22/11/2024 01:09
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Fue un escándalo, tal vez el mayor escándalo de la terrible Guerra Civil y aunque el «AGIT-PRO haya tratado de silenciarlo desde entonces, el caso del asesinato de Andreu Nin vuelve a la actualidad. El libro publicado recientemente sobre el fundador del P.O.U.M. y enemigo frontal del Partido Comunista de España pone, otra vez, de actualidad lo que hicieron los comunistas españoles, manejados y dirigidos por los agentes rusos en España, pero como creo que no hay mejor relato que el que escribió el comunista y Ministro de la República Jesús Hernández («Yo fui ministro de Stalin») me complace reproducir lo que escribí hace tiempo y el capítulo en el que Hernández cuenta con detalle cómo fue el secuestro, la tortura  y el asesinado de Andrés Nin…y las responsabilidades que en el caso tuvieron las autoridades españolas del Gobierno.

Señores abogados, jueces, fiscales, profesores, diplomáticos, diputados, militares, empresarios, comerciantes, religiosos o civiles, hombres o mujeres, periodistas y tertulianos no os preguntéis ya más si estamos o no en un Estado de Derecho, si «esto» es ya una Democracia o no… y sobre todo no os preguntéis ya más cuál es el Programa real ni adonde nos conduce este llamado Gobierno Progresista de Coalición que co-presiden D, Pedro Sánchez (el redivivo Rey Eteocles) y el «podemita venezolano» Pablo Iglesias. No. No os preguntéis ya más y  sentaos a leer de inmediato las Memorias del primer comunista español, Jesús Hernández, que llegó a ser Ministro de un Gobierno de España. (Son dos tomos: «Yo fui un Ministro de Stalin» y «En el país de la Gran Mentira»)… porque ahí, ¡ahí¡ está el verdadero Programa Político de los Pedro y Pablo y el futuro que nos espera… y ahí, en esas clarividentes páginas, están el Estado de Derecho que prefieren y al que nos llevan, la Constitución que tienen en la cabeza y las Españas que impondrán.

Y no preguntéis tampoco por el futuro de la Oposición. Porque también eso lo tienen previsto y saben muy bien cómo acabar con los «enemigos» políticos. TODO. Todo lo tienen previsto.

Así que adentraos y leer las páginas que os reproduzco de «Yo fui un Ministro de STALIN». ( En este caso las que el autor, Jesús Hernández, dedica al asesinato de Andréu Nin, el fundador del P.O.U.N. y enemigo frontal del Partido Comunista de España en 1937). Fue un escándalo, tal vez el mayor escándalo de la terrible Guerra Civil, pero que el AGIT-PRO supo transformar, como todo, en una victoria de la Democracia republicana. Pasen y lean lo que escribió el Ministro comunista Hernández:

           

LOS PROLEGOMENOS

Asesinato de Andrés Nin. Protestas en el Gobierno. Ordenes de Moscú. El S. I. M., en manos de los rusos. La banda de Orlov consuma el crimen. Se intenta matar a Prieto. CUARENTA y ocho horas después, una llamada urgente de la Presidencia me hacía saber que Negrín me esperaba en su despacho. Al entrar yo despidió el Presidente a la taquígrafa, a la que estaba dictando, y sin preámbulos me preguntó: —¿Qué han hecho ustedes con Nin? —¿Con Nin?… No sé qué pasa con Nin —dije, y era verdad. Negrín, con evidente enojo, me explicó que le había informado el ministro de la Gobernación de toda una serie de tropelías cometidas en Barcelona por la policía soviética, que actuaba como en territorio propio, sin tomarse la molestia de advertir siquiera por delicadeza a las autoridades españolas de las detenciones de ciudadanos españoles; que a estos detenidos se les trasladaba de un lado para otro sin mandamiento ni exhorto judicial algunos y que se les encerraba en prisiones particulares, ajenas totalmente al control de las autoridades legales; que algunos de los detenidos habían sido traídos a Valencia, pero que Andrés Nin había desaparecido. El Presidente de la Generalitat, le había telefoneado alarmado y ofendido por estimar un atentado al derecho de gentes la actuación de Orlov y de la G.P.U. en territorio catalán. No sabía qué contestarle. Podía decirle que pensaba como él, como Zugazagoitia, como Companys, que también yo me preguntaba dónde estaba Nin y que aborrecía a Orlov y a su pandilla policíaca. Pero no me decidí. Veía venir la tormenta sobre nuestro Partido y me dispuse a defenderlo aunque en aquel caso la defensa del Partido llevaba implícita la defensa de un posible crimen. Hacía ya algún tiempo que trataba de convencerme a mí mismo de que era posible llegar a establecer una línea divisoria que diferenciara nuestra organización como Partido de españoles de la actuación de la U. R. S. S. como Estado. Mis divergencias lo eran con los procedimientos, no con las doctrinas; las dudas surgían en torno a los hombres, no de los principios. Las hendiduras de mi fe se limitaban a los ídolos, no a las ideas. Con todas mis reservas hacia la política de los dirigentes soviéticos, yo seguía siendo un comunista convencido, un «hombre de partido», un fervoroso creyente en la necesidad histórica de los movimientos comunistas y, concretamente en España, de la misión de nuestro Partido. Las ligaduras que nos ataban a las «razones de Estado» de la U. R. S. S., y que tan poderosamente influían en nuestra actuación política, deberíamos irlas rompiendo una tras otra hasta liberarnos totalmente de su tutela y proceder con un criterio nacional, inspirando nuestra conducta en los intereses de los españoles y en la realidad política, económica, social e histórica de España. Justa o no, mi comprensión de las cosas no iba entonces más allá de estos propósitos. Negrín insistía: —Nin es un ex consejero de la Generalitat de Cataluña. Si existe algún delito probado contra él, deberá consignársele al Tribunal de Garantías Constitucionales. —Supongo —dije— que la desaparición de Nin será debida a un exceso de celo de los «tovarich», que lo tendrán en alguna de sus cárceles, pero no creo que su vida corra peligro alguno. En cuanto a lo demás, usted es el indicado para decirle al embajador soviético que moderen sus procedimientos. —Y ustedes también. —También nosotros —contesté. Negrín quedó pensativo un momento. Después, como si hablara consigo mismo, dijo: —En el Consejo de esta tarde tendremos bronca. Prieto, Irujo y Zugazagoitia, armarán un escándalo. ¿Qué puedo yo decirles? ¿Que no sé nada?… Y ustedes ¿qué dirán? ¿Que tampoco saben nada?… Todo esto es estúpido. Prometiéndole averiguar lo que hubiera de cierto en el secuestro de Nin e informarle inmediatamente, me despedí y trasladé en el acto a la casa de nuestro Partido. En el despacho de Díaz —que seguía enfermo— encontré a Codovila y Togliatti. Ambos pusieron cara de asombro cuando les relaté la conversación con Negrín. No supe si aquello era verdadero o si se trataba de una comedia más. Codovila suponía que los camaradas del «servicio especial» tendrían retenido a Nin para interrogarle o efectuar alguna diligencia antes de entregarlo a las autoridades. Togliatti, hermético, repuesto ya de su asombro, fingido o verdadero, nada decía. Ante mi insistencia de que deberíamos saber algo concreto antes de las cuatro de la tarde, hora en que comenzaría el Consejo de Ministros, des pegó los labios para decir que no deberíamos tomar por lo trágico la cosa, pues los camaradas del «servicio» sabían lo que hacían, que no eran novatos en el oficio y que antes que nada eran hombres políticos. Prometió ir a la Embajada a informarse de lo que hubiera. Y salió hacia allá. La Embajada soviética se encontraba a unos minutos de la Plaza de la Congregación. Decidí esperar. Ni Codovila ni yo hablábamos. Cada uno teníamos nuestros motivos para estar preocupados. Yo estaba poseído de los peores presentimientos.

 

EL PERSONAJE

Andrés Nin era una pieza codiciosa para la G.P.U.: Amigo íntimo y personal de los prohombres de la Revolución de Octubre en Rusia, había trabajado con ellos desde la fundación de la Internacional Sindical Roja como uno de los Secretarios de esta organización. Muerto Lenin no disimuló sus simpatías hacia Trotski. Los rumbos de la política staliniana no le convencían y expresó públicamente su desacuerdo. Poco después de vencida la oposición en el Partido bolchevique, Nin era tildado de renegado y expulsado de la Unión Soviética. Al proclamarse la República en España regresó a ella, y, juntamente con los ex comunistas que habían organizado el Blo que Obrero y Campesino, dio creación al Partido Obrero de Unificación Marxista (P.O.U.M.). El órgano de expresión de este partido, «La Batalla», era un grito antistalinista en la agitada y revolucionaria España. El P.O.U.M. no era un gran movimiento, pero la voz de Nin y de la mayoría de sus dirigentes tenía indudable repercusión en algunos núcleos del proletariado catalán y, sobre todo, fuera de nuestras fronteras. De cualquier manera, inquietaban a Moscú más que a nosotros mismos. El momento era propicio. La guerra permitía a la G.P.U. trabajar libremente en la España republicana y los hombres de Orlov habían montado un aparato policiaco como si señorearan territorio conquistado. Las razzias de poumistas se encaminaban a demostrar que en Rusia y fuera de ella los amigos de Trotski, Zinoviev, Kamenev, Bujarin, etcétera, eran una banda de contrarrevolucionarios, agentes del fascismo, enemigos del pueblo y traidores a la patria, a los que se hacía indispensable fusilar en cualquier país o latitud. Que los recelosos arrumbaran sus reparos: No era la fobia personal de Stalin la que exterminaba a la vieja guardia. El caso de España lo demostraba. Allí, en un país democrático, regido por un Frente Popular, se les desenmascaraba y se les ejecutaba también por traidores. La «razón» política se me alcanzaba fácilmente. Lo que no imaginaba — no tardaría mucho en saberlo— era hasta qué metas de criminalidad eran capaces de llegar los esbirros de la G.P.U. en la lucha contra los hombres de la oposición ideológica. Desde el balcón vi acercarse el coche de Togliatti Un minuto después nos decía que en la Embajada no se tenía conocimiento de nada, ni del paradero de Nin, ni tampoco de Orlov. Toda mi inquietud y todo mi nerviosismo estallaron airadamente. Les anuncié que no asistiría al Consejo de Ministros, que no quería ser el saco de los golpes de Orlov y compañía en un asunto que desde el primer momento me había parecido improcedente y turbio. —No dar la cara, rehuir el debate, sería la mayor torpeza. Eludan el caso concreto de Nin y háganse fuertes en la existencia de las pruebas que demuestran que los dirigentes del P.O.U.M. estaban en contacto con el enemigo. No acudan al terreno de ellos; planteen el debate en torno a la existencia o inexistencia de una organización de espionaje. Demostrado, como es posible demostrar que ésta existe, el escándalo por el paradero de Nin pierde vigor. Y cuando Nin aparezca será ya reo de traición. Por esta explicación de Togliatti deduje que él sabía ya toda la trama de Orlov, y que su visita a la Embajada no había sido ociosa. Nin estaba secuestrado y lo entregarían cuando el «affaire» tuviera estado oficial. Cierta parte de mis temores se disiparon. Y aunque el plan de Togliatti no era muy grato para mí, me dispuse a seguirlo en la reunión ministerial. «Al fin —me dije— los jueces se encargarán de averiguar lo que haya o no de cierto en toda esta trama gepeuista. A las cuatro de la tarde comenzaron a llegar los coches ministeriales al edificio gris de la presidencia.

 

EN EL CONSEJO DE MINISTROS

* En el saloncillo de terciopelos mustios y fríos desconchados, los periodistas saludaban a los ministros. —¿Qué sabe usted de Andrés Nin? —me preguntó uno de ellos. Con un gesto evasivo eludí la respuesta y entré a la Sala del Consejo. En la mesa ovalada de las reuniones ministeriales, las cajas de nogal con cigarrillos, las bomboneras, las jarras de agua, los anchos blocks y las abultadas carteras de marroquín. En el ceño de algunos ministros el presagio de la tormenta. Al declarar el Presidente abierta la reunión, el ministro de la Gobernación, Zugazagoitia, pidió la palabra para una cuestión previa. Con razonamiento incontrovertible, argumentación firme y respetuosa forma, Zugazagoitia relató cuanto sabía del «caso Nin» y de sus compañeros «detenidos, no por las autoridades de la República, sino por «un servicio extranjero» que actuaba, a lo que se veía, omnímodamente en nuestro territorio, sin otra ley que su voluntad, ni más freno que el de su capricho». —Desearía saber —concluyó diciendo— si mi jurisdicción como ministro de la Gobernación está determinada por la misión de mi cargo o por el criterio de ciertos «técnicos» soviéticos. Nuestro agradecimiento a este país amigo no debe obligarnos a dejar jirones de dignidad personal y nacional en las encrucijadas de su política. Y habló Prieto. Y habló Irujo. Sus palabras eran la protesta airada contra la intromisión y el atropello soviético en nuestra tierra. La dignidad de su hombría y de su españolidad se sublevaban contra los desmanes de los «tovarich», quienes a cambio del suministro de armas sé creían en el derecho de vejarnos y hasta gobernarnos. En sus palabras había anuncio de dimisión antes que convertirse en «hombres de paja». Y hablaron Velao y Giner de los Ríos. Hablaron todos. Reclamaban a Nin y pedían la destitución del coronel Ortega, cómplice visible y directo, aunque inconsciente, en los atropellos de Orlov. Hablamos los dos ministros comunistas. Nuestra argumentación era pobre y descolorida. Nadie creyó en nuestra sinceridad cuando declarábamos ignorar el paradero de Andrés Nin. Defendimos la presencia de los «técnicos» y «consejeros» soviéticos como la expresión de la ayuda «desinteresada» y «solidaria» que nos prestaban los rusos y que fue aceptada por anteriores Gobiernos. Expusimos una vez más lo que significaban para nuestra guerra los suministros de armas de la U. R. S. S. y el apoyo que en el orden internacional nos prestaba la Unión Soviética. Como a pesar de todo, el ambiente seguía siéndonos hostil y los ceños se mantenían fruncidos, transigí con la destitución del coronel Ortega —chivo expiatorio—por extralimitarse en su función y no haber informado a su debido tiempo al ministro; pero amenacé con hacer públicos todos los documentos comprometedores del P.O.U.M. y también los nombres de cuantos dentro y fuera del Gobierno, «por simples cuestiones de procedimiento», amparaban a los espías de ese Partido.
El recurso era demagógico y desleal, pero no vacilé en emplearlo. Negrín, conciliador, propuso al Consejo dejar el debate en suspenso hasta conocer todos los hechos y tener las pruebas de que hablábamos los ministros comunistas y en espera de que el ministro de la Gobernación pudiera darnos noticias concretas del paradero de Andrés Nin. El primer temporal, el más peligroso, lo habíamos capeado. Al salir del Consejo Uribe me decía: —Has estado muy hábil en esa combinación de concesiones y amenazas. Mi pírrica victoria me producía tales náuseas que me daban ganas de vomitar.

 

Tardamos dos o tres días más en saber algo concreto sobre Andrés Nin. Nuestra organización de Madrid nos comunicó que Nin se encontraba en Alcalá de Henares, en una prisión particular que utilizaban Orlov y su banda. Planteada la cuestión a la delegación soviética se nos dijo por ésta que, efectivamente, acababan —¡qué casualidad!— de tener noticias de que Nin había pasado por Valencia, sin detenerse, en dirección a Madrid; que Orlov pensaba llevarlo directamente a la Prisión Celular de Madrid, pero que tuvo temores de una evasión del reo y que optó por meterle en los calabozos de su Cuartel General en Alcalá hasta la llegada del grueso de los detenidos, quienes deberían ser trasladados de la cárcel de Valencia a la de Madrid. Como habíamos previsto Díaz y yo, el escándalo político en torno a las detenciones de los dirigentes del P.O.U.M. se transformó en una enconada lucha política contra nuestro Partido y contra el mismo Negrín. Socialistas, caballeristas, anarquistas, sindicalistas y aunque más tenuemente, también los republicanos, coincidieron en denunciar ante la opinión pública nacional y extranjera el atentado al derecho de gentes y a las leyes democráticas del país, los arrestos ilegales de Nin, Andrade, Gorkín, Arquer, Bonet y demás dirigentes del P.O.U.M. Todos ellos exigían la libertad inmediata de los detenidos, y como una consigna formulaban la pregunta: «¿Dónde está Nin?».

Caníbales Políticos

* Del crimen de Andrés Nin no fueron responsables solamente los autores materiales del hecho; los fuimos todos cuantos por sumisión o por temor a Moscú, pudiéndolo haber impedido, con nuestra conducta lo facilitamos. Después, la conciencia de nuestra complicidad silenció las lenguas o, como en nuestro caso, añadió la infamia al crimen. Las paredes de España se llenaron de preguntas que el pincel clandestino pintaba arriesgando la vida del autor: «¿Dónde está Nin?» Y buscando el ripio de la consonante, nuestras tropillas de Agit-Prop escribían debajo la injuria sangrienta: «¡En Salamanca o en Berlín!» ¿Sabía el Presidente, sabía el ministro de la Gobernación, sabía el ministro de Justicia dónde estaba encerrado Andrés Nin? Si nos atenemos al testimonio de uno de los procesados, de Julián Gorkín, en su libro «Caníbales Políticos», en la página 159 encontramos esta conversación con Garmendia, Inspector General de Prisiones de Madrid, perteneciente al Partido católico vasco y amigo personal del ministro de Justicia, don Manuel Irujo, a quien el Gobierno había encargado el traslado de los detenidos del P.O.U.M. de Madrid a Valencia. Dice así: «Me lleva (Garmendia) aparte y mantenemos una interesante conversación. —»Nada teman —dice—. Llegarán ustedes vivos a Valencia. Se lo he prometido al Gobierno. Les acompañará un capitán de Asalto de toda mi confianza al mando de cincuenta números. No van para vigilarles, sino para protegerles. »Se muestra muy interesado por conocer nuestras posiciones políticas. Después me dice en tono sincero: —»Conozco a fondo el asunto de ustedes. No creo que les pase nada. El ministro de Justicia está dispuesto a dimitir antes que permitir que se cometa con ustedes un crimen político. »Le pregunto por Andrés Nin. Me confía: —»El Gobierno me tiene ordenado que descubra su paradero. Tomaría ahora mismo mi auto y pararía a la puerta del edificio donde se encuentra. Pero para rescatarle necesitaría unas fuerzas militares que el Gobierno se niega a poner a mi disposición.

—»¿Por qué? —»Teme, quizá, las consecuencias. Habría que librar una verdadera batalla con otras fuerzas militares. Usted quizá no sospecha todo lo que hay detrás del asunto del P.O.U.M.» Si este relato es verídico, el Gobierno pudo y no quiso, o no se atrevió, a rescatar a Nin. Me inclino a creer que no se atrevió. Era mucho el peso de la «ayuda» soviética en la voluntad de los ministros, y era mucha la osadía y el descaro con que procedían los agentes de la policía de Stalin en España. En el mismo libro, página 170, Gorkín relata un hecho revelador del poderío de la G.P.U. en España: «Nuestros compañeros de la calle han solicitado por seis veces del ministro de la Gobernación, la libertad de dos militantes contra los que no aparece cargo alguno. Seis veces les ha sido prometida por Julián Zugazagoitia. Otras seis, nos consta, ha sido ordenada por él. La última exclamó, en presencia de los solicitantes: «¡A ver si la sexta vez me hace caso el portero!» Esta exclamación del ministro —comenta el autor— refleja todo el drama de la España actual. ¿Qué pinta un ministro al que no le hace caso el portero? ¿A quién obedece éste? ¿Por qué no lo destituye el ministro? Y si no es capaz de destituirle, ¿por qué no dimite él?»

 

TORTURAS Y ASESINATO

* Andrés Nin, el antiguo amigo de Lenin, de Kamenev, Zinoviev y Trotski, fue asesinado en España por la misma mano que en Rusia había exterminado físicamente a toda la vieja guardia bolchevique. El crimen fue así: Orlov y su banda secuestraron a Nin con el propósito de arrancarle una confesión «voluntaria» en la que debería reconocer su función de espía al servicio de Franco. Expertos los verdugos en la ciencia de «quebrar» a los prisioneros políticos, en obtener «espontáneas» confesiones, creyeron encontrar en la enfermiza naturaleza de Andrés Nin el material adecuado para brindar a Stalin el éxito apetecido. En días sin noche, sin comienzo ni fin, en jornadas de diez y veinte y cuarenta horas ininterrumpidas, tuvieron lugar los interrogatorios. Quien de ello me informó tenía sobrados motivos para estar enterado. Era uno de los ayudantes de más confianza de Orlov, el mismo que había luego de ponerme en antecedentes sobre el proyecto de asesinato de Indalecio Prieto. Con Nin empezó empleando Orlov el procedimiento «seco». Un acoso implacable de horas y horas con el «confiese», «declare», «reconozca», «le conviene», «puede salvarse», «es mejor para usted», alternando los «consejos» con las amenazas y los insultos. Es un procedimiento científico que tiende a agotar las energías mentales, a desmoralizar al detenido. La fatiga física le va venciendo, la ausencia del sueño embotándole los sentidos y la tensión nerviosa destruyéndole. Así se le va minando la voluntad, rompiéndole la entereza. Al prisionero se le tienen horas enteras de pie, sin permitirle sentarse hasta que se desploma tronchado por el insoportable dolor de los riñones. Alcanzado este punto, el cuerpo se hace espantosamente pesado y las vértebras cervicales se niegan a sostener la cabeza. Toda la espina dorsal duele como si la partieran a pedazos. Los pies se hinchan y un cansancio mortal se apodera del prisionero, que ya no tiene otro afán que el de lograr un momento de reposo, de cerrar los ojos un instante, de olvidarse de que existe él y de que existe el mundo. Cuando materialmente es imposible proseguir el «interrogatorio», se suspende. El prisionero es arrastrado a su celda. Se le deja tranquilo unos minutos, los suficientes para que recobre un poco su equilibrio mental y comience a adquirir conciencia del espanto de la prolongación del «interrogatorio» monótono, siempre igual en las preguntas e insensible a las respuestas que no sean de plena inculpación. Veinte o treinta minutos de descanso son suficientes. No se le conceden mas .Y nuevamente se reanuda la sesión. Vuelven los «consejos», vuelve el tiempo sin medida en que cada minuto es una eternidad de sufrimiento y de fatiga, de cansancio moral y físico. El prisionero acaba desplomándose con el cuerpo invertebrado. Ya no discute, ni se defiende, no reflexiona, sólo quiere que le dejen dormir, descansar, sentarse. Y se suceden los días y las noches en implacable detención del tiempo. Del prisionero se va apoderando el desaliento, produciendo un desmayo en la voluntad. Sabe que es imposible salir con vida de las garras de sus martirizadores y su anhelo se va concentrando en un irrefrenable deseo de que le dejen vivir en paz sus últimas horas o de que lo acaben cuanto antes. «¿Quieren que diga que sí? Quizá admitiendo la culpabilidad me maten de una vez.» Y esta idea comienza a devorar la entereza del hombre. Andrés Nin resistía increíblemente. En él no se daban, los síntomas de ese desplome moral y físico que llevó a algunos de los más destacados colaboradores de Lenin a la inaudita abdicación de la voluntad y firmeza revolucionarias, a esa absurda consideración de que «Stalin es un traidor, pero Stalin no es la revolución, ni es el Partido y, puesto que mi muerte es inevitable, voy a hacer el último sacrificio a mi pueblo y a mis ideales, declarándome contrarrevolucionario y criminal, para que viva la revolución». ¡Con qué asombro el mundo entero escuchó a estos prohombres de la revolución rusa infamarse hasta la abyección, sin que de sus labios saliera una palabra condenatoria para el estrangulador de esa misma revolución que con su silencio querían salvar! Se ha hablado de drogas especiales cuyo secreto poseen los rusos. No creo en tal versión. De no admitir esa desquiciada idea de «servir a la revolución» in artículo mortis, creería, sí, en el juego de ciertas consideraciones humanas que llevan al hombre que se sabe definitivamente perdido, a tratar de salvar a sus hijos o a su esposa o a sus padres de la venganza del tirano, a cambio de su «confesión». Nin no capitulaba. Resistía hasta el desmayo. Sus verdugos se impacientaban. Decidieron abandonar el método «seco». Ahora sería la sangre viva, la piel desgarrada, los músculos destrozados, los que pondrían a prueba la entereza y la capacidad de resistencia física del hombre. Nin soportó la crueldad de la tortura y el dolor del refinado tormento. Al cabo de unos días su figura humana se había convertido en un montón informe de carne tumefacta. Orlov, frenético, enloquecido por el temor al fracaso, que podía significar su propia liquidación, babeaba de rabia ante aquel hombre enfermizo que agonizaba sin «confesar», sin comprometerse ni querer comprometer a sus compañeros de Partido, que con una sola palabra suya hubieran sido llevados al paredón de ejecución, para regocijo y satisfacción del amo de todas las Rusias. Se extinguía la vida de Nin. En la calle de la España leal y en el mundo entero arreciaba la campaña exigiendo el conocimiento de su paradero y su liberación. No podía prolongarse durante mucho tiempo esa situación. Entregarlo con vida significaba una doble bandera de escándalo. Todo el mundo hubiera podido comprobar los espantosos tormentos físicos a que se le había sometido y, lo que era más peligroso, Nin podía denunciar toda la infame trama montada por los esbirros de Stalin en España. Y los verdugos decidieron acabar con él.

 

Y LUEGO EL «AGIT-PRO»

Los profesionales del crimen, pensaron en la forma. ¿Rematarle y dejarle tirado en una cuneta? ¿Asesinarle y enterrarle? ¿Quemarle y aventar sus cenizas? Cualquiera de esos procedimientos acababa con Nin, pero la G.P.U. no se libraría de la responsabilidad del crimen, pues era notorio y público que era ella la autora del secuestro. Había, pues, que buscar un procedimiento que, al mismo tiempo que liberaba a la G.P.U. de la responsabilidad de la «desaparición», inculpara a Nin, demostrando su relación con el enemigo. La solución, al parecer, la ofreció la mente encanallada de uno de los más desalmados colaboradores de Orlov, el «comandante Carlos» (Vittorio Vidali, como se llama en Italia o Arturo Sormenti y Carlos Contreras, como había hecho y se hacía llamar en México y en España). El plan de éste fue el siguiente: Simular un rapto por agentes de la Gestapo camuflados en las Brigadas Internacionales, un asalto a la casa de Alcalá, y una nueva «desaparición» de Nin. Se diría que los nazis lo habían «liberado», con lo cual se demostrarían los contactos que Nin tenía con el fascismo nacional e internacional. Mientras tanto a Nin se le haría desaparecer definitivamente y, para no dejar huella, se le tiraría al mar. La infame tramoya era burda, pero ofrecía una salida. Un día, aparecieron amarrados los dos guardianes que vigilaban al prisionero en la casa de Alcalá de Henares (dos comunistas con carnet de socialistas); declararon éstos que un grupo como de diez militares de las Brigadas Internacionales, que hablaban alemán, habían asaltado la casa, les habían desarmado y amarrado, habían abierto la celda del prisionero y se lo habían llevado en un automóvil. Para dar más visos de realidad al siniestro folletín, en el suelo de la habitación de Nin se encontró tirada su cartera conteniendo una serie de documentos que demostraban sus relaciones con el servicio de espionaje alemán. Para que nada faltase hasta se encontraron algunos billetes de marcos alemanes. Tres preguntas son suficientes para poner al desnudo la infame mentira de la historia inventada por la banda de Orlov. Si la escritura que aparecía en el dorso del plano milimetrado del ingeniero Golfín correspondía a la caligrafía de Nin, ¿por qué no entregarle a las autoridades juntamente con la prueba? ¿Para qué se precisaba otra? Si se torturó bestialmente a Nin para arrancarle una confesión que le comprometiera ¿cómo se explica que pasara desapercibida para la G.P.U. la existencia de una cartera llena de pruebas de espionaje, que después aparece tirada en el suelo del calabozo, y cómo a Nin no se le ocurrió destruir esas pruebas? Si la casa-prisión de Alcalá de Henares estaba tan custodiada que Garmendia, inspector general de Prisiones en Madrid, declaraba que no rescataba a Nin de su encierro porque el Gobierno se negaba a facilitarle la fuerza necesaria, pues tendría que librar una batalla con los rusos, ¿cómo se explica que sólo ocho o diez hombres la asalten tranquilamente, sin disparar un tiro, que penetren impunemente hasta donde están los guardianes, los reduzcan y se lleven al preso?

Por la versión de quien mantenía contacto directo con Orlov pude más tarde reconstruir estos hechos. Pero del asesinato de Andrés Nin tuve la certidumbre plena al día siguiente de consumado el crimen. La compañera X me hizo saber que había transmitido un mensaje a Moscú en el cual se decía: «Asunto A. N. resuelto por procedimiento A.» Las iniciales coincidían con las de Andrés Nin. El procedimiento «A» ¿qué podría ser? La absurda versión del «rapto» por agentes de la Gestapo delataba el crimen de la G.P.U. Luego la «A», en el código de la delegación soviética, significaba muerte. De no haber sido así, la delegación, esto es, Togliatti, Stepanov, Codovila, Gueré, etc., hubieran transmitido cualquier cosa menos la de «asunto resuelto». El proceso que se siguió contra los demás dirigentes del P.O.U.M. fue una grosera comedia montada sobre papeles falsificados y declaraciones arrancadas a miserables espías de Franco, a quienes se prometía salvar la vida (después eran fusilados) si declaraban que habían mantenido contacto con los hombres del P.O.U.M. Magistrados y jueces condenaron porque tenían que condenar y porque les ordenaron que condenasen. Las «pruebas», en cuya «elaboración» documental intervino muy activamente W. Roces, resultaron tan huecas y falsas que ninguno de ellos pudo ser llevado al paredón de ejecución (a pesar de haberse editado un libro con todos los documentos del supuesto espionaje, libro prolongado por José Bergamín), y unos fueron puestos en libertad y otros condenados a penas no mayores de 15 años «por la participación de los procesados en la sublevación anarco-poumista del 5 de mayo de 1937 en Barcelona», movimiento en el que el P.O.U.M. nunca había negado su participación activa. El derrumbe de Cataluña facilitó la liberación de todos los condenados.

 

 

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Por la transcripción

Julio MERINO

Autor

Julio Merino
Julio Merino
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.

Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.

Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.

En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.

En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.

Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.

Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.