemos verlos.

La Villa Borghese llega hasta las murallas de Roma, pero ésta fuera de la ciudad. En la Puerta del Pópolo estaba la cuarta del tercero de Zuavos, y creo que también la tercera del tercero; pero por allá no atacaron los italianos. Ya se oían también las balas delante de la Villa Medici; nosotros nos paseábamos por allí para ver lo que sucedía. Yo subí sobre las murallas para observar mejor la Villa Borghese; pero apenas se distinguía que había gente, sin ver a nadie a causa de los muchos árboles; sin embargo, los zuavos tiraban con mucho empeño y es probable que alguno de los italianos haya quedado herido. Nosotros tuvimos tiempo de tomar nuestro café con el acompañamiento de la música de los cañones.

Estábamos muy impacientes para ir al fuego. A las cinco y cuarto pasó a caballo el Comandante de nuestro Batallón, Troussures, con el ayudante mayor, Capitán De Ferron, y fueron, por la Villa Ludovisi y Bonaparte, hasta la Puerta Pía, para ver lo que sucedía y lo que había que hacer. A las cinco y tres cuartos ya volvió el comandante Troussures, diciendo que el bombardeo era muy fuerte, que los dos cañones de Puerta Pía hacían tanto fuego como podían, y que las Compañías de zuavos de dicha Puerta, especialmente la quinta, hacían  una gran defensa. El ejército italiano ya estaba en vista y hacía mucho fuego. En fin, dijo que parecía que el ataque empezaba de veras. Y en seguida, con el consentimiento del Coronel, mandó que la sexta del segundo (mi compañía) marchase a Villa Ludovisi. Esta noticia fue recibida por mi Compañía con un gozo extraordinario y se veía la alegría en las caras de todos los soldados.

En un momento llegamos (antes de las seis) a la Villa Ludovisi y nos paramos en el centro del jardín, contra las murallas, quedando prontos para acudir a cualquier punto. Allí se oían mejor los cañonazos, y ya iban pasando sobre nuestras cabezas balas y granadas. Nosotros estábamos esperando y nos sentamos en el suelo; yo recordé a mis soldados que se sentasen hacia delante, para que si les tocaba una bala no quedasen heridos por la espalda. En las murallas, detrás de las aspilleras, había zuavos de la cuarta del segundo y tiraban contra la Villa Borghese. A poca distancia de nosotros quedó herido un zuavo en una pierna, y supimos luego que el primer muerto pontificio había sido un médico de los Suizos, así como el pobre doctor Vincenti (Médico Mayor de Zuavos) había sido herido de gravedad en una pierna.

Poco tiempo después pasó delante de nosotros, a caballo, nuestro Coronel Allet, tan sereno como si fuese a paseo. Marchó a la Puerta Salara para ver allí lo que pasaba. Luego vimos a varios soldados de Ingenieros que corrían hacia la ciudad y los páramos; pero ellos dijeron que no querían quedar allí, porque el enemigo hacía fuego, y se sirvieron de sus piernas para escaparse. Nosotros no les hicimos nada, pero los tratamos de cobardes, como merecían. Venían de concluir los trabajos cerca de la Puerta Salara.

El fuego se hacía más lleno. A las seis y media, o poco más, vino el Comandante Troussures y nos mandó a la Puerta Salara. Fuimos allá, atravesando toda la Villa Ludovisi, y pasando por un punto donde había 12 barricadas de petróleo, por su acaso abriesen allí la brecha los italianos, al entrar ellos prender fuego al petróleo. En ese punto hicimos tirar a los zuavos todos los cigarros que iban fumando, pues era peligroso. Llegamos a Puerta Salara, pero como allí estaba la sexta de primero, nos mandaron entrar en el jardín de la Villa Bonaparte, que está al lado derecho de Puerta Salara. Llegamos allí cuando ya empezaba a abrirse la brecha, que (según los mismos italianos dijeron después) fue abierta por el fuego de 90 cañones, puestos, primero, a 1.000 metros, y después, a 800 de las murallas. En este punto fue donde más peligro tuvimos, y puedo decir que resultó milagroso que ninguno de nosotros fuera herido en ese tiempo. El ruido de las bombas, granadas y schrapnels que caían contra la muralla, y en el jardín contra los árboles de Villa Bonaparte, era terrible, pues las granadas caían como una lluvia, rompiendo grandes árboles y haciendo caer las murallas.

El coronel Allet mandó en seguida que nuestra Compañía adelantase un poco más, hasta cerca del punto donde iba abriéndose la brecha, por estar más prontos en cuanto concluyeran los cañonazos y llegaran al asalto los italianos, para ir nosotros a la bayoneta a defender la brecha. Después hizo poner la primera sección (que yo mandaba) casi frente a la brecha, a unos 80 pasos, desplegados en guerrilla detrás de los árboles. Yo hice poner a todos mis soldados de rodillas para que tuviesen menos peligro; pero yo debía vigilar la sección, y por eso me paseaba delante de mis zuavos.

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La brecha iba abriéndose delante de nosotros, a poca distancia, a la derecha de Puerta Salara. Las murallas eran del tiempo de Belisario y caían muy fácilmente. Junto a nosotros caían granadas y reventaban a pocos pasos, sin que los pedazos que saltaban en el aire nos tocasen.

La segunda sección había quedado junto a la muralla, con el Capitán y el Teniente. El Coronel, que no conoce el miedo, se ponía delante de todos a caballo, por lo cual estaba en un peligro terrible, y miraba la brecha que se abría con admirable serenidad.

Poco después de las siete llegó el Comandante Troussures y persuadió al Coronel de que era inútil exponer la Compañía de esa manera, porque aunque no estuviésemos delante de la brecha, siempre teníamos tiempo de correr a ella en cuanto cesara el fuego de los cañones. Entonces me mandaron reunirme a la otra sección y yo hice salir a mis soldados de detrás de los árboles, y reunimos la compañía cerca de la Puerta Salara, en la misma Villa Bonaparte, a unos 100 metros de donde había empezado la brecha.

Desde aquí se veía muy bien la repetida brecha, que ya tenía una anchura de 20 metros. Estando aquí, una granada vino a caer a unos tres pasos de mí, después de pasar sobre las cabezas de todos los de mi compañía. Por gracia de dios no reventó, pues si no, hubiéramos quedado muertos muchos. La brecha seguía ensanchándose y las balas y granadas se cruzaban, pues recibimos algunas por delante de nosotros y otras de costado. Pusimos nuestra Compañía enteramente contra las murallas, pero tampoco allí había seguridad, y a cada lado veíamos reventar granadas y hasta las veíamos venir en el aire hacia nosotros, teniendo tiempo para echarnos al suelo, a fin de que al reventar no nos tocasen los pedazos, que generalmente saltan hacia arriba.

El Comandante Troussures volvió allí a las siete y cuarto, y viendo cómo todavía estábamos muy expuestos sin necesidad, nos mandó salir del jardín, y pusimos nuestra Compañía en una especie de patio que se hallaba entre la Puerta Salara y el jardín Bonaparte. Allí cerca, detrás de una pared, estaba la cuarta Compañía del segundo Batallón (Capitán Berger, Teniente Rabé, Subteniente Bouquet). Mi Compañía se puso al abrigo, detrás de una muralla del jardín. Dejamos un zuavo en el punto donde estábamos antes para vigilar la abertura de la brecha ver si adelantaba. Yo fui varias veces a ver la brecha, a pesar de las granadas que barrían el camino. A las siete y media vino adonde estábamos el capellán inglés de Zuavos monseigneur Stohner, y habiéndose puesto de rodillas todos los de mi Compañía, nos dio la absolución in articulo mortis. En ese momento, como yo había ido a ver la brecha y llegué un momento más tarde, me puse de rodillas en medio del camino por donde pasaban las granadas, y si la absolución dura un poco más me alcanza alguna de ellas. Nos levantamos entonces más animados que antes, si era posible estarlo, y cubiertos como íbamos de medallas, cruces y escapularios, confiábamos que el Señor nos ayudaría, como lo había hecho hasta entonces, pues era extraordinario que nadie de mi Compañía estuviese todavía herido.

Algunos españoles de mi Compañía se juntaron entonces a rezar el Rosario, entre ellos Martín, Sánchez, Gutiérrez, y mientras rezaban, Martí, un valenciano, recibió un pedazo de granada en la nariz, que no le hizo más que una pequeña rascadura en la piel, y así le dejó un pequeño recuerdo. A otro zuavo de mi Compañía le cayó un pedazo de granada (que había reventado al lado) dentro del saco de pan, sin hacerle la más pequeña herida. Era éste el zuavo Clavero (de Málaga), quien me enseñó el casco de granada, que todavía estaba muy caliente. Estas y otras causalidades por el estilo nos llamaban mucho la atención. Nuestros zuavos rezaban con la mayor devoción, a pasar del ruido que oíamos por todas partes.

A las siete y tres cuartos el Comandante Troussures nos mandó cambiar de posición, y pusimos nuestra Compañía al lado de la Puerta Salara, colocándonos contra la muralla del mismo camino que cercaba la Villa Bonaparte. En este tiempo el Capitán Ayudante, Mayor de Fumel, fue a pie por en medio del jardín Bonaparte hasta la Puerta Pía, por orden del Comandante Troussures, para ver lo que sucedía allí, y fue con grande peligro de su vida.

En la Puerta Salara, que estaba llena de tierra hasta la mitad y barricada por dentro, se encontraba, como ya dije, la sexta del primero (Capitán Joubert).

A las ocho, el comandante Troussures nos mandó retirar de este punto y ponernos al principio de la Villa Ludivisi, a pocos pasos de la Puerta Salara, contra una pequeña casita. Apenas habíamos concluido este movimiento cuando llegó una granada contra la pared debajo de la cual habíamos estado unos dos minutos antes, y echó a tierra buena parte de la muralla en el mismo punto donde acababa de marchar mi compañía. Todos quedamos parados al ver esto, y dimos gracias a Dios por habernos tan visiblemente librado de semejante peligro, pues si no hubiésemos marchado de allí seguramente habríamos tenido varios muertos y heridos en ese punto. A las ocho y cuarto llegó allí, al lado de nosotros, la primera Compañía del tercer Batallón (Capitán Tómale, Subteniente Garnier y Scarsez) como refuerzo, y también se paró en la Villa Ludovisi. El fuego no cesaba nunca ni un momento, y era tanto el ruido, que nos habíamos vuelto sordos. ¡Ya pensábamos lo que sería el sitio de Estrasburgo! Al lado de la Puerta Salara, sobre las murallas estaban los zuavos de la sexta del primero, y a cada granada que caía junto a ellos gritaban: ¡Viva Pío IX!, de modo que a los primeros gritos creíamos era un herido que llamaba, porque no podían distinguirse las palabras. Un sargento de la misma Compañía estaba con tres o cuatro zuavos sobre las murallas en un punto donde caían tantas granadas y balas que temblaba el muro y corría mucho riesgo de caerse con él; pero este sargento, con muchísimo valor, siguió allí apuntando al enemigo, muy tranquilamente.

Al lado derecho de Puerta Salara, sobre las murallas, un zuavo francés (Estourbillon) tiraba sobre el enemigo, y con gran atrevimiento levantaba la cabeza por encima de la muralla para apuntar mejor. Pero una bala enemiga le entró por la frente, saliendo por detrás de su cabeza. El pobre zuavo, sin pronunciar una palabra, cayó al suelo al instante. Un sargento de zuavos tuvo el valor de tomarle sobre sus espaldas y bajarle de las murallas; pasó por delante de nosotros con el muerto, que tenía los seso por fuera de la cabeza y le caía la sangre por todo su cuerpo, y lo llevó hasta la entrada de la Villa Ludovisi (cerca de la primera del tercero), donde estaba la ambulancia. A todos produjo mucha impresión el ver esta primera víctima, pensando que lo mismo podía sucedernos a nosotros. Yo me fui detrás del cadáver e hice bajarle del coche en donde los zuavos le colocaban, pues me parecía inútil poner en él a un muerto, mientras se podía necesitar luego para los heridos. El coche era un ómnibus de una fonda, con caballos del tren, pero allí no había médico ni capellán. Pusieron al zuavo Estourbillon en el suelo, sobre la hierba, y todavía el pobre torció los ojos e hizo gestos, abriendo la boca, pero seguramente había muerto. Pensé que ése iría directamente al Cielo como un mártir.

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El Sr. De Cristen (Oficial de Estado Mayor), que estaba en la Puerta Salara, cogió luego el fusil de este pobre zuavo para servirse de él; pero tuvo que limpiarlo todo con un pañuelo, pues estaba cubierto de sangre y con partículas de sesos del pobre muerto. Los oficiales de las tres Compañías que estábamos allí nos sentamos contra el terraplén, delante de la Puerta Salara, y a cada momento teníamos que sacudirnos, pues saltaban sobre nosotros pedazos de piedras y cal de la puerta. Gracias a Dios, nadie fue herido.

Las balas de los cañones italianos caían muy bien en el punto que querían sus artilleros, y la brecha se había abierto de tal manera, que ya tenía 40 metros de anchura. No se puede explicar el destrozo que estaba haciéndose en el jardín y en la casa Bonaparte después de una lluvia de granadas tan abundante y por tantas horas. El Capitán de Fumel volvió allí sin la más pequeña herida, pasando por delante de la brecha, y nos alegramos mucho de verle, pues ya le creíamos muerto. Él nos dijo en que la Puerta Pía se batían muy fuertemente y que los italianos iban avanzando ya en masas enormes por diversos puntos. Ya tenían sus cañones a unos 800 metros de la ciudad.

En estos momentos llegó en coche un ayudante de Zuavos con muchas municiones para nosotros, y las pusimos dentro de la casita que estaba al lado de la Puerta; pero, desgraciadamente, no nos sirvieron. Éste ayudante nos dio la noticia de que en el Pincio habían quedado heridos dos Oficiales de Zuavos: el Teniente Brondois, que mandaba allí la compañía de Subsistencia, y el Teniente Niel, a quien iban a cortar la pierna, pues estaba muy mal herido. Muchos sentimos esta noticia.

A las nueve y cuarto el comandante Troussures envió al ayudante Nini a la Puerta Pía para traer noticias de lo que pasaba allí. Poco después volvió el ayudante diciendo que no había nadie para defender aquel punto y que las dos piezas de artillería estaban desmontadas y sin tener quien las sirviera. Al saber esto el Comandante Troussures quiso enviar allá a la primera del tercero; pero luego vio que la sexta del segundo estaba más cerca, y dio orden a mi Capitán Monseigneur Gastebois, para que fuese con su Compañía lo más pronto posible a defender la Puerta Pía. Este fue otro momento de gran gozo para mi Compañía, viendo que íbamos a batirnos cuanto antes cuerpo a cuerpo.

Atravesamos todo el jardín de la Villa Bonaparte, y no es posible decir el estado de destrucción en que se encontraba. Trabajo tuvimos para pasarle, pues los caminos estaban llenos de grandes ramas y pedazos de árboles, y además, todo el suelo cubierto de cascos de granadas y otras sin estallar. Yo llevé una de ésta un buen rato; pero luego la tiré, pues pesaba demasiado. Llegamos a la reja de hierro del jardín y estaba rota, como si fuese de madera. Atravesamos la Vía Pía y entramos en la Villa Torlonia. El Capitán hizo quedar al principio del jardín al Teniente Derely con la segunda sección, y yo seguí con el Capitán y la primera sección hasta las murallas, en el mismo jardín, a unos 60 metros de la Puerta Pía, donde nos paramos. Todo el camino desde Puerta Salara hasta Puerta Pía lo anduvimos mientras caía una lluvia de granadas a nuestro lado y estábamos al descubierto. Pero fue milagroso que en toda mi Compañía no tuviésemos ni un herido, lo que reconocimos todos nosotros, dando gracias a Dios por su visible protección.

Junto a las murallas encontramos un cabo y diez hombres de la tercera del primero, que estaban allí destacados, mientras estaba la fuerza restante al lado izquierdo de Puerta Pía, también sobre las murallas, y fue una de las Compañías que más fuego hizo; tenía por jefes al Capitán de Coessin, Teniente Van den Kerkowe y Subteniente Bonvalet.

Pocos minutos después llegó allí a caballo el Teniente Van den Kerkowe y nos dio noticias; dijo que los italianos adelantaban mucho hacia la Puerta. Nosotros quisimos subir sobre las murallas para poder tirar sobre el enemigo; pero no fue posible, pues como Roma no está hecha para defenderse, tampoco había aspilleras allí, ni puesto para poner gente. El Capitán se expuso para subir sobre las murallas, pero luego se convenció que no era factible. También aquí volaban por el aire las granadas y hacían destrozos al caer y reventar. La Villa Torlonia padeció mucho; pero la Villa Bonaparte tenía el tejado destruido enteramente y la casa estaba ardiendo.

Un poco antes de las diez vio el Comandante Trousseures, pasando con mucho atrevimiento por la Vía Pía, y mandó llegar hasta la Puerta a nuestra Compañía. Yo hice marchar adelante a mi sección (siendo ésta la última orden que di a mi tropa), y la coloqué al lado derecho de la Puerta, mirando hacia la misma. Llegó en seguida el Teniente Derely con la segunda sección, y colocándose al otro lado (es decir, al lado izquierdo), puso allí su fuerza, mirando a la Puerta, y cruzando contra la misma nuestros fuegos.

Autor

César Alcalá