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¿Por qué en las democracias liberales y capitalistas se ha extendido la desconfianza en el sistema? ¿Por qué la denuncia constante –aunque nunca suficiente– de los defectos del liberalismo, el capitalismo y la misma democracia? ¿Por qué persiste una idea positiva del comunismo?
Estas preguntas –que en el fondo son la misma– admiten, por supuesto, diversas respuestas. Algunos dicen que la explicación reside en la esencia inhumana del liberalismo capitalista. Otros niegan la existencia misma de una democracia. Aquéllos discuten que exista tal liberalismo económico. Los de más allá afirman que el socialismo es la consecuencia lógica del liberalismo. En nuestra opinión, sin entrar a valorar otras opiniones y matices, –no pretendemos aquí ser exhaustivos–; sin negar las razones que acompañan tan dispares perspectivas; incluso admitiendo como válidas todas o varias de ellas, lo anteriormente apuntado no responde a la última cuestión. Al menos, no del todo.
A pesar de las evidencias que muestran la realidad criminal del comunismo, extensamente documentada, en las socialdemocracias capitalistas persiste una idea positiva del mismo. Un aura de idealismo acompaña, todavía, a los comunistas.
En sentido contrario, sobre el sistema capitalista pesa siempre la sospecha y la atribución de oscuras intenciones, inherentes tal vez a su cualidad humana; pero, al cabo, una naturaleza corrupta.
El comunismo se mide a sí mismo siempre respecto a la utopía, inalcanzable por su propia condición. De forma que sus errores y crímenes quedan justificados en la imperfección de sus servidores y en tanto su pretendido ideal permanece inalcanzado.
A la inversa, sus contrarios, cualesquiera que éstos sean, se miden y evalúan respecto a la realidad, y sus errores, su impotencia o sus faltas responden a su pérfida naturaleza.
Sin disculpar en ningún caso la injusticia en cualquiera de sus formas, o la codicia alentada por un liberalismo amoral, ¿por qué este doble rasero?
La respuesta está en la educación.
Los comunistas siempre han prestado una atención especial a la difusión de su doctrina. La formación desde la infancia en los principios del comunismo ha sido el eje sobre el que construir una nueva sociedad afín y, por supuesto, para su perpetuación en el poder.
Sin embargo, no se suelen mencionar las fuentes en las que se manifiesta la evidentísima pulsión totalitaria del comunismo. Tal vez no se conozcan, o quizás no interese divulgarlas en el nuevo sistema globalitario. Pero seguro que éste es tan buen momento como cualquier otro para subsanar –parcialmente aunque sea– dicho vacío de conocimiento en un asunto tan relevante.
Dejemos, pues, que el comunismo nos ofrezca su propia visión de la educación a través de los testimonios de sus protagonistas.
Sin duda, el primero de ellos es Lenin, quien afirmaba: “Sólo transformando radicalmente la enseñanza, la organización y la educación de la juventud conseguiremos que los esfuerzos de la joven generación den como resultado la creación de una sociedad que no se parezca a la antigua, es decir, de la sociedad comunista”. (Lenin, III Congreso de la Unión de Juventudes Comunistas de Rusia, 2 de octubre de 1920).
Apenas un mes después, el mismo Vladímir Ilich Uliánov proclamaba: “Ahora debemos educar a un nuevo ejército de maestros, de personal pedagógico, que ha de estar compenetrado con el partido, con las ideas del partido, que ha de estar impregnado del espíritu del partido […] La tarea de nuestros trabajadores de la enseñanza estriba en realizar esa transformación de la masa. […] hay que reeducar a las masas, y reeducarlas puede únicamente la agitación y la propaganda […]”. (Lenin, Conferencia de toda Rusia de los Órganos de Instrucción Política de las Secciones Provinciales y Distritales de Instrucción Pública, 3 de noviembre de 1920).
Anatoli Lunacharski, compañero y amigo de Lenin, y a la sazón primer Comisario de Educación de la República de los Soviets, asumía que la educación era atribución exclusiva del Estado y, en la misma línea, insistía en que la educación debía ser, ante todo, propaganda ideológica:
“[…] el Estado tiene otra continua tarea en su actividad cultural, precisamente la de extender en todo el país las ideas, los sentimientos y las acciones revolucionarias”.
[…] La agitación se distingue de la propaganda en que altera los sentimientos de los que la escuchan o la leen, e influye directamente en su voluntad […] Nosotros somos predicadores. Y la propaganda y la agitación en esencia no son otra cosa que la incesante prédica de la nueva creencia […]”. (“La revolución y el arte”, Kommunisticheskoie Prosveschneie, La Educación Comunista, nº 1, 1920).
Lunacharski, que ejerció su cargo durante doce años –desde 1917 hasta 1929–, enmarcaba la educación en un ámbito más amplio, más allá de la escuela; extendiendo su labor a todo el ámbito cultural. Una lucha en la que el arte jugaba un papel decisivo, como él mismo nos desvela: “No hay ninguna duda de que la educación emocional se reduce, casi en lo principal, a la educación artística. Pues las ideas solas, sin el sentimiento, no determinan la voluntad”. (“La Glavpolitprosvet y el arte”, Krasnaia Nov La Novedad Roja, nº 1, junio de 1921).
Aclárese aquí que la Glavpolitprosvet era la Dirección General de Educación Política, dependiente del Narkomprós (Comisariado del Pueblo de Educación).
Un año más tarde, el mismo Lunacharski insistía en esta concepción de la educación y el arte como herramienta de propaganda, haciendo balance del espíritu que guiaba su ministerio, y del papel del arte en el éxito revolucionario: “La revolución no sólo podía influir sobre el arte, sino que necesitaba del arte. El arte es un arma potente de agitación y la revolución aspiraba a adaptar el arte para sus fines de agitación”. (Krasnaia Gazeta, El Periódico Rojo, Moscú, 5 de noviembre de 1922).
Una idea fija que reiteraría más adelante: “El arte es, por tanto, una fuerza social. El arte es un poderoso instrumento de propaganda. Desde este punto de vista, en todos los aspectos de la vida social, el artista representa una fuerza combatiente que toma parte en la lucha de clases”. (“El significado del arte desde el punto de vista comunista”, Rabochi put, El Camino Obrero, Omsk, nº 291, 21 de diciembre de 1924).
Perviviendo los postulados marxistas-leninistas en el socialcomunismo actual, se entiende bien que el artisteo de la ceja y el martillo proclame que “la cultura sólo puede ser de izquierdas” o que “no hay intelectuales de derechas”. Y que el profesorado activista zurdo respalde el adoctrinamiento liberticida impuesto bajo las leyes de “Memoria histórica” y “Memoria democrática”.
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