17/06/2025 00:14

A toda una generación aquejada del síndrome de “fatiga interpretativa”.

Es un cuadro complejo, con cuadros dentro del cuadro, con espejos y muchos personajes”. Esa es la descripción de “Las Meninas”, a cargo de Su Majestad Felipe VI, en su primer directo en Instagram, para el canal de la difusión por redes del Museo del Prado. Era el martes 3 de junio de los corrientes, mientras el reino está que tiembla el misterio.

Párrafo propio de alumno de ESO que difícilmente superaría la prueba de selectividad. No es de extrañar que, si quienes educan son los padres, a las infantas de Borbón y Ortiz se les convalide la PAU, o EBAU, o de nuevo PAU, por la nota del Bachillerato Internacional en la Gran Albión, declarado enemigo anglobalista de la Monarquía Hispánica. Y no se diga que se trata de una concesión divulgativa al nivel de los 1.200.000 seguidores del canal porque, si son habituales, sabrán ya más que él, un (profesor) visitante. Eso si es que no se ha limitado a repetir la lección aprendida a los veinte años, siendo príncipe, cuando en 1990 disertó sobre la misma obra en un documental de Pilar Miró..

«Está claro que “Las Meninas” es mucho más que un cuadro, porque Velázquez nos mete [sic] de lleno en la escena y nos invita a pensar, a descifrar lo que está pasando en ese preciso momento”, declara S.A., cercano a la despedida. Si ser más de lo que se es, en virtud del llamado “capital simbólico”, es un valor, algunos clubes de fútbol también son más que un club y mejor no entrar a des-cifrar ese plus—o la plusvalía masIVA—.

Ahora bien, que nos “meta de lleno” en la escena de una sala o estrado palaciego del Real Alcázar —sobre cuyo solar edificaría la Casa de Borbón su Palacio Real— ya me extraña más, y no sólo porque S.A. siga fuera, y de espaldas, como un estafermo (o un trampantojo), sino porque todos los personajes del cuadro, como en todo buen Barroco, son seres virtuales, réplicas de otros seres exteriores al cuadro, figuración del Más Acá. Y “lo que está pasando en ese preciso momento” —que en toda obra maestra clásica es atemporal—, remite a lo que está pasando, más que en la composición de figuras y esa luz que configuran merced al juego de perspectivas el espacio y el tempo, en la realidad real (y realista) de una pareja de reyes —Felipe IV y Dña. Mariana— aparecidos como espectros en el espejo del fondo y que bien pudieran estar en el proscenio, a este lado de la cuarta pared del escenario del teatro de cámara (oscura), desde donde el espectador observa la escena, ascendido a ese punto de vista aéreo y mayestático —NOS/otros—, a excepción de Felipe (IV) VI —total, un palito delante, un palito detrás, ¿ qué más da?—, o no estar —Dña. Mariana… Pineda, sin ir más lejos—. O no estar, ni que se los espere.

Dentro o fuera, en este Barrio Sésamo de la deconstrucción interminable del lienzo, parece indudable —aunque no soy meninólogo y menos aún todólogo, con derecho a “decir su frase” en la escaleta— que el centro de la escena, focalizado por la luz cenital, y motivo pictórico desencadenante de la obra fuera en su día —si no me engañó la tesina de un documental de TVE, cuando todavía la encendía— la exaltación al trono de la infanta Margarita, a falta de varón y antes del nacimiento de su hermano Carlos (II), el Hechizado —asimilable a otros malogrados de Dña. Mariana—. Y, como se diría que no pasa el tiempo, o “vivir es ver volver” (Azorín dixit), el eterno retorno de la promoción pública de la heredera de Felipe VI parece contar también con esa corte de los milagros de las guardiamarinas que, meninas y enanas de ultramar —y hasta un “hombrecillo de placer”, reinoso de los que le ponen la pierna encima al mastín, cual pieza de montería, para que no levante cabeza— resaltasen el esplendor de la princesa que deshoja la Margarita en su media vuelta al mundo (sin tornaviaje), en el buque escuela (de sirenas) Elcano, bajo la atenta mirada de una chaperona y un guardadamas tenebrista.

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Por lo demás, no yerra el monarca, en identificar al pintor de corte —caballerete tras el caballete—, pese a que al espectador se le oculte “¿qué pinta ahí?”—¿ qué está pintando ahí?— y acierta al señalar que la cruz de Caballero de Santiago —como lo es hoy en día la orden (para)paramilitar globalitaria de la Cruz Roja— es posterior a la versión inicial de Las meninas, —si es que no fue el disparador para retomar un cuadro “de circunstancias” arrinconado en el taller, prescrito ya el motivo de su encargo—, en semejante auto-homenaje meta-pictórico del autor, que “se mete de lleno” en el cuadro, autorretrato de Diego de Silva y Velázquez —y donde dije Diego, digo… Antonio, Antonio López, rendido el maestro hiperrealista de La Mancha luego de tanto ir y venir y quita y pon y dimes y diretes de sus reales personas, que le sale siempre movido el retrato de grupo con perrito, con lo fácil que es una hiperfotografía masónico-simbólica—que los clava.

Pero cuando parece “meterse en el cuadro” S. A. es cuando apunta hacia la puertecita iluminada del fondo, en la que “asoma el aposentador de la reina [Nieto y Velázquez y su manojo de llaves]. ¿Está entrando, está saliendo? [¿gallego?], no lo sabemos Lo que sí sabemos es que [entre la puerta y el espejo se halla el punto de fuga de la obra y] es que no solo abre una puerta, también abre la escena.” Detalle, por lo que parece, de gran interés para el cicerone y sereno inquilino de “Casa Real”, donde dizque caen chuzos de punta. Y doble interés, acaso, por el hecho de haber sido [Silva] Velázquez, al igual que su colombroño o tocayo [Nieto] Velázquez, también aposentador real, pero éste del rey.

Así que, como muy bien dice el tesinando Borbón, “Las Meninas es mucho más que un cuadro”: son varios, no sólo en la presunta diacronía de la creación del palimpsesto que es la pintura al óleo: sucesivas caligrafías de color sobre el pliego crudo de la tela —como se antojan los apuntes de antaño reescritos hogaño por Felipe (palimp)Sesto—, sino porque los sucesivos marcos —como este que nos ocupa, videográfico e instantáneo, en que Felipe VI suplanta a Felipe IV, cual listón lateral, mimando con los dedos tamaña vulvaridad— crean nuevos contextos que generan su semiosis inagotable, como ha dicho, a su manera, el monarca: “en esa libertad de interpretación [y observe el emboscado ese guiño protestantizante y anglicanista] está una de las grandezas de su obra”.

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Más allá del haz de interpretaciones (a su vez interpretables, claro está, ad infinitum, en virtud (y defecto del subjetivismo relativista dominante), el perspectivismo, el visual quiero decir, se multiplica más allá del barroco —figuras que son imágenes de seres que son meras apariencias en el Gran Teatro Global: Vd., Señor, verbigracia— en un barroquismo —manierismo o amaneramiento del barroco— que aboca al rococó, borbónico con denominación de origen y donde una dinastía francesa se sentiría ya como en casa.

En Casa Real, concretamente. Si no fuera por la querencia anglofílica del Caballero de la Orden la Jarretera, espejo de príncipes en que “se retrata” el rey de España y liga que aprieta, sin ahogarla aún, a la semicolonia española en la constelación de la Anglosfera. Pero más sometida a su imperialismo con esta apertura de la Verja de la colonia de Gibraltar —okupada desde el Tratado de Utrech (1713), la víspera de “meterse de lleno” la Casa de Borbón en España y, ratificada la cesión poco tiempo después, por Felipe V, ¡caramba, qué coinsidensia!, el Felipe que faltaba—, acaso porque el (€)uro (e-)uropeo, toreado por el maletilla picar(d)esco, huella la piel de toro e su larga jornada de puertas abiertas —¿por qué no se pueden poner verjas al campo (de Gibraltar)?— que recorta la soberanía nacional y hace extensiva la colonización de facto de España desde el paraíso (del ministerio) fiscal de blanqueo de capitales del/de la gran capital de la Gran Bretaña.

Abierta de par en par la Puerta de Tierra al llanito —que no al pueblo llano español que acude al Campo (de trabajo) porque “El trabajo nos hará libres”—, a cambio del control de la Puerta aérea del Espacio Schengen —al Reino Unido, ajeno a la Unión, ¿o a los Estados de la Unión, del Gran Hermano americano?— y la Puerta del Mar del Peñón, que gana terreno al océano gracias a los polders que van conformando el remedo de la Atlántida atlantista como base de submarinos nucleares y demás ingenios navales natos —EE.UU.+UE=EE.UU.EE—; vale decir confirmado el expansionismo anglogibaltrareño por tierra, mar y aire a trueque de sacrificar la cosoberanía —¿o kosoveranía?— del territorio ocupado, se le abre ya al meninólogo monarca español una nueva Puerta de la Percepción, de Huxley—a la hora sentar sus reales, cuanto antes, como ex-soberano en su primera parada —posada (posado) y fonda—, para que todo quede en Casa (real, como la vida misma), antes de emprender vuelo hacia su exilio fantasmático en un espejo —reflejo especular del desaparecido—, merced a los buenos oficios de un aposentador real de la masonería simbólica y especulativa de la Gran Logia de España —esa sucursal de la City del Reino Unido—, por el Rito Escocés Antiguo y Aceptado. Y la familia real, ídem de lienzo. Así pues, ¿para qué esperar más? Jarretera y manta.

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