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Como lo cortés no quita lo valiente y hay que ser imparcial hoy me complace reproducir las palabras que el gran Winston Churchil le dedica en sus «Memorias», como «Personaje Contemporáneo», al que fuera Rey de España, don Alfonso XIII… y en las que demuestra, además, estar al tanto de la situación española tanto o más que muchos españoles. Por su interés las reproduzco en este triunfal «Correo de España», único en su batallar por España desde la independencia y la libertad… para poder decir que Winston Churchill fue uno de los apoyos que Franco tuvo para poder vencer el cerco  comunista de la posguerra.

           » Las actividades que condujeron a la caída de la monarquía en España alcanzaron lentamente su vértice. Su origen radica en la quiebra del sistema parlamentario por su falta de contacto con las realidades y con la voluntad nacional. Partidos artificiosamente disciplinados y divididos produjeron una sucesión de gobiernos débiles, conteniendo pocos-si tenían alguno- estadistas capaces de asumir una verdadera responsabilidad o de empuñar el poder en la forma adecuada a la ocasión. La larga e irregular guerra de Marruecos -legado de siglos- roía como una úlcera la interior satisfacción del pueblo español.. Con lacerantes dolores de desastre de tiempo en tiempo. No existían entre los políticos españoles ese pacto rígido, que es un vínculo de honor entre todos los partidos de la Gran Bretaña, de escuchar la Corona contra toda impopularidad o censura. Gabinetes y ministros se derrumban como castillos de naipes, dejando alegremente que el Rey soportase las cargas que eran propias de aquellos. Lo hizo sin vacilar. Mientras tanto, la guerra con los moros iba de mal en peor y el malestar público crecía. Crecía aun a pesar de la prosperidad y riqueza que la gran contienda mundial había proporcionado a España. Las obstinadas, poderosas e irreductibles fuerzas de la Iglesia y el Ejército, y la casi independiente institución del Cuerpo de Artillería, enfrentaron a Alfonso con otra serie de problemas del más embarazoso carácter, que accionaban y reaccionaban unos sobre otros a través de la estéril confusión de la máquina parlamentaria.

       Sólo su gran paciencia, su habilidad y su conocimiento del carácter español y de los factores en juego le hicieron posible seguir su camino a través de una situación que míster Bernard Shaw ha esclarecido a las miradas actuales con las ingeniosas escenas y diálogo de su The Apple Cart. Nuestro dramaturgo y filósofo Fabiano ha prestado su servicio a la monarquía como quizá nunca haya sido prestado desde ningún otro sector. Con su burla inexorable ha ostentado, ante los socialistas de todos los países, la debilidad, la ruindad, las vanidades y las insensateces de las buenas democráticas. Las simpatías del mundo moderno, incluyendo las de muchos de sus más avanzados pensadores, se sienten poderosamente atraídas por la vivaz y chispeante presencia de un Rey maltratado, dado de lado, llevado y traído para fines personales y políticos, y, sin embargo, no sin éxito, en preservar sus intereses permanentes y en cumplir su deber.

      ¿Cuál es la posición en que se sitúa Alfonso Xlll como rey, cuál la que adopta como hombre? Éstas son las preguntas que debemos hacernos cuando un reinado de treinta años de poder consciente ha llegado a su término. El final fue amargo. Casi sin amigos, casi solo en el viejo palacio de Madrid, rodeado de multitudes hostiles, el Rey Alfonso se dio cuenta de que tenía que marcharse. Una época se cerraba. ¿Debemos juzgarlo como estadista despótico o como un soberano constitucionalmente limitado? ¿Fue realmente por cerca de treinta años el verdadero gobernante de una de las más viejas ramas de la familia de las naciones europeas? ¿O fue, simplemente, un empedernido deportista, jugador de polo, que daba la casualidad que era rey, portaba sus atributos reales con fácil gracia y buscaba ministros, parlamentarios, o extraparlamentarios, para que lo sacaran adelante año tras año? ¿Pensaba en España, pensaba en sí mismo, o se limitaba exclusivamente a gozar de los placeres de la vida sin pensar absolutamente en nada? ¿Gobernó o reinó? ¿Hay que tratar su reinado como los de los anales de una nación o como la biografía de un individuo?

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       Sólo la historia puede dar respuesta decisiva a estas preguntas.
Pero yo no vacilaré en proclamar ahora que Alfonso Xlll fue un político resuelto y frío, que usó contínua y plenamente de toda la influencia de su oficio de rey para dominar las políticas y los destinados de su país. Se juzgó superior, no sólo en jerarquía, sino en capacidad y en experiencia, a los ministros que empleaba. Se sintió el único eje fuerte e inconmovible, alrededor del cual giraba la vida española. Su solo objetivo era la fuerza y la fama de su reino. Alfonso no pudo concebir que amaneciese un día en que dejaría de estar personalmente identificado con España. En todo momento adoptó las medidas que estaban a su alcance para asegurar y conservar su dirección sobre el destino de su país y usó de sus poderes y administró su depósito con positiva prudencia e intrépido valor. Es, por tanto, como estadista y gobernante, y no como monarca constitucional siguiendo comúnmente el Consejo de Ministros, como él desearía ser juzgado y como la Historia habrá de Juzgarle. No tienen  por qué temblar ante la prueba. Posee,  como él mismo ha dicho, una buena conciencia.

      Las elecciones municipales fueron una revelación para el Rey. Toda su vida había estado perseguido por conspiradores y asesinos; pero toda su vida se había confiado libremente a la buena voluntad de  su pueblo. Jamás había vacilado en mezclarse entre entre las multitudes, o en ir solo, sin escolta a donde le parecía bien. En todos los viajes de su vida encontraba muchos amigos, y siempre,  cuando era reconocido, alcanzaba ovaciones y respeto. Sentíase, pues, seguro de tener tras de sí la constante fidelidad de la nación; y, habiendo trabajado continua y lealmente en su servicio, entendía haber  merecido su afecto. Un relámpago iluminó la sombría  escena. Vio en torno de él una extensa, arraigada y aparentemente casi universal hostilidad: especialmente hostilidad personal. Pronunció entonces una de aquellas expresiones que se le atribuían en aquel interesante período y que muestran la fuerza y la calidad de su comprensión de la vida: «Me parece como si hubiese ido a visitar a un viejo amigo y me encontrara con que había muerto». El episodio fue realmente una triste decepción. Explicadlo como queráis: la dureza de los tiempos en todo el mundo, la incapacidad política del partido monárquico, la tendencia de la época, la propaganda de Moscú; pero lo cierto es que, sin disfraz fue un gesto de repulsa de la nación española que llega al corazón.
       A todo el mundo le ha chocado el contraste entre la súbita y feroz aversión de los españoles por su rey, y su notable popularidad en el momento de su caída, entre las democracias de Francia e Inglaterra. En la patria, todo rostros ceñudos; en el extranjero, todo aplausos. Soberanos derribados de sus tronos bajo la acusación de despotismo han solido recibir asilo en tierras extrañas; pero jamás hasta entonces habían sido acogidos en París y en Londres con amplias y espontáneas manifestaciones de respeto y aprobación. ¿Cómo explicarlo? Los españoles, para quienes las instituciones democráticas llevaban consigo la esperanza de nuevos y grandes progresos y mejoras, miraban a Alfonso como un obstáculo para su avance. Las democracias francesa e inglesa, que ya gozan de todas sus ventajas, saben más acerca de ello. Ellas consideran al Rey como un deportista; los españoles le conocían como gobernante. Las fuerzas organizadas de Francia, Inglaterra y, sin duda, de los Estados Unidos se sentían más atraídos por el carácter y personalidad del rey Alfonso que por el carácter y la personalidad del pueblo español. Les sorprendía que la nación no quisiera tal soberano. El pueblo español veía las cosas a su manera; y esta visión era la que debía prevalecer. El mismo Alfonso no quería que fuese de otro modo.
       Los hombres y los reyes deben juzgarse por los momentos críticos de sus vidas. El valor es apreciado, con razón, como la primera de las cualidades humanas, porque, como se ha dicho, es la que garantiza todas las demás. Alfonso Xlll ha probado en todas las ocasiones de personal peligro o de políticas de urgencia, su valor físico y moral. Hace muchos años, frente a una difícil situación, Alfonso hizo la arrogante declaración -jactancia no fácil en España- de: «Yo he nacido en el trono y moriré en él». Que esto era una íntima, personal e intensa resolución y una norma de conducta es indudable.

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        Tuvo que abandonarlo, y hoy, joven aún, está en el destierro. Pero no debe suponerse que esta decisión, la más penosa de su vida, fue tomada tan sólo en el último momento o bajo apremiante imposición. Bastante más de un año antes había dado a conocer que, como rey, no se opondría a la voluntad explícita del pueblo español, constitucionalmente expresada, acerca de la cuestión de república o monarquía. Pero, al fin y al cabo, ¿Qué rey moderno desearía reinar sobre un pueblo que no lo quisiera? En caso de que las elecciones generales de España diesen como resultado una fuerte mayoría republicana en las Cortes, todo el mundo habría de entender que ellas daban nacimiento a una Asamblea Constituyente. Entonces, y de la manera más legal, el Rey habría abdicado de sus poderes y se habría puesto a la disposición del deseado por sus anteriores súbditos.
      Pero no iba a ser así. La efectiva crisis sobrevino súbita, inesperadamente, con la solución impensada, como resultado de unas simples elecciones municipales en las que nunca deberían haber entrado las cuestiones fundamentales… Elecciones, además, en que las fuerzas adictas a la monarquía no se habían preparado para una eficaz acción política. Aún así, hubo una gran mayoría monárquica; pero, nadie esperó el resultado definitivo. La crisis venía acompañada de toda clase de vehemencia e insultos. Por su comportamiento en esta odiosa prueba, el rey Alfonso demostró que anteponía el bienestar de su país a sus personales sentimientos de orgullo y a sus propios intereses. La solución fue impropia; el procedimiento, injurioso. Los medios de resistencia armada no faltaban; pero el Rey comprendió que el caso había llegado a ser tan personalmente suyo que no justificaba el derramamiento de sangre española por manos españolas. Él fue el primero en lanzar desde su palacio el grito de «¡Viva España!». Hizo después otra notable manifestación: «Espero que no habré de volver, pues ello significaría solamente que el pueblo español no sería próspero y feliz». Tales declaraciones nos facilitan medios para juzgar su reinado. Se equivocó; cometió, sin duda, tantos errores como los regios o parlamentarios gobernantes de otros países; tuvo tan poco éxito como la mayoría de éstos en satisfacer los vagos apremios de esta moderna Edad. Pero observamos que el espíritu que lo guió a través de estos largos años de dificultades no ha sido otro que el del leal servicio a su país, y que siempre fue impulsado por el amor y el respeto hacia su pueblo.
                                                                                                        Winston S. Churchill

Autor

Julio Merino
Julio Merino
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.

Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.

Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.

En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.

En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.

Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.

Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.