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La búsqueda del absoluto es la búsqueda de aquello que Jakob Böhme denominó como “Mysterium Magnum” o Gran Misterio: un abismo del que nacería la vida. Lo que, proyectado en términos de civilización, recibiría el nombre de “mito fundacional” a partir del que se fundamenta toda una cosmovisión. Desde el otro polo de la filosofía, el solar, su mayor representante y en buena medida fundador, Platón, habla por medio de Sócrates, en términos muy similares, acerca de ese conocimiento que procede de una carencia: “También respecto a los poetas me di cuenta, en poco tiempo, de que no hacían por sabiduría lo que hacían, sino por ciertas dotes naturales y en estado de inspiración como los adivinos y los que recitan los oráculos. En efecto, también éstos dicen muchas cosas hermosas, pero no saben nada de lo que dicen”. El origen de ese eje vacío es el Misterio del que procedemos y al que nos dirigimos en busca de sentido. Y cuando hablamos de búsqueda del absoluto hablamos en términos muy literales. O, ¿qué otra cosa era ese Grand Tour protagonizado por Johann Wolfgang von Goethe y tantos otros desde el Norte y hacia el Sur en busca de la belleza? Recordemos, en ese sentido, que Lord Byron peregrinó a Armenia en busca de rastros físicos del Paraíso Perdido. Contra el hombre sin atributos o hombre de la multitud, el viajero que se dirige hacia una Verdad única trazando un viaje particular único e insustituible. Lo importante es el viaje, al decir de Kavafis, no porque el Destino, esto es, la Verdad a través de la Belleza, sea una entelequia; sino porque recorriendo el camino es como realizaremos el autodescubrimiento que otorga sentido a la existencia.

La distancia entre ficción y realidad es la misma que hay entre dignidad y biología. Para Nick Land, “La hiperstición (o hiper-superstición) es un conjunto de circuitos positivos de retroalimentación que incluyen a la cultura como componente. Pueden ser definidas como la (tecno)ciencia experimental de profecías autocumplidas. Las supersticiones no son más que creencias falsas, pero las hipersticiones funcionan causalmente para crear su propia realidad. Son producciones semióticas que se vuelven reales a sí mismas”. Lo que nos lleva directamente a una cita de Ezra Pound: “No hay misterio alguno en mi obra, no es ni más ni menos que el cuento de la tribu”. Concebido para encarnarse, morir y resucitar. Comenzando por el propio Jesús de Nazaret, el imaginario social está compuesto por mitos como forja de la realidad social: se trata del poder (auto)profético de la ficción. Por lo tanto, descomponer la realidad equivale a descomponer las múltiples ficciones —en nuestra sociedad: redes sociales, publicidad, medios de comunicación, etcétera— que la conforman. Para llegar, finalmente, a su núcleo incontaminado: el Caos que todos los relatos, con su vocación ínsita de Orden, pretenden disimular. La Realidad, hoy más que nunca, es un Simulacro; y la Mitología, en términos de Land, una Hiperstición; entonces, ¿qué diferencia aquello que es verdadero de lo que no lo es? Muy sencillo: la aceptación del caos como momento primero de la Creación.

¿Acaso no anticipa el cómic Watchmen (1986-87) de Alan Moore al 11S? ¿Ni la película Stalker (1979) de Andrei Tarkovsky al desastre de Chernóbil? El poeta maldito que se embriaga con la absenta, a la manera de Charles Baudelaire, o que se evade de la percepción estándar de la realidad con opio, siguiendo la estela de Thomas de Quincey; y pasea, en calidad de flâneur, ejerciendo así su libertad en grado extremo, como se encarga de explicar con brillantez José Sánchez Tortosa: “Vagar sin rumbo es la materialización de la libertad, que sólo es posible como liberación de toda finalidad”. Algo también señalado por Lars Iyer en su novela Éxodo: “Yo soy un caminante hindú, dice W., para quien el caminar no es político, sino única y exclusivamente cosmológico”. El consumo de alucinógenos para tener visiones, tan común ya en los simbolistas y surrealistas pero posteriormente extendido a partir de la Beat Generation y la entrada definitiva en la posmodernidad, se encontraba ya en el origen cultural europeo, como escribe Robert Graves: “El culto dionisíaco secreto a los hongos fue copiado por los aqueos de Argos de los nativos pelagasos. Al parecer, los centauros, sátiros y bacantes de Dioniso comían ritualmente una seta moteada llamada amanita muscaria que les daba una enorme fuerza muscular, vigor erótico, visiones delirantes y el don de la profecía. Los participantes en los misterios eleusinos, órficos y otros semejantes pueden haber conocido también el panaeolus papilionaceus, un pequeño hongo de estiércol que todavía utilizan las brujas portuguesas y que ejerce el mismo efecto que la mezcalina”. Si Walter Benjamin supo extraer las consecuencias lógicas de la revolución industrial en la estética (la pérdida de aura, esto es, de lo sagrado, por parte de la obra) y en la antropología (la pérdida de individualidad por parte del sujeto); los “psicogeógrafos” que, como el antes citado Alan Moore, han venido después, han sabido extraer las consecuencias mágicas, esto es, trascendentes, que tiene ese vagar en cuanto que acto místico de reafirmación existencial y de arraigo con el pasado.

Según Guy Debord “la psicogeografía propondría el estudio de las leyes exactas y de los efectos precisos del entorno geográfico, planificados conscientemente o no, que afectan directamente al comportamiento emocional de los individuos”. Para Iain Sinclair, uno de sus mayores representantes, “la psicogeografía es la exploración lúcida y perspicaz del entorno urbano por el afán de descubrir el trasfondo mágico del espacio y la arquitectura que lo articula”. Superposición de distintas capas en un mismo territorio. Arraigo en tiempos de desarraigo. Cuando nos desplazamos y vagamos sin rumbo concreto, estamos viajando en el espacio pero también en el tiempo. Igual que la realidad psicológica influye de manera determinante en la forma en que entendemos la geografía que nos contiene y circunda; el propio espacio determina, con sus paisajes naturales o sus construcciones humanas, nuestro estado mental. Estamos hablando de una psicología profunda que sale del yo y de lo común para mejor entrar en lo trascendente: a través del espacio o a través de la ficción.

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La senda filosófica de la Modernidad tiene su correlato en la experiencia concreta de cada hombre y cada mujer que ha de recorrer su propio camino. Escoger el camino gregario supone volver a la lógica tribal exotérica. Escoger el camino esculpido en la voluntad de poder propia, el camino esotérico del ser, supone erigirse como el protagonista de tu propia existencia. En la misma línea que comprende a Nick Land o a Mark Fisher caben muchos otros nombres: Thomas Frank, Ray Brassier, Sadie Plant, Simon Reynolds, Greil Marcus, John Higgs, Graham Harman, Iain Sinclair, Stewart Home,  Ian Hamilton Grant o Reza Negarestani. También algunos de los grandes escritores europeos de las últimas décadas, tales como W.G. Sebald, Roberto Calasso, Rafael Argullol, Mathias Enard, Claudio Magris o Antonio Prieto, entre otros tantos, han consagrado su narrativa a trenzar el presente con el pasado y el futuro, solidificando en un verdadero ejercicio alquímico, los distintos espacios y tiempos anteriormente dispersos, a través del ejercicio del viaje y la lectura, por medio de la palabra.

Todo viaje iniciático es también un trayecto anagógico. Y viceversa. En la vida como en la literatura: la estancia, bajo la apariencia de un sueño, de Dante en el Infierno es eso; la catábasis de Don Quijote a la Cueva de Montesinos, otro tanto. Son los diagramas gnósticos que, según la interpretación de Ignacio Gómez de Liaño, Giordano Bruno convirtió en itinerarios. La subida al Monte Carmelo de Juan de la Cruz o el viaje tras Eurídice protagonizado por Orfeo, otro tanto. Noches oscuras del alma. Las imágenes son arcanos, mitologemas, arquetipos, tomados en su forma más brutal. La música permite una forma más perfecta de expresión y la hondura de su transcripción literaria carece de parangón. Sin embargo, el Arte de la Memoria tiene una vinculación claramente icónica que tiempo después supieron rastrear estudiosos como Aby Warburg o Frances Yates. Podemos decir que Giordano Bruno es, en muchos sentidos, el más claro precedente de la psicogeografía. Hay muchos otros: el poeta toscano Dante Alighieri, el científico sueco Emanuel Swedenborg o incluso el propio profeta Mahoma son algunos ejemplos. Siempre tiene que existir un intermediario, psicopompo o hierofante en este tipo de casos astrales, como es el caso del Virgilio dantesco o del Buraq mahometano. Son viajes físicos pero, por encima de todo, revelan estados del espíritu a los que podemos llamar “psicología profunda” o, simplemente, magia.

Para Giordano Bruno, el Universo es una realidad de extensión infinita compuesta por Materia y Espíritu. El “Anima Mundi” o Alma del Mundo es el principio de vida supremo y el sentido de la vida humana dentro de él es la búsqueda de conocimiento. El grado máximo del conocimiento lo ostenta el mago que, como el propio Bruno, se distingue por exhibir un dominio de la técnica y de la naturaleza mediante el cual puede hallar lo que de maravilloso hay en lo psíquico. Así, la realidad es dividida en tres planos: arquetípico, físico y racional. Todo ello no es más que un reflejo de la realidad suprasensible que Bruno presenta según unos parámetros neoplatónicos y plotinianos. Los demonios, según Bruno, tratan de confundir a los hombres a través del empleo de fantasías. Lo hermético, que toma su nombre del dios Hermes que ejercía como mensajero de los dioses, es una respuesta que propone otro tipo de imágenes a modo de contraposición. El dominio mágico de la psique se sustenta precisamente en el ejercicio de trazar un equilibrio entre los distintos planos de la realidad. El espíritu no es el Uno aunque emana de él y debe tender a él, puesto que también es el Ser. Por eso el hombre, según Bruno, debía construir un Ojo Enciclopédico que lo ve todo y que lo es todo, y que alberga el conocimiento exhaustivo del mundo. Algo que, desde una perspectiva del siglo XXI, nos podría hacer pensar en Internet, aunque más bien es lo contrario. El propio Ignacio Gómez de Liaño, el mayor intérprete de Bruno, lo entiende así cuando en su novela Musapol (1999) propone una utopía post-industrial en la que toda una sociedad se rige por los principios del Arte de la Memoria tal y como lo concibieron Quintiliano, Cicerón, Simón de Ceos o Miguel Psellos. Según José Saramago, “Somos cuentos de cuentos contando cuentos, nada. El testamento de las palabras es infinito”. Y lo mismo sucede con las imágenes.

Musapol es una gran novela de ideas publicada en los instantes finales del pasado siglo. En ella, se narra el viaje de dos amigos, Alejo y Jaime, a Siberia dónde desapareció el misterioso Gregorio Salas. Como en otras novelas del autor, la duplicidad de protagonistas en el fondo no hace más que representar dos facetas de una misma persona (algo similar sucede en el cine: de Dead Ringers, de 1988; a There Will Be Blood, de 2007; pasando por The Prestige de 2006). Éste extravagante personajillo, Salas, cuyo nombre nada dirá al lector, es presentado por medio de Alejo —autor, a su vez, de un librillo titulado El arte de los utopianos— a través de una sociedad secreta basada en los escritos atribuidos a Francesco Colonna y está regentada por un tal Celso Álvarez. Gregorio Salas, asimismo, es el inventor de un extraño ingenio, “El juego de las suertes”, basado en los inventos de Giordano Bruno y en los grabados de Athanasius Kircher o de Robert Fludd. Este Gregorio Salas recuerda al pintor aparecido en otra novela de Gómez de Liaño,  Arcadia, así llamado Kabalis. Como decimos, “el juego de las suertes” proyecta ciertas reglas mnemotécnicas y propone una creación literaria radicalmente innovadora, por lo que a su autor se le achacan rasgos de genialidad. Al final del viaje, los dos protagonistas hallan al huido y a la ciudad utópica en que éste habita: Musapol. Dicha ciudad fue creada durante el estalinismo por un tirano que quería llamar a la ciudad Brunogrado y basarla en la filosofía mágica de Giordano Bruno. Los lectores, al igual que Alejo y Jaime, sólo pueden conocer sus rasgos a través de las descripciones de otros alucinados viajeros que ya han estado en ella. El libro acaba en el fondeo de la ciudad, de la que se nos han dado varias pinceladas indirectas.

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Mucho más lejos que cualquier Ojo Enciclopédico real ha ido la ficción, puesto que la literatura es un oficio de tinieblas y una procesión de sombras. Por su parte, Italo Calvino, otro estudioso del Arte de la Memoria, legó con Las ciudades invisibles (1972) un largo poema filosófico en el que a ratos roza el misticismo de los libros más turbadores e indescifrables de la humanidad como el Iching, el TaoTeChing o La Cábala; y a ratos se acerca al Borges más escéptico, dónde todo es juego revestido de una vastísima erudición y una prosa acendrada. En él Marco Polo narra a Kublai Kan distintos viajes fantásticos a través de una gigantesca variedad de ciudades mágicas. Podríamos decir que pertenece a la novela porque como decía Ortega, “en la novela cabe todo”. Pero el lirismo de su obra y lo revolucionario de su composición; las alucinadas metáforas imaginativas que lo pueblan; sus fantasiosos escenarios; su estructura caótica, espontánea, perfecta; su inagotable contenido que se presta a constantes interpretaciones; la multiplicidad de rostros que brinda; su filosofía antediluviana y, al tiempo, de una modernidad rabiosa… Forman un auténtico caleidoscopio que es, sin lugar a la duda, uno de los grandes legados artísticos de su siglo. Según la definición que el propio Calvino brinda de la obra, podemos decir que es una “carpeta de poemas” plenamente versada en el Arte de la Memoria bruniano.

La conciencia de la Caída, la pregunta por el Destino o la duda acerca de la Realidad son algunos de los temas comunes a toda ficción de gran calado. Podemos hablar del Génesis; de La vida es sueño (1635) o de Tiempo Desarticulado (1959); de Blade Runner (1982); de Crash (1996); o de The Matrix (1999). Antígona o El show de Truman (1998) cuentan exactamente lo mismo: varía el contexto, pero el imaginario permanece. Son obras que llevan la humanidad al límite para que precisamente emerja su esencia. Invitan al despertar y a la elevación del espíritu: Marcilio Ficino, entre otros, llamaba alma a aquello que otorga vida inteligente a la materia. Nosotros llamamos magia a una forma de psicología profunda que se vale de distintos arcanos ocultos para religar lo físico y lo onírico. Se trata de un conocimiento interior al que tradicionalmente se ha denominado bajo el epígrafe de gnosis. Con distintos matices, ese saber se ha mantenido incólume en los jeroglíficos del Antiguo Egipto; en los mitos y diagramas concebidos por círculos del hermetismo gnóstico en los siglos I y II; en los escritos atribuidos a Hermes Trismegisto y en las obras de Raimundo Lulio; en los poemas escritos por los fedeli d’amore durante el Renacimiento; en la lírica de los poetas románticos como Friedrich Hölderlin, Samuel Taylor Coleridge o Gérard de Nerval; en la obra de algunos surrealistas como André Bretón o Salvador Dalí; y finalmente en la literatura posmoderna que comprende a Thomas Pynchon o William Gaddis. Existen más ejemplos: sabemos que Rudyard Kipling fue un rosacruz. Más llamativo resulta, sin embargo, el enorme número de escritores de terror pertenecientes a la Aurora Dorada: Arthur Conan Doyle, William Butler Yeats, Aleister Crowley, Gustav Meyrink, Bram Stoker, Arthur Machen, Algernon Blackwood. En palabras del gran Dante Alighieri: “Mirad bien la doctrina que se esconde”.

Autor

Guillermo Mas Arellano
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