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Llegó a casa como cada noche, a eso de las once y cuarto, después de haber cerrado el último pub. Se sirvió un whisky, se quitó el abrigo, encendió la chimenea y se dejó caer en el deshilachado sillón del salón.
Llevaba algo más de seis semanas sumido en una profunda depresión tras la muerte de su esposa. En el trabajo prescindieron de él poco tiempo después. Lo único que hacía desde entonces era gastar su tiempo y dinero yendo de casa a la taberna, de la taberna a casa, sin otro aliciente en su vida que esperar a que la muerte le llamase para volver a unirse con su mujer. Mientras tanto, las gentes del pequeño pueblo de Sussex rumoreaban con maledicencia el modo en que Brian estaba echándose a perder.
Sentado y abatido, miraba absorto a las llamas preguntándose por qué ella se había ido de aquella manera, por qué se la habían arrebatado así. No alcanzaba a comprenderlo, ni a darse respuesta alguna. Por su mente desfilaban todos los recuerdos de los momentos vividos junto a ella, desde el día en el que la conoció hasta cuando estando a su lado notó cómo la vida se le escapaba de entre sus manos. Elinor lo había sido todo para él, su amiga, su confidente, su compañera, su amante, su esposa.
El reloj del salón marcaba las once y media cuando él quedó traspuesto. Su mente empezó a divagar sin sentido alguno hasta caer sumido en un profundo y placentero sopor que le llevó a soñar con ella, con todas las cosas que habían hecho juntos en los veintisiete años en que habían convivido, sintiendo por un instante que volvía a ser feliz rememorando aquellos momentos.
En la radio sonaban los primeros acordes del piano de aquella canción que significó tanto para ellos. En el estado de vigilia en el que estaba, al escucharlo, vertió una lágrima.
Con el tañido de la cercana campana de la catedral al anunciar la media noche, se despertó. Brian estaba confuso y aturdido, parecía no haber coordinación alguna entre su mente y su cuerpo. Se incorporó y, apurando su vaso, abrió la ventana. El silencio y el frio de la calle invadieron la viciada atmósfera de la habitación.
Fijando su mirada en el fuego de la chimenea, vio con claridad cómo las llamas formaban la cara de su amada, cómo estaba ella ahí dentro, llamándole. Los grises y tristes ojos de su esposa le suplicaban que viniera a su lado. Sin dudarlo un segundo entró en la hoguera, sintiendo que el fuego no le abrasaba, que el calor no hacía mella en él, y en ese instante, fundiéndose en un profundo beso, recordó sus últimas palabras: “no dentro de mucho volveremos a estar juntos para siempre”.
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