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(A mi hermana Isabel)
Inmensamente breve e inmensamente santa
fue tu vida terrenal, Isabel de Hungría.
Como la Virgen María
fuiste madre y esposa
enamorada y amorosa,
obediente siempre a Dios,
de sus dones dadivosa.
Renunciaste a la riqueza
de los bienes mundanos
‒eras hija de un rey y tú misma duquesa‒
para darte a la pobreza
que despoja al alma de todo
lo que le estorba y le pesa
y al quedarte viuda fundaste
un hospital donde hiciste
realidad tu perfecta divisa
‒«Piedad, Pureza, Justicia»‒
dedicándote al cuidado
de enfermos, pobres y ancianos.
Y así llegaste a tu final
con apenas veinticuatro años,
en olor de santidad,
dejando inscrito tu ejemplo
con letras de oro en la eternidad.
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