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Llegó a Madrid hacia 1792 con 20 años recién cumplidos, aunque ya llevaba 5 años casada y se había dejado en Cuba una niña de casi 4 años. Y fue visto y no visto. Porque la «criollita» entró en la Corte como un torbellino. En 1795 ya era amante de Godoy (con el que tendría dos hijos). El año 1801 tuvo un intenso romance y un hijo con Luciano Bonaparte, uno de los hermanos de Napoleón, a la sazón Embajador de Francia en España, y en 1802 ya era amante de Goya (con el que tendría un hijo). En 1808 nada más llegar a Madrid José I Bonaparte, el hermano mayor de Napoleón, se hizo amante del nuevo rey y por si faltara algo también paso por la cama del Emperador durante su estancia en Madrid. Pero igual que vino se fue, ya que murió con tan solo 37 años.
Pero, el «culebrón» de la condesa de Jaruco no termina con su desaparición, pues a su muerte le sustituyó en la cama del Rey José I su propia hija, la condesa de Merlín, de cuyos amoríos nacerían dos niñas.
Bueno, pues ahora vayamos al comienzo del «culebrón».
María Teresa Montalvo-O’Farrill, la condesa de Jaruco, había nacido en La Habana en 1773 y era hija del primer Conde de Casa Montalvo, nieta del primer Conde de Macuriges y del cuarto Marqués de Villalta. El título de Conde de Jaruco venía de don Gabriel Antonio Beltrán de Santacruz y Aranda, que fue quien lo recibió por el rey de España Carlos III y por Real Decreto del 23 de agosto de 1777.
Jaruco es un municipio de la provincia cubana de Mayabeque y su nombre proviene de la voz indígena Axaruco que significa corriente de agua dulce, lo que evidencia la existencia en este territorio de un río que desde tiempos primitivos estuvo vinculado a la vida de los pobladores de esta tierra (el río San Juan de Jaruco).
La infancia de María Teresa de Montalvo O’Farrill fue la infancia de aquellos grandes hacendados que dominaban grandes plantaciones y un gran número de esclavos negros. La niña, por tanto, se crió rodeada de lujo y caprichos (y «caprichosa» fue toda su vida), al cuidado de nodrizas y compañeras de juego negras. Según sus biógrafos María Teresa fue una niña precoz en todo, a los 10 años ya era mujer, y de formas caribeñas muy marcadas: menudita, muy bien formada en lo físico y enormemente bella. Pero también fue siempre una niña rebelde, impetuosa, voluptuosa y muy apasionada.
Se casó cuando apenas tenía 16 años con un joven de apenas 18 años, de familia española, Joaquín de Santa Cruz y Cárdenas, lo que no era nada extraño en aquellos tiempos y en aquellas tierras en las que no había realmente infancia («bajo el clima de fuego que nos ha visto nacer -diría más tarde- no hay infancia posible»). Muy pronto, antes del año de casada, tuvo su primera hija, de la que hablaremos también más tarde. ¡Ay!, pero aquella Cuba se le quedaba pequeña a la ambiciosa María Teresa y cuatro años después ya estaba en Madrid, tras una pequeña estancia en Italia.
Y Madrid fue para ella un rosario de placeres y amoríos, pues gracias a la posición preeminente de su tío materno, el general O’Farrill, militar de origen irlandés con grandes influencias en la Corte de Carlos IV, hasta llegó a ser Ministro de la Guerra, le abrieron las puertas de la más alta sociedad madrileña. En 1795 ya había hecho su salón tan famoso como los de la Duquesa de Alba y el de la Duquesa de Osuna y Benavente. Fue por entonces cuando las envidiosas damas que pululaban en torno a los Reyes comenzaron a llamarla «La Cubanita».
Vamos a situar políticamente este salón. Los últimos años del reinado de Carlos IV tienen una importancia trascendental dentro de la historia política española porque en ellos se perfilan las fuerzas que desencadenarían poco más tarde la Revolución española. Se conocen la existencia de partidos y programas, naturalmente con un sentido y una dimensión muy distinta a los sistemas políticos contemporáneos. Por una parte estaba el partido de los golillas, encabezado por Floridablanca y Cabarrús que preconizaban una administración racionalizada y centralizada, un poder civil. Eran ilustrados de camino al liberalismo. Frente a ellos estaba el partido aragonés encabezado por el Conde de Aranda, más aristocratizante y tradicionalista, aunque igualmente ilustrado. Ambos partidos eran reformistas y temían la revolución y de alguna manera se turnaban el gobierno hasta que la radicalización de los sucesos franceses con el regicidio de Luis XVI en 1792 alarmaron a los reyes de España y encumbraron en el poder a Godoy que siguió gobernando con principios ilustrados y progresistas, pero que fue perdiendo, poco a poco, todos los apoyos que tenían los anteriores gobiernos. Muchos de los ilustrados que participaron en los gobiernos de Godoy, como Jovellanos y Cabarrús, terminaron en las manos de la Inquisición y pagaron sus intentos reformistas con la cárcel.
Pues bien, la condesa de Jaruco consiguió en poco tiempo que su salón «literario y mundano» predominara sobre los demás, pues por él pasaban entre otros el mismísimo Godoy, el Conde de Cabarrús, Miguel de Azanza, naturalmente el general O’Farrill y hasta el genial Goya. Y fue allí donde comenzó el romance entre la Condesa y Godoy. Un romance que adivinó antes que nadie la Reina María Luisa, la amante oficial de Godoy, con estas palabras que le dirige al poderoso extremeño: «Soy mujer, aborrezco a todas las que pretenden ser inteligentes igualándose a los hombres, pues lo creo impropio de nuestro sexo, a pesar de las que han leído mucho, y habiéndose aprendido algunos términos del día, ya se creen superiores en talento a todos. Tal es la condesa de Jaruco y otras varias, y no digo nada de las francesas. Pero como soy española, no peco por ahí».
Corría el año 1795 y Godoy aún no se había casado con la Condesa de Chinchón (eso sería en 1797), aunque sí tenía ya como amante a la jovencísima Pepita Tudor, cuando «La Cubanita» se «lió» con Godoy, que la transformó públicamente en su amante oficial, con el consiguiente disgusto de la propia Reina María Luisa, que a partir de entonces hizo todo lo posible por apartar de la Corte a la Condesa. A pesar de la oposición de María Luisa, la Jaruco tuvo dos hijos del «Príncipe de la Paz»: uno, en 1796, a quien le puso de nombre Gabriel, en recuerdo del primer Conde de Jaruco, y otro en 1799, a quien le pusieron de nombre Manuel.
Naturalmente, Godoy fue apartado del Poder y cesado aquel mismo día como Presidente del Gobierno.
Pero, en ese tiempo la condesa de Jaruco, viéndose como presunta rival de la condesa de Chinchón, la esposa verdadera, lo mandó a paseo y se «lió» con otro grande de aquella Corte de los milagros y del sexo: el genial Francisco de Goya y Lucientes, que a la sazón era ya casi un viejo de 54 años. Ella tenía 27. Y Goya, aquel tremendo y fértil mujeriego (no hay que olvidar que con su legítima mujer tuvo 20 hijos) perdió la cabeza y le hizo un hijo a la ardiente Condesa. Tanto es así que de sus pinceles salieron hasta tres retratos de la Jaruco, a quien por cierto las envidiosas de la Corte comenzaron a llamar «La Caprichosa», con lo que la identificaban con los famosos «Caprichos» del pintor.
Los «amoríos» de la Condesa se iniciaron cuando la duquesa de Alba, «La Maja desnuda», había caído ya enferma (moriría en julio de 1802, y al parecer no de muerte natural, sino envenenada por órdenes de la celosa Reina María Luisa). Todo comenzó cuando el pintor empezó a hacerle el primer retrato.
Aunque de por medio surgió algo inesperado: un intenso encuentro pasional de la Condesa con Luciano Bonaparte, el embajador de Francia.
Las cosas sucedieron, en realidad, por motivos económicos. El marido de la Condesa, Joaquín de Santa Cruz y Cárdenas había regresado de Cuba tras haberse arruinado por sus experimentos con la máquina de vapor y otros proyectos relacionados con la caña de azúcar. En esa situación la Condesa fue a ver a su amigo el Conde de Cabarrús, el hombre más rico en esos momentos de la Corte, para pedirle ayuda a favor de su marido. En esa reunión conoció a Luciano Bonaparte, que como ya hemos escrito en otro de estos Relatos formaba parte del «Consorcio Cabarrús», junto con Godoy y el banquero francés Ouvrad y que era quien manejaba todos los negocios de España con sus colonias americanas. Y allí surgió el «chispazo», porque los dos, la Condesa y el Embajador, se impresionaron mutuamente.
Por tanto, no sorprendió a la Condesa que justo al día siguiente el Embajador la invitara a cenar al Palacio de la Embajada (situado a dos pasos de la Puerta de Alcalá). Pero, aquello no fue una reunión económica, aunque el Embajador le comunicó que el Conde, su marido, había sido nombrado Comisario plenipotenciario del Consorcio en Cuba, ni una simple y fastuosa cena. Aquello fue un choque de trenes. Porque lo que iba a ser una cena se transformó en un encierro de siete días y siete noches sin salir de la Embajada. Según contarían ellos mismos «aquello» fue una locura apasionada y única.
(«A mi muy querido hermano -le escribiría a Napoleón poco tiempo después aunque no lo creas por fin te voy a hablar bien de una de estas cortesanas que pululan por el burdel de la Corte Real. Y no porque ella no forme parte también del entramado escandaloso que aquí se vive. También ella está casada con un «cornudo» paciente y consentidor y hasta ha tenido ya dos hijos con nuestro amigo Godoy. Se llama María Teresa Montalvo-O’Farrill y es la Condesa de Jaruco, aunque aquí todos la llaman «La Cubanita» (por favor, que nada tiene que ver Cuba con la Martinica). Algo increíble, hermano. Jamás me había tropezado con una mujer como esta Condesita. Sólo puedo decirte que hace unos días la invité a cenar y la cena fueron siete días de pasión. Si algún día vienes por Madrid búscala donde esté y sabrás lo que es una mujer… ¡Tú que tanto entiendes de esas cosas!»).
(Y fruto de aquel «encuentro pasional» la condesa de Jaruco tuvo su cuarto hijo, que nació cuando ya el padre había dejado de ser embajador, solo estuvo en España un año y tres meses, y había abandonado España).
Y así pasaron los años 1805, 1806 y 1807. Aquellos años de efervescencia política y de divisiones internas, ya que los españoles una vez más se habían dividido, a un lado se pusieron los defensores de las doctrinas revolucionarias que venían de Francia (ya los empezaban a calificar como «afrancesados») y de otro, los defensores a ultranza del absolutismo, e incluso dentro de estos a su vez se dividieron entre los «godoístas» y «antigodoístas», o sea los «fernandinos» partidarios del Príncipe Fernando y los «carlistas» defensores del Rey Carlos IV. Aquello era un hervidero, un polvorín y, sin embargo, nunca había cantado tanto el pueblo madrileño. Madrid era una fiesta de día y de noche. Hasta se puso de moda un dicho entre los manolos y las manolas: «comer, no comeremos, pero nos divertimos tanto que olvidamos las penas».
Pero en 1808 llegó la chispa que incendió el polvorín, que no fue otra que la toma de Madrid por las tropas que comandaba el Mariscal Murat, el cuñado de Napoleón. En marzo se produjo el «Motín de Aranjuez» y cayó Godoy y abdicó el Rey en su hijo el Príncipe de Asturias. Pero aquello fue solamente el primer acto de la tragedia que iban a vivir los españoles en los próximos seis años. En abril los Reyes y el Príncipe de Asturias fueron sacados de España.
El hecho es que la Condesa de Jaruco estuvo ya en la fiesta de la proclamación de José I como Rey de España. Fue el 25 de julio de 1808 y aquella noche el Palacio Real apareció engalanado e iluminado mejor que nunca. Allí estaban presentes casi todos los Grandes de la nobleza (algunos, pocos, se habían ido hacia Andalucía para incorporarse a la seria «Oposición» que ya se organizaba en contra de los franceses), y allí estaban los altos cargos del ejército, y la alta burguesía, y los presidentes de todas las Instituciones del Estado, y María Teresa fue el centro de todas las miradas, sobre todo cuando los presentes se dieron cuenta que el nuevo rey no le quitaba ojo de encima y que con ella permaneció casi todo el tiempo.
Y es que José, que había venido solo, ya que su mujer, Julia Clary, la hermana de Desireé, el primer amor de Napoleón, no quiso acompañarle en su viaje ni en su nuevo Reino (y no vendría nunca, ni ella ni sus dos hijas, a España). Fue la primera noche que pasaron juntos el Rey José y la Condesa de Jaruco y fue el comienzo de un romance que solo acabó con la muerte de María Teresa. Aunque tuvo dos fases, los primeros diez días de Reinado, pues tras la derrota de Bailén José tuvo que salir por pies hacia la frontera francesa. Y la segunda cuando José regresó de la mano de su hermano el emperador y un ejército de más de 100.000 hombres. Napoleón permanecería en Madrid apenas un mes, el suficiente para dejar dominada la capital del Reino.
José y María Teresa reanudaron entonces su romance, aunque aquellos días surgió algo imprevisto, y fue que cuando el emperador conoció a la Condesa quedó tan impresionado que entre bromas se la arrebató a su hermano y la transformó en la «generala en jefe». O sea, que la hizo su amante los días que permaneció en Madrid.
Napoleón llegó a Madrid el día 4 de diciembre de 1808, tras derrotar y aplastar al ejército que defendía la Capital en Somosierra. Pero, de momento no quiso entrar y ocupar el Palacio Real, como había hecho en Viena o Berlín, y estableció su cuartel general en el Palacio que los Duques del Infantado se habían construido en Chamartín de la Rosa.
Y allí recibió a la Comisión de Notables, con el general español Tomás de Morla al frente, que le rindió Madrid y entregó sus llaves.
Justo a la mañana siguiente la Condesa recibió en su Palacio-Mansión una visita inesperada. Era el general Savary que venía en nombre de Napoleón a invitarla a una cena que daría esa noche en su residencia de Chamartín.
Pero para saber todo lo que vivió María Teresa Montalvo-O’Farrill, lo mejor es reproducir algunas de las páginas que de su puño y letra escribió en su «Diario Íntimo» y que estaban agrupadas corno «Mis noches con Napoleón Bonaparte».
La primera decía:
6 de diciembre de 1808. Anoche por fin conocí al Grande Hombre, ¡EL EMPERADOR DE LOS FRANCESES! Las cosas llegaron así. Ayer por la mañana, muy temprano, se presentó en mi casa el general Savary con un tarjetón firmado por Napoleón. Era un tarjetón impresionante, con el membrete imperial repujado en la parte superior izquierda y simplemente decía, escrito a mano, lo siguiente: «Madame, sería para mí un gran honor que acudiera esta noche a la cena que doy en mi Residencia madrileña. Beso sus pies» y firmaba con una simple N. Debajo de la misma decía: «Irán a buscarla a las ocho de la noche». Así que pasé todo el dio dándole vueltas a la cita, porque no sabía si acudir o no, pues no podía olvidar que era el hombre que acababa de tomar militarmente Madrid y además porque tenía tal fama de Ogro que me inspiraba cierto miedo. Pero, por otra parte no podía rechazar la aparentemente sencilla invitación del hombre más poderoso del mundo. Así que decidí aceptar la invitación y me puse a la faena de ponerme lo más guapa posible. Y en esas estabas cuando se me ocurrió algo sibilino: llevar conmigo a mi hijo Luciano, que ya tenía 7 años, o sea el hijo de Luciano Bonaparte, y por tanto sobrino del Grande Hombre.
Y así lo hice. A las ocho en punto vino a recogerme el general Savary y un peloton de escolta.
Durante el trayecto el general Savary me dio algunas instrucciones con respecto a Napoleón. Me dijo que el tratamiento oficial era el de SIRE, que el Emperador hablaba muy deprisa y mezclando su francés con palabras y expresiones italianas, que comía muy poco y muy rápido, que si él hablaba no le gustaba que se le interrumpiese, que no bebía pero fumaba mucho, que le gustaba que los demás bebieran y que cuando daba por terminada la velada se retiraba apenas sin despedirse. Eso, entre otras cosas.
Cuando llegué al Palacio de Chamartín, que yo ya conocía, el Emperador estaba esperándome en un saloncito que había justo a la izquierda de la entrada. Estaba solo y eso me sorprendió, pues yo creí que en la cena iba haber más invitados, lo cual me puso más en guardia, aunque yo ya sabía lo que quería de mí el Ogro.
Sin embargo, el sorprendido fue él, ya que no esperaba que yo me presentase con el jovencito. Así que inmediatamente me preguntó por él y quiso, en un rasgo de simpatía,
– ¿Y tú cómo te llamas, jovencito?
– Yo, Sire, me llamo Luciano de Santa Cruz Cárdenas y Montalvo-O’Farrill.
– ¿Y cuántos años tiene su Excelencia?
– Sire, acabo de cumplir 7 años.
– Sí, Sire -intervine yo-, este jovencito es el hijo de Luciano Bonaparte.
(Y entonces noté que Napoleón cerraba sus ojos y se llevaba su mano derecha a la frente. Después en el transcurso de la cena me contaría que al decirle el nombre del muchacho se le vino a la cabeza las palabras que su hermano Luciano le había escrito desde Madrid cuando estuvo de Embajador y lo que le había dicho sobre «la semana loca» que había vivido con la condesa de Jaruco).
Bueno, y así comenzó la velada. Curiosamente la primera sorpresa del Ogro se transformó en una gran simpatía, hasta el punto de que empezó a hablar y ya no paró en toda la noche. Y es que el Ogro cuando quería o se sentía a gusto era hasta simpático. Incluso le regaló a mi Luciano una reproducción en pequeño de su espada.
Y no hubo más anoche. Aunque noté durante toda la cena, que no apartaba sus ojos de mí y de mi cuerpo.
Segunda página.
7 de diciembre de 1808. Anoche sucedió lo que tenía que suceder, lo que yo sabía que iba a suceder. Pero, prefiero seguir paso a paso lo que sucedió ayer. A primera hora volvió el general Savary con otro tarjetón imperial que decía: «A la bellísima Condesa de Jaruco. Me gustaría volver a verla, si es posible esta misma noche, aunque a solas, sin niños. Para superar su belleza, y eso sería un milagro, le envío un collar para que realce su hermoso cuello. Beso sus labios». Y como siempre firmaba con la N.
El general quedó en venir a recogerme a las ocho de la noche.
Les juro que el collar era precioso y deslumbrante. Diamantes azul turquesa incrustados en oro blanco y colgando otro brillante, enorme, grandísimo, el más grande que yo había visto en mi vida.
Pero ayer cuando llegué a Chamartín no me recibió el emperador, pues según me dijo Savary estaba reunido con sus generales estudiando un nuevo plan de campaña. Savary aprovechó para contarme lo que había pasado con los Reyes de España y con el Príncipe de Asturias. Los tres estaban «retenidos» en Francia, en palacios distintos y con Carlos y María Luisa estaba Godoy, el Príncipe de la Paz.
Pero, el Emperador no tardó mucho y enseguida nos pasaron directamente al comedor. Napoleón parecía no estar de buen humor y sin embargo me recibió muy cariñoso y con palabras que hasta me hicieron ruborizar.
– Bellísima, bellísima. Es usted, madame María Teresa, la mujer más bella que he conocido en mi vida. ¡Maravillosa!
Y hasta me hizo dar varias vueltas para verme al completo. Sus ojos, por cierto unos ojos azules y penetrantes, parecían ansiosos de todo y mirándome se pasó la cena. El menú fue muy español y apropiado para las fechas que vivíamos: lonchas de jamón, trucha a la plancha y perdiz estofada.
Pero, en realidad la cena fue como un relámpago, porque el emperador comió como si fuese una carga a caballo. Así que antes de que cantara el gallo ya estábamos en el dormitorio. El Grande Hombre nada más entrar se sentó, más bien se tumbó en un sofá y me pidió que me desnudara. La escena me pareció algo violenta y no me gustó, pero curtida en cien batallas de esa índole no me sorprendió y fui despojándome de la ropa. Solo cuando fui a quitarme el collar me detuvo y me pidió que no me lo quitara. Entonces me explicó que aquel collar había sido el collar de la Reina María Antonieta y el que le había hecho famosa antes de la Revolución. Y en un francés chapurreado con italiano me dijo que me había regalado el collar porque yo era una Reina, más Reina que María Antonieta, y más guapa, y más hermosa. Luego y sin más se desnudó y nos metimos en la cama. Así sin una caricia, sin un beso, a lo bruto … porque he de decir que el Grande Hombre se portó como un bruto, como un prepotente impotente, pues a la hora de la verdad descubrí que no solo no sabía hacer el amor, sino que además era más rápido que una bala de cañón. Fue visto y no visto. Sin embargo no me impacienté y ya, como si fuera un niño, le fui enseñando y adiestrando en el arte del amor.
Salí del Palacio de Chamartín cuando ya amanecía y Madrid se despertaba.
«Y pasaron las Navidades de aquel tormentoso año de 1808 y yo volví con el Rey José, que por ese tiempo se había instalado en el Palacio de El Pardo. José me confesó que no le habían gustado nada mis relaciones con su hermano y despotricó contra el Emperador. Entonces me declaró su amor verdadero y me pidió que me fuese a vivir con él. Y así lo hice. Sin querer queriendo pasé a ser la Primera Dama del Reino, pues el Rey quiso convencer a la nobleza y a los Grandes de la Corte que yo era la nueva Reina, su Reina… y por ello nos trasladamos a vivir al Palacio Real y por eso yo me sentaba a su lado en todos los «actos oficiales».
Y así transcurrieron los primeros días de 1809. Lo que no sabían era que para aquella «Reina» del amor seria un año fatal, el último año de su vida. Porque ambos cayeron en manos del Destino y el Destino a veces juega con los seres humanos, que ya lo dijo el sabio griego: el destino es mujer y como mujer cambiante e imprevisible.
A mediados de abril la Condesa supo que se había quedado otra vez embarazada y eso la atemorizó en grado sumo, pues recordó lo que los médicos le habían pronosticado cuando nació el «Paquito» de su Goya: que no volviera a tener hijos porque pondría en riesgo su propia vida.
Y eso fue desde el primer momento su nuevo embarazo: un riesgo mortal.
María Teresa comenzó a sentirse mal muy pronto y unas fiebres muy raras asaltaron su cuerpo sin remedio médico tras el aborto de la criatura que llevaba dentro. ¡Ay!, los médicos también estaban asustados. El hecho es que la Condesa fue a peor y que no la mejoraron ni los aires de la Sierra, pues José no dudó en llevársela al Palacio de la Granja de Segovia.
En pleno mes de julio María Teresa empeoró y ante la desesperación del Rey José y la de los propios médicos que estaban a su lado, falleció la madrugada del 18 de julio.
José la lloró toda la noche, como si fuera un niño, y tanto, tanto, tantísimo le afectó que se trasladó con el cadáver de su amada a la vieja mansión de la calle del Clavel y allí entre lágrimas la estuvo velando dos días seguidos.
Autor
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Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.
Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.
Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.
En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.
En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.
Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.
Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.
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