13/05/2024 15:23
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Debiera suscitar el asombro que un país tan apegado a sus ritos y tradiciones como el Reino Unido, como se ha demostrado sobradamente en el tránsito del reinado de Isabel II a Carlos III, sea también el que tiene una papel activo y principal en el origen de lo que entendemos por el “mundo moderno”.

Simplificando un fenómeno de magnífica complejidad, puede decirse que esta época se caracteriza por dos rasgos, estrechamente implicados: el capitalismo, en lo económico, y la democracia, en lo político. Ambas  plantas germinan sus primeras semillas en tierra inglesa y son difícilmente explicable sin su institución medular: la Corona. Democracia; modernidad, gobierno del pueblo. Tradición: rito, pasado, Corona. ¿Cómo se aúnan estos dos mundos aparentemente antitéticos?

Al contrario de lo que pueda parecer la evidencia más superficial, hay un vínculo profundo y firme que une ambos orbes. Cuando se rompe -cosa que ocurre con más frecuencia que la que debiera-, la democracia  degenera en desorden demagógico.

Trataré de explicar brevemente los aspectos fundamentales de esta tesis.

La democracia, como institución política, surge de la necesidad de amortiguar, de canalizar los conflictos que se plantean en la vida social entre distintos grupos, intereses, tradiciones, creencias. La historia del hombre ha sido y es una ebullición donde chocan fuerzas de distintos signos. Esto se refleja en diversos fenómenos, desde cruentas guerras a conflictos sociales. La democracia es fundamentalmente un conjunto de reglas que regulan este enfrentamiento político, que  controlan y limitan el ejercicio del poder y -quizá lo más importante- que hacen viable que el poder cambie de manos sin traumas ni rupturas. Las diferencias que antes se dirimían por la fuerza y la violencia, ahora se encauzan en el debate; debate que tiene un carácter reglamentado y “formal”.

La democracia es una realidad política más formal que sustancial. Algunos teóricos intentan darle una contenido de sustancia moral: el sistema como portador de valores -justicia, igualdad, solidaridad, voluntad popular-. Nuestra María  Zambrano, por ejemplo, define la democracia como  “la sociedad en la cual no sólo es permitido, sino exigido, el ser persona”. Sin embargo, en última instancia, el sistema democrático no se identifica con estos valores, sino que es un cauce para fomentarlos y mantenerlos. El sistema, por tanto, no  es de derechas ni de izquierdas, ni religioso ni laico, ni elitista ni igualitario. Todos estos elementos ideológicos pueden pugnar por imponerse en la sociedad democrática. Ninguno se  identifica totalmente con ella,   pero cualquiera de ellos puede intentar imponerse, siempre que  respete las normas,  que guarde las “formas”.

La “verdad democrática” (expresión ambigua, pero que sirve para entendernos) es convencional. No es la clásica  “adaequatio rei et intellectus” de santo Tomás, sino la adecuación a una opinión mayoritaria que puede estar equivocada, que históricamente lo ha estado muchas veces. El partido más votado puede ser una calamidad, pero sólo puede ser desplazado del poder por los mecanismos previstos en el sistema.

Consecuencia lógica de este carácter jurídico-formal es la importancia que para la democracia tienen los ritos.

El rito lo constituyen una serie de actos de carácter convencional y tradicional en el que la comunidad celebra una liturgia en la que se reconoce a sí  misma, en la que se encuentra con sus fundamentos emocionales y espirituales. Un andaluz que asiste en la calle de su ciudad a un paso de semana santa se integra, con este rito, en el ámbito cultural y religioso del Cristianismo, sin el cual sería un bárbaro sin raíces. Los ciudadanos británicos que asisten a la coronación de Carlos V se sitúan en un universo de símbolos y valores que para ellos son irrenunciables.

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El carácter formal de la democracia supone que, para ella, el rito sea fundamental. En realidad, podría definirse la democracia como aquel sistema político que sustituye la acción directa por los ritos, por un conjunto de elementos  convencional que sustituyen a la realidad empírica. Por ello, la ordinariez y la chabacanería corrompen la democracia casi tanto como la corrupción.

En los añejos y magníficos rituales de la Corona británica reconocemos, curiosamente, un aspecto capital del sistema democrático.

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Pedro

Cuando veo la parafernalia, la pompa y el boato del Reino (Hundido) de la Gran Bretaña, siendo envidia sana.
En España, pienso que nadie movería su culo por ninguno de los Borbones.
Y ganas no nos faltan a muchos de echarles de nuestra Patria.

Aliena

Los Borbones no se han ganado el cariño, y menos aún, el respeto. Además, poca importancia se da a sí mismo y a su país un rey que se afana por ser descrito como «una persona normal» y antaño «como cualquier joven de su edad», que se casa con una republicana progre, que ni tuvo coronación, sólo una insulsa proclamación, que no pisa el Palacio Real – donde debería residir – y cuya corona ni se ha visto de lejos; una sencillez impostada. Es una vergüenza para España, la nación más antigua de Europa. En el NODO se puede ver más boato, símbolos, dignidad, tradición y ceremonia, pese a la austeridad castrese de Franco en lo personal. Por otro lado, los mismos que abren las bocas de asombro y admiración ante la pompa británico se pondrían de los nervios si los reyes españoles osasen exhibir algo remotamente parecido.

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