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Soy culpable, si. Soy fumador y, por tanto, según esta nueva anormalidad, culpable de extender los virus que aún no tengo. Da igual: merezco, por lo menos, el destierro, la cárcel o, si nos ponemos a ello, el fusilamiento.
En esta sociedad de talibanes del buenísimo, de la tolerancia con lo intolerable y la intolerancia con lo que los grandes hermanos anatematizan, soy culpable. Sin juicio, sin defensa, sin disculpa; sin que nadie se fije en si les echo el humo a la cara a los demás, o si -incluso en mi propia casa- me abstengo de fumar cuando viene alguien a quien le molesta.
Soy culpable porque los talibanes que no se quejan de la celebración de manifestaciones cuando las autoridades estaban avisadas del riesgo; que no alzan la voz contra el falseo de las cuentas de contagios y defunciones; que no protestan por la incapacidad de los gobiernos, minigobiernos y pseudogobiernos, han decidido que los fumadores extendemos el virus más que el resto.
Al menos, ya hay algún profesional de la sanidad que aclara el motivo: no se trata de que el humo del tabaco sea más proclive a la propagación del coronavirus; se trata de que el fumador, al expeler el humo, expulsa el aire con más fuerza que el que simplemente respira.
Y esto, por otra parte, me congratula. Esto me convierte casi en un superhombre. Porque demuestra que el fumador de tabaco -nadie habla de otras plantas que se puedan quemar- tiene una capacidad pulmonar mayor que el fumador de, por ejemplo, marihuana. El fumador de tabaco es un ser dotado de mayor fuerza en sus pulmones, según los mercachifles sanitarios. Amén de mayor capacidad intelectual, digo yo, al no tenerla disminuida por los narcóticos; pero esto, me temo, es políticamente incorrecto, y ningún político prohibidor y talibán clamará contra el porro democrático y progresista.
Pero además -y esto si que me supone una alegría considerable- resulta que, como fumador, tengo mayor capacidad pulmonar que los deportistas que corren y recorren nuestras calles. Soy capaz de expulsar el humo de mis pulmones con mayor velocidad, y a más distancia, que todos esos sanísimos deportistas que no están obligados a utilizar mascarilla mientras corren por parques, jardines, calles y paseos. Ellos no tienen capacidad para que los posibles virus contenidos en las gotículas de su respiración lleguen a los ancianos a cuyo lado pasan trotando; a los niños cuyos parques atraviesan raudamente, a las personas de cualquier edad a las que regatean por las calles.
Por supuesto, también tengo mayor capacidad pulmonar que todos los que ponen a prueba sus cuerdas vocales vociferando como energúmenos; mayor que todos esos -y esas, y eses, no se me enfaden- que hablan por teléfono gritando como si tuvieran que hacer llegar su voz al otro lado del Atlántico sin medios técnicos.
A ninguno de ellos se les señala. Ni a corredores compulsivos, ni a porreros, ni a gritones. Por supuesto, de los que se pasan la botella de morro a morro, ni hablamos. Los únicos que recibimos la repulsa general somos los fumadores de tabaco.
Si no fuera porque el hábito -mucho más fuerte que la simple adición física- lo dificulta, propondría a mis compañeros anatematizados que dejáramos de fumar. Pero ya, en este momento. A ver de dónde sacaban la pasta gansa con que Hacienda nos saquea en cada cigarrillo, y a ver cómo les sentaba a los talibanes que les subieran los impuestos para compensar las pérdidas.