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Nada empieza y nada acaba. La materia no se destruye; se transforma. Pasado, presente y futuro, es decir, nuestra concepción inmemorial del tiempo, no es más que una sucesión falsa de acontecimientos en el espacio. Ahora sabemos que nuestra percepción del mundo es espuria y que todas las historias transcurren simultáneamente. En realidad, Alicia se equivocaba y no existe diferencia alguna entre éste y el otro lado del espejo. ¿Cómo recordamos, en verdad, antes de que nos enseñen a hacerlo? A través de un invariable presente continuo que hace aparecer todos los acontecimientos de nuestra vida a un tiempo, como el geólogo que realiza prospecciones en un mismo terreno y examina las distintas capas sedimentadas unas sobre otras, superpuestas en órdenes distintos pero conformando una misma masa de tierra. Y sólo con la muerte sabemos el número de capas que esa masa alcanza. El final de una historia no es el final de esa historia propiamente, sino su vuelta a empezar, el epicentro de una espiral eterna que vaga de un cuerpo a otro. ¿Y qué subyace tras esa itinerantica perenne de la vida? El deseo de seguir, el amor por lo circundante, la conversación entre lo uno y lo diverso como una danza eterna. La cartografía de nuestros pasos es el mapa de nuestra alma. Y cuando desplazamos nuestro cuerpo para abarcar el espacio no sabemos qué consecuencias tendrá sobre las vidas de los otros, de qué forma esa figura quedará trazada en el tiempo como las ondas del agua cuando les arrojamos una piedra, apenas sin inmutarnos, durante un paseo primaveral. El rastro de nuestra mitología está en el inicio, que es el fin; en el final, que es el principio. Todas las cosmogonías arrancan hablando del origen del mundo y se cierran anticipando su final ¿Y qué hay del intermezzo? ¿Se trata de un mero ciclo interminable de vida y muerte como esa cuerda de la que hablaba Nietzsche tendida sobre un abismo? No, ese ciclo no es solo la historia humana, sino algo más. Se trata de una promesa de eternidad, de una utopía del deseo continuamente postergada y en pos de la cual los humanos siguen creyendo que el futuro alguna vez será mejor. Pero el futuro está en el pasado, de igual manera que en la genealogía está el destino. Nuestra identidad es el paisaje de nuestra vida, y en el remitente de nuestro propio relato está el objeto al que dedicaremos nuestro amor. La vida de todos los hombres no es más que un intento de regresar a la cueva primigenia –que tal vez esté bajo el fondo del agua– de la que una vez salimos. La vida de cada hombre no es más que un intento por atisbar que se encuentra tras ese penúltimo umbral al que llamamos muerte. Lo importante es que, a pesar de los siglos, las preguntas siguen estando ahí. Y que nuestras derrotas, por miserables que parezcan son, en verdad, las únicas respuestas de las que disponemos para la incierta tarea de vivir.
La literatura ya no es arte; es espectáculo. Cada vez se escribe más, y peor. Corre el tópico de que ya no quedan historias por contar, pero nunca ha habido tanta saturación de ellas como hoy. Aunque parece que cada uno cuenta su historia, su trauma, su autoficción, y que ya nadie tiene la capacidad como para establecer un diálogo entre esas múltiples historias interpersonales. Sin imaginación no hay pensamiento; de la misma forma que sin pensamiento no hay imaginación. En el primer caso sólo habría abstracción; en el segundo, solo fantasía. ¿Y la poesía? ¿Queda, acaso, entre tanta narración alguien que quiera decir algo o solo van a querer contarlo como vienen haciendo desde hace tantos años? El lenguaje literario, que expresa lo inmaterial, es mucho más connotativo que denotativo; el lenguaje burocrático, meramente enunciativo, será siempre denotativo, jamás connotativo. Ya no nos emocionamos por un relato bello, solo nos atiborramos de narraciones como objetos de consumo. Y en ningún caso disponemos de narraciones que reflexionen racionalmente sobre sus propios mecanismos, que son también los mimbres propios de toda existencia. ¿A quién van dirigidos todos estos desvaríos que escribo, entonces? Al lector del futuro, que estaba ya en el pasado; al lector del pasado, que quizás vuelva en el futuro bajo la forma de un lector trabajado y no de un lector autonombrado a través de la ejecución de un selfie junto al ejemplar del libro recién traído por Amazon. No podemos rebajar el lenguaje poético de las obras literarias al lenguaje cotidiano de la vida mundana a menos que queramos crear historias tan anodinas como las tardes de domingo. Poesía es aquello capaz de generar, mediante la palabra, imágenes que trasciendan los límites de nuestro mundo. La imaginación es el collage de todas esas imágenes reunidas hasta formar un mundo propio, autónomo, lo suficientemente amplio e inabarcable como para que queramos mantenernos en él e incluso sustituir la realidad de nuestro mundo por esa otra realidad, más amplia, de los reinos de la creación literaria. Contamos historias porque el mundo es extraño; porque necesitamos aprender a sentir y a comprender los sentimientos de los otros. Leemos para entender la vida y la condición humana mejor, desde esa especie de atalaya que ofrece la ficción y que nos permite volver a inventar e interpretar la realidad desde una totalidad que trasciende nuestra limitada y limitante percepción subjetiva. Todas las narraciones alguna vez imaginadas, tanto las que hoy aún se leen como las que se han perdido en el sumidero del olvido, no están sometidas al poder de la destrucción ni al del cambio, y solo pueden ser alteradas por la recreación, por un nuevo alumbramiento, en la imaginación de cada oyente, de cada lector, en cada ocasión en que sean evocadas o recompuestas. Nada nace y nada muere, tampoco nosotros ni nuestras historias; condenados a vivir una y otra vez y a ser contados, descubiertos y recordados sin cesar. Lejos de ser un castigo, ese es el mejor regalo que nos ha hecho Dios.
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