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Este fin de semana último me desplacé a Becedillas, provincia de Avila. por topónimo, Becedillas. Gracias a las tecnologías, he podido habilitarme del ordenador para trabajar y escribir estas líneas, que nacen de la cercanía a Piedrahita y a lo lejos la sierra de Gredos. A dos kilómetros de Piedrahita se eleva el santuario de Nuestra Señora de la Vega (por la carretera hacia Alba de Tormes) sobre una villa tardoromana o visigoda, sin que se haya podido catalogar con mayor exactitud, según nos refiere Carmelo Luis López, en su ilustrativo libro La Comunidad de Villa y Tierra de Piedrahita en el tránsito de la Edad Media a la Moderna.  A toda esta comarca se la conoce por su río, el Corneja. Fernando Alvarez, IV señor de Valdecorneja, fue nombrado por Juan II de Castilla, conde Alba, que luego sería detenido y encerrado por orden de Enrique IV. A su fallecimiento le sucedió su hijo García Alvarez de Toledo, V señor de Valdecorneja, que conseguirá el título de duque de Alba en 1469, y a partir de entonces, la casa de Alba quedará en el lugar hasta la famosa duquesa de Alba, que inmortalizara Goya, y de quien se dice que se regalaba con aquella por los jardines del palacio, aún existente y hoy destinado a colegio, y no muy distante de las antiguas escuelas en las que, un día lejano, enseñó como maestro el poeta Gabriel y Galán, del que se conserva una placa en la fachada recordando su paso.

 Desde el patio de la casa observo Piedrahita en la lontananza, como también Bonilla de la Sierra, lugar de descanso de Juan II y de los obispos de Avila (el más recordado de estos Alonso de Madrigal “El Tostado”, que murió en dicha localidad), y localidad que aún conserva una de sus puertas de villa medieval, un lienzo de la vieja muralla, y la iglesia-colegiata centrada en la plaza. Esta iglesia-colegiata tiene su celda en la que la Inquisición hacía recapacitar a los díscolos y desde la que -por un torno- podían seguir la misma.  He vuelto a  llegarme a ella  recorriendo los cijnco kilómetros que la separan de Becedillas, por el camino rural o agrícola por el que transitan el ganado bovino, con algún tractor que otro.

Y visualizando la sierra de Gredos, recortada en el horizonte, he recordado a José Antonio y la reunión de la Junta de Falange que celebró en su Parador,  y la mala noche que pasó cuando al llegar halló en el comedor a Pilar Arloz, recién casada. Conservo una carta de Ramón Serrano Suñer (amigo íntimo y albacea de José Antonio) de 17 de diciembre de 1980, en la que relata que el padre de la entonces novia de José Antonio, Duque de Villahermosa, se oponía al noviazgo y al posible matrimonio, por antipatía al padre de José Antonio, y no hacia este. Cuenta Don Ramón que a José Antonio este rechazo le preocupaba bien poco, pues sabía que el obstáculo sería vencido, pues José Antonio nunca utilizaría ningún título que pudiera heredar su entonces novia (Duquesa de Villahermosa, Duquesa de Luna, Duquesa de Granada de Ega, familia real aragonesa descendiente de Don Alonso de Aragón, bastardo del Rey Fernando el Católico, luego legitimado), porque en realidad el que siempre usaría, sería el apellido de su padre, Primo de Rivera.

Seguía contando Don Ramón que José Antonio estaba muy ilusionado por ella, y a la preguntas de ¿por qué se rompió ese noviazgo? ¿por el padre de la novia o por esta? Don Ramón respondió negativamente, aclarando que fue José Antonio quien cambió un día, pues mientras sus jóvenes seguidores luchaban en la calle y algunos morían, él consideró que no tenía derecho a desentenderse de esa tragedia y a buscar, egoísta, su felicidad. Felicidad a la que renunció en servicio al proyecto político que se había trazado y al que, de verdad -sin la falsa retórica corriente en los políticos hablando de su sacrificio por la Patria- entregó su vida.

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No fue el padre de la novia, ni esta, los que rompieron el noviazgo y el posible futuro matrimonio, contra lo que pueda creerse, y en contra del relato romántico que se nos ha hecho llegar de esa noche en el Parador de Gredos, que pese a la cortesía en el saludo y educación que José Antonio exhibió al recién matrimonio, se dice que para atravesar las horas que no pudo cubrir el sueño, rompió -al día siguiente- en los caminos cercanos la tranquilidad disparando su revólver con rabia, en busca de acallar el dolor que sentía. Difícil es ponerse en la piel de José Antonio aun porque  el dolor proviniera de su propia renuncia, porque no todos estaríamos a la altura de similares circunstancias, y porque con toda renuncia se abandona lo que se ha querido y buscado, y cuando, finalmente, nada se pide para sí.  Este tipo de renuncias solo son de voluntades excepcionales, de hombres mitad monjes, mitad soldados, siendo indudable que José Antonio fue, a la vez, monje y soldado.

Autor

Luis Alberto Calderón