20/05/2024 08:04
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La Constitución española de 1978, proclama que “Los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social”. Quiere esto decir que en España hombres y mujeres son iguales ante la ley, gozando, por ello, de los mismos derechos y obligaciones.

Sin embargo, desde finales del siglo XX hasta nuestros días estamos asistiendo a la progresiva expansión de un movimiento identitario de raíces neomarxistas, conocido como “feminismo de género”, el cual, mediante la victimización de la mujer y la criminalización del hombre, pretende subvertir la legalidad vigente para establecer una suerte de supremacismo femenino tanto a nivel jurídico como social. Así, como señala Guadalupe Sánchez Baena en su obra Populismo punitivo, “Frente a las reivindicaciones legislativas igualitarias del feminismo clásico de corte liberal, que reclaman un trato igual ante la ley al margen de diferencias por razón de sexo, el identitarismo pretende hacer de esa diferencia una fuente de privilegios legales”.

Pero antes de considerar la repercusión sociopolítica y jurídica de este movimiento, entendemos necesario conocer cuales son los postulados defendidos por la “ideología de género” y establecer si tienen algún tipo de fundamento epistemológico.

Pues bien, la ideología de género plantea en primer lugar que es necesario diferenciar el sexo del género. Desde esta perspectiva, el identitarismo sostiene que el sexo viene determinado por factores biológicos, mientras que el género es un constructo social, es decir, que viene condicionado por los patrones culturales impuestos desde el poder establecido, no existiendo una conexión intrínseca entre ambos conceptos. El planteamiento no es nuevo, ya que, allá por 1949, la escritora comunista Simone de Beauvoir señalaba en su obra El segundo sexo que, dado que el ser humano es una tabula rasa, “No se nace mujer: llega una a serlo”, de tal forma que el sustrato biológico es irrelevante, siendo la cultura la que define en su totalidad a los seres humanos.

En la misma línea, pero de forma más radical, se expresa Shulamith Firestone, la cual en su obra La dialéctica del sexo (1970) defendía que “la meta definitiva de la revolución feminista debe ser (…) no simplemente acabar con el privilegio masculino, sino con la distinción entre sexos”. Otro tanto de lo mismo defiende la también feminista radical Kate Millet cuando en su libro Política sexual (1969) desdeña toda influencia biológica en el carácter del ser humano, llegando al extremo de afirmar que el sexo existe, pero no influye en el género.

El problema de tal discurso radica en que, como ha demostrado de forma irrefutable la ciencia, cada persona es el resultado de la interacción entre su patrimonio genético y el ambiente en que se desenvuelve, no pudiéndose, por tanto, eliminar de la ecuación a ninguno de los dos factores a la hora de conceptualizar al “ser hombre” y al “ser mujer”. En consecuencia, hombres y mujeres nunca podrán ser esencialmente iguales, con una notable excepción: la igualdad ante la ley.

Pero es que además, si analizamos el tema en profundidad, es fácil llegar a la conclusión de que lo que es una construcción social es el propio concepto de género, ya que la definición de las categorías masculina/femenina que establece necesariamente cambia conforme cambian los estereotipos culturales que las tipifican. En definitiva, las sociedades y las personas que las componen evolucionan a lo largo del tiempo y ello significa que la identidad de género en esencia no existe, lo que en realidad existe son hombres y mujeres que van evolucionando culturalmente generación tras generación, situación ésta que les lleva a modificar la concepción que de sí mismos tienen, sus pautas de comportamiento y sus normas de convivencia.

Sin embargo, aún siendo difícil su conceptualización, el feminismo radical ha mantenido el concepto de identidad de género en contraposición al de identidad sexual. Con ello lo que se ha pretendido es instrumentalizar el lenguaje con la finalidad de utilizarlo como arma arrojadiza en un mundo en el que, como ya anticipara Ortega y Gasset, triunfa el hombre-masa y para llegar a él nada mejor que un eslogan simplista con adornos emocionales. Con todo ello lo que parece evidente es que los partidos neomarxistas-populistas necesitan ideologizar conflictos, crear conciencia de minorías oprimidas, unirlas en la lucha ante un enemigo común y utilizarlas para alcanzar sus fines.

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En un contexto como éste, de confusión generalizada, siempre ocurre que acaba apareciendo el caduco fantasma del comunismo y así, ya en los años 80-90, la politóloga estadounidense Zillah Eisenstein consumó algo que se veía venir a la legua, esto es, la unión del feminismo con el marxismo. Así, para esta activista la meta del feminismo no debía ser otra que la eliminación del patriarcado heteronormativo y capitalista, por considerar que de esta estructura organizativa de la sociedad procedían todos los males de la mujer. Lo que la politóloga americana parece desconocer es que el patriarcado se remonta a los albores de la humanidad, mientras que el capitalismo surge en el siglo XVIII de la mano de la revolución industrial. Pero, como dijo Franz Kafka, “No hay que considerar que todo es verdadero, solo hay que considerarlo necesario (…) Y de este modo la mentira se convierte en orden universal”.

Pero por si no fuéramos suficientes en el camarote de los hermanos Marx, llego la Teoría queer (vocablo inglés utilizado para referirse a homosexuales y personas trans), con la que el feminismo lleva el absurdo a su máxima expresión. Su principal exponente es la filósofa norteamericana Judith Butler autora de obras como El género en disputa. Feminismo y la subversión de la identidad (1990) o Cuerpos que importan. El límite discursivo de la identidad (1993). Pues bien, en un ataque de postestructuralismo que ya habrían querido para sí Michel Foucault o Jacques Derrida entre otros, Butler se propone desnaturalizar tanto el sexo como el género, huyendo así de esquemas identitarios binarios, como hombre/mujer o masculino/femenino, de tal forma que cada persona puede huir de esa tipificación reduccionista, pasando a ser gente fluida, que tiene en todo momento la prerrogativa de autoidentificarse. No satisfecha con ello, Butler aboga por la eliminación de las relaciones heterosexuales, por entender que forman parte del entramado heteronormativo que oprime a las mujeres y a los homosexuales. Y, para terminar su enloquecido discurso, Butler también defiende eliminar el carácter sexual de los órganos genitales, eligiendo el ano como el órgano sexual por excelencia. En este momento, más que criticar sus planteamientos lo que se nos ocurre es mandarla directamente al psiquiatra. Pero, dado que nobleza obliga, señalaremos, en primer lugar, que la autoidentificación supone que cualquier hombre puede declararse mujer en cualquier momento de su vida, por lo que a partir de ese momento nunca podrá ser acusado de violencia machista. En segundo lugar, también es destacable que si no hay sexos no puede haber relaciones heterosexuales ni homosexuales, por lo que tan solo pueden darse relaciones íntimas sin orientación sexual, lo cual ya resulta incluso paródico.

En definitiva, como afirma Agustín Laje, en su obra El libro negro de la nueva izquierda (2016), “La ideología queer genera un cóctel explosivo de odio, violencia y frustración individual. La interminable lucha contra la naturaleza que los movimientos queer llevan adelante está perdida de antemano; y las frustraciones de esa derrota se canalizan en sentimientos de ira contra la sociedad en general y el hombre heterosexual en particular”.

Por último quisiéramos hacer unas breves consideraciones sobre cuestiones jurídicas, si bien entendemos que, por la enjundia del tema, deberían ser objeto de un tratamiento más en profundidad

La Ley contra la Violencia de Género (LVG), vigente desde 2004, suprime la presunción de inocencia del hombre, la cual es sustituida por la presunción de veracidad de la mujer, invierte la carga probatoria, que pasa del acusador al acusado, aplica una mayor penalización a los hombres que a las mujeres ante delitos de violencia doméstica y de facto desincentiva perseguir las falsas denuncias realizadas por las mujeres. Todo ello no supone otra cosa que el incumplimiento de la Constitución, la cual, como hemos visto, sanciona la igualdad de hombres y mujeres ante la ley.

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Podría pensarse, ante semejante tratamiento jurídico del varón, que España se ve asolada por una ola de violencia machista sin parangón. Sin embargo, los datos desmienten tal situación. Así, según la Oficina Europea de Estadística (Eurostat) España es el tercer país de la Unión Europea con menor incidencia de mujeres asesinadas por sus parejas (0,2 por 100.000 habitantes), solo por detrás de Italia y Grecia. Asimismo, según recoge el Observatorio contra la Violencia de Género del Consejo General del Poder Judicial, desde la entrada en vigor de la LVG hasta 2017, en el 77% de los casos de denuncias por violencia de género los denunciados acaban resultando inocentes o, al menos, no culpables.

Por ello, llama la atención que desde el Ministerio de Igualdad se insista en la criminalización del colectivo masculino, intentando la promulgación de leyes como la llamada ley del “solo sí es sí”, que sitúa las relaciones sexuales entre hombres y mujeres en una situación en la que parece que se va a necesitar de un notario que acredite el consentimiento de la mujer para llevarlas a cabo. Evidentemente, detrás de todo ello, vuelve a estar un intento de la izquierda radical, con la analfabeta funcional Irene Montero a la cabeza, de dividir y enfrentar a la sociedad, para así sacar rédito político, pues bajo ningún concepto puede entenderse que el lenguaje corporal no sea capaz de trasmitir las suficientes señales como para que un hombre o una mujer necesiten del consentimiento explícito del otro para hacer lo que buenamente deseen.

En definitiva y para concluir, en función de todo lo expuesto, entendemos que el feminismo identitario es antinaturalista desde el punto de vista científico, confuso desde el punto de vista epistemológico, totalitario y colectivista desde el punto de vista político, excluyente y frentista desde el punto de vista sociológico y discriminatorio y anticonstitucional desde el punto de vista jurídico. Es decir, un esperpento en toda regla.

Rafael García Alonso (Doctor en Medicina).

Autor

Rafael García Alonso
Rafael García Alonso
Rafael García Alonso.

Doctor en Medicina por la Universidad Complutense de Madrid, Especialista en Medicina Preventiva, Máster en Salud Pública y Máster en Psicología Médica.
Ha trabajado como Técnico de Salud Pública responsable de Programas y Cartera de Servicios en el ámbito de la Medicina Familiar y Comunitaria, llegando a desarrollar funciones de Asesor Técnico de la Subdirección General de Atención Primaria del Insalud. Actualmente desempeña labores asistenciales como Médico de Urgencias en el Servicio de Salud de la Comunidad de Madrid.
Ha impartido cursos de postgrado en relación con técnicas de investigación en la Escuela Nacional de Sanidad.
Autor del libro “Las Huellas de la evolución. Una historia en el límite del caos” y coautor del libro “Evaluación de Programas Sociales”, también ha publicado numerosos artículos de investigación clínica y planificación sanitaria en revistas de ámbito nacional e internacional.
Comenzó su andadura en El Correo de España y sigue haciéndolo en ÑTV España para defender la unidad de España y el Estado de Derecho ante la amenaza socialcomunista e independentista.