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La Taromaquía es cultura. Por Rafael López
Las corridas de los toros solamente en el coño de las vacas. Por Luys Coleto
El alacre y alborozado bicho, tras cuarenta y ocho horas, encerrado, a oscuras, sin saberlo, sale a morir. Vio luz, se aturdió, creyó recuperar la libertad. Equivocado, principia su agónico tormento. Y antes de los tercios, la divisa. Arponazo a la altura de la escápula, instante singularmente cobarde. Primer aguijonazo, equivalente a una aguja de ganchillo clavada en cualquier ser humano. La divisa, primera técnica de debilitamiento y sometimiento del indefenso herbívoro cuadrúpedo. Humillar al toro, de eso se trata.
Los tercios, técnicas de tortura y sistemática humillación
Dan comienzo los tercios. El primero, con el agravante de utilizar otro bicho noble, el caballo. El alanceado, los reiterados puyazos, al modo de puñales y sierras, penetrando inmisericordes en el cuerpo del inerme animal. Atroces desgarros musculares, profusas hemorragias, lesiones pulmonares en tantas ocasiones. Prosigue la humillación. El sufrimiento innúmero.
Mientras, asombro, el caballo no relincha. Nunca lo hacen. A los venerables équidos se les arrancan las cuerdas vocales. Los «sensibles» taurinos prefieren ahorrarse tal espectáculo de encabritados y dolientes relinchos. Dos viles torturas en una: contra caballo, contra toro. Agreguen, además, la «ventanita» en el dorsal opuesto a la embestida, aguijoneando los ijares del caballo, evitando la posibilidad de la imposible huida.
Segundo tercio. Tres pares de banderillas. Más garrote. Más suplicio. Más arponazos. Más deterioro – físico y psíquico- del animal que continuará preguntándose, aún, el porqué de tamaños grados de crueldad y degradación humanas. Tercio final. Suerte de espadas. Los pulmones, tráqueas, bronquios, jodidísimos. Eviscerando, heridas desahuciadas. El estoque. El «valiente» lo remata. El torero no se enfrenta jamás al toro en su plenitud, sino tras media hora de espeluznantes torturas. Lo tiene más fácil, el bicho antes de la estocada final, un guiñapo. Y luego, la puntilla.
Martirio, sadismo, barbarie
Martirio sadismo, barbarie. Actos de violencia gratuita. Disfrutar y solazarse con la bárbara representación pública de sistemáticas sevicias infligidas a un ser vivo, a un mamífero, a un ser sintiente, a un ser cuyos sistema nervioso y límbico se asimilan a los nuestros, a una criatura tan de Dios como cada uno de nosotros. Maltratar por diversión.
La etología lo confirma. El toro, presa de un miedo atroz, padece espeluznante sufrimiento psíquico. El cortisol, la hormona del estrés, por las nubes. Pero también la glucosa, la urea y la creatinina, indicadores del quehacer renal, van revelando un progresivo menoscabo hepático. El toro sufre una situación de ansiedad generalizada cuando se encuentra en situaciones de absoluta indefensión, como es el caso, sin capacidad de resolverla de ninguna manera. Obvio.
Felicidad taurina, follar vacas y comer hierba
Ellos, felices mascando hierba y empotrando a las vacas más monas. Luego, los críos. Y la especie se perpetúa. Y te dicen que esa especie solo tiene sentido si es mortificada. Vive Dios qué sandez. Y de repente, raptados. Dirigidos a su próximo final. Padecerán una muerte indigna. Nadie desearía óbito semejante.
Se acabó la beatífica y venturosa cópula. Transporte posterior, aislamiento, hambre y sed a los que son sometidos, partiendo de que, el simple hecho de sacarlos de su ambiente natural provoca en ellos una intensísima sensación de pánico que provoca respuestas orgánicas que transitarán de fisiológicas a patológicas, dada su connatural inhabilidad para adaptarse a estas nuevas circunstancias. En la plaza, más adelante, brotarán en él agudísimas sensaciones de pánico al hallarse en un lugar extraño y muy ajeno, muy hostil, expuesto a la tétrica novedad de un ambiente tan desagradablemente estridente.
Ni tradición, ni arte, ni cultura
En nombre de la tradición. Tradición rima con maldición y traición (a la patria, por ejemplo). Tradición, maldición y traición. Las tradiciones mutan. Las hay buenas, malas y regulares. Cualquier sociedad sana se queda con las nobles y justas y desecha las indecentes e impúdicas. En nombre de la tradición se descartan los actos bárbaros. La evolución humana, ética. Jamás tecnológica. Fundamento de la vida ética buena, bendita eudamonia: empatía. Ponerse en la piel de otro. De su sufrimiento. Del dolor padecido por los miembros de tu especie. Pero la empatía traspasa el tantas veces difuso limes tu propia especie.
Otros hablan de arte y cultura. El arte y la cultura de la crueldad. Ambos, arte y cultura, ennoblecen el alma, jamás la envilecen. Si los toros son cultura, el canibalismo es gastronomía. Algunos apelan a la economía. Rústica y simplona coartada tras la defensa de los actos de tortura taurina, prevaleciendo discutibles intereses pecuniarios de unas minorías muy bien posicionadas, siempre magníficamente privilegiadas por el establishment de turno. Y otros invocan a la patria. Por supuesto, me lo has puesto a huevo. Vergüenza nacional.
Las corridas y el Toro de La Vega de Tordesillas
«Pero, Luys, no es comparable, una corrida con Tordesillas». Ejem, ejem. Nada claro lo tengo. Capa y capuz devienen finísimos confines. Conozco taurinos que despreciaban el Toro de La Vega. Degradada chusma alcoholizada, basurienta turbamulta dizque humana, cientos de fulanos hostigando a un pobre bicho solitario y acorralado, indefenso y asustado, enloqueciendo con el hedor de la sangre del animal, acuchillándolo durante casi una hora. Los machos del pueblo alanceándolo, las hembras con las bragas mojadas por la “heroicidad” de sus maromos.
¿Diferencias entre la tauromaquia y las bárbaras y salvajes fiestas de los pueblos? Viviendo en Lequeitio, asistí al conmovedor cinco de septiembre del Antzar Eguna, la lekittarra decapitación del ganso tras el paso de la chalupa. Desde hace un tiempo, pedazo magnánimos, el ganso se halla muerto. Antaño, no.
Tauromaquia, giro de tuerca a la barbarie
¿Distingos entre las bestialidades acaecidas, generalmente en plena canícula, y las corridas? Rememoro algunas, además de la citada en mi tierra vasca. Colgarse brutalmente de un caballo, clavar dardos a un toro, tirarse ratas tras liquidarlas, disparar codornices o lanzar una cabra desde el campanario. Son innúmeros ejemplos de crueldad humana ejercida contra animales indefensos. Pues va a ser que no. Los argumentos de aquellos que desempatan una y otra crueldad, organizada e institucionalizada, no me resultan singularmente persuasivos.
Tauromaquia, grosso modo, legalizada e inmoral masacre arrebujada bajo briosos bravos y repugnante jolgorio, cuchipanda subvencionada con nuestros expoliados impuestos e impuesta, en gran parte, por una caterva de sádicos. Muy privilegiados, dichos sádicos, por el repulsivo narcorrégimen pedófilo del 78. Joer, siempre acabamos volviendo a lo mismo. En fin.
Autor
- Nacido en Bilbao, vive en Madrid, tierra de todos los transterrados de España. Escaqueado de la existencia, el periodismo, amor de juventud, representa para él lo contrario a las hodiernas hordas de amanuenses poseídos por el miedo y la ideología. Amante, también, de disquisiciones teológicas y filosóficas diversas, pluma y la espada le sirven para mitigar, entre otros menesteres, dentro de lo que cabe, la gramsciana y apabullante hegemonía cultural de los socialismos liberticidas, de derechas y de izquierdas.
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