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José Sánchez Guerra y Martínez (Córdoba, 28 de junio de 1859-Madrid, 26 de enero de 1935) fue un abogado, periodista y político español, varias veces ministro y presidente del Consejo de Ministros durante el reinado de Alfonso XIII.

Miembro en sus primeros tiempos del Partido Liberal, con posterioridad se pasó a las filas del Partido Conservador, donde sería una figura destacada. Llegaría a ejercer como ministro de Gobernación, de Fomento y de la Guerra, y también como presidente del Consejo de Ministros. Diputado a Cortes, llegaría a asumir la presidencia del Congreso de los Diputados.

 

(Al presentarse el orador es objeto de una ruidosa ovación, que se prolonga durante algunos minutos.)

Si esos aplausos, que resuenan en el fondo de mi alma, representan vuestro asentimiento, vuestra aprobación a mis actos, durante un largo período de tiempo, en España y fuera de España, no sólo los agradezco sino que los recojo y los acepto, porque, en conciencia, creo merecerlos.(Muy bien. Aplausos ¡Viva el hombre recto!)

Si, por el contrario, significan una esperanza, un anticipado aplauso a lo que suponéis que yo voy a deciros, entonces, repitiendo e imitando la conducta de muchos autores que pasaron por este escenario o por otros, yo tendría que decir: «Que el autor ruega al público que reserve su juicio hasta el final de la obra.» (Muy bien.)

Sin que ello pueda serme imputable, yo reconozco que se ha producido, en torno de este acto y de lo que yo hubiera de decir, una lastimosa confusión. Por primera vez en mi vida, me encuentro yo con que hay algo raro, un poco confuso, entorno a mi actitud. ¿Sabéis a qué se debe? A que yo he guardado un absoluto silencio y muchos han hablado desconsideradamente; los unos, pretendiendo adivinar, si es que no se jactaban de saber, lo que yo había de decir; otros, imaginándolo, y muchos, olvidando mi historia, creyendo que yo era hombre a quien se podía llevar y traer a voluntad de unos y de otros. Y todas las mañanas habéis visto y en muchos círculos se ha comentado cómo un periódico tiraba de mí en una dirección y otros periódicos pretendían llevarme en otra. Y no os digo nada de la serie de cartas, de visitas y de cosas que han pesado sobre mí, como si en momento tan grave como éste pudiera ser cuestión de influencia marcar la dirección de mis actos y darme la pauta para mi conducta. No, no. Lo que yo vengo a decir no podrá sorprender sino a aquellos que hayan estado ignorantes de toda mi actuación durante largos años, a aquellos que no hayan leído mis notas o aquellos que hayan desconocido todas las cosas que, en torno mío, se han desenvuelto y que yo he tenido ocasión, muchas veces, por escrito y de palabras, de aclarar.

Yo quiero salir al paso a todo eso, y a las mentiras, que así se llaman en castellano, que, en uno y en otro orden, se han producido que son causa de esta confusión a que aludo. Y advierto a todos que yo vengo aquí a hacer mi discurso. El mío; no el que los demás quisieran que hiciese y el que los demás harían si estuvieran en el caso en que yo me encuentro.

Una de las obligaciones más estrechas de un hombre público, que tiene mi responsabilidad, es afrontar tranquilo la opinión de los demás, adversa O favorable, y hacer, en cada momento, lo que crea que es su deber. A eso vengo esta tarde; a cumplir el mío. Por fortuna, en este caso, no seda aquel que, en frase hermosa —lo he recordado algunas veces en el Parlamento—, dijo persona para mí muy querida. En definitiva, no hacía el culto humanista sino transcribir una frase de Tácito:«Hay ocasiones en la vida, singularmente en la vida de los hombres públicos, en que es más difícil conocer el deber que cumplirlo.» (Muy bien. Bravo.)

Me he visto yo muchas veces en este caso, que es difícil; a veces, los deberes se aparecen en la vida contradictorios, contrapuestos; pero ahora, no; ahora, yo veo claro mi deber, y el que me conozca sabe que, conocido mi deber, yo vengo a cumplirlo. (Muy bien. Aplausos.)

La mayor parte de vosotros no creerá que yo vengo aquí, como alguien ha dicho, a hacer un programa de Gobierno. ¡Programa de Gobierno! Lo que importa es que España gobierne, lo que urge es que España se gobierne. Como veréis si tenéis la bondad de escucharme hasta el final, un programa de Gobierno no es de las cosas para mí más urgentes; menos vengo a dar un programa de partido. Los partidos son esenciales en el régimen constitucional y parlamentario, pero ¿cómo se han de formar, y se han de nutrir y se han de desenvolver esos partidos? ¿Cómo? Has muchas gentes, desgraciadamente, en España, que no se han enterado de que aquí han pasado muchas cosas, muchas; como yo he vivido algunas de ellas, me he enterado y sé que no estamos en tiempos de establecer capillitas, donde cada núcleo de hombres públicos reza al santo de su mayor devoción. No; estamos en momentos de que haya grandes catedrales, donde se reúnan todos los que están unidos espiritualmente por un culto y esencialmente por el culto primero de todos, que es, sobre todo, el amor a España. (Muy bien Aplausos.)

Sobre todo el amor a España

Esta frase del amor a España me desvía un poco de mi propósito por breves instantes, y no puedo menos de recordar que no ha mucho tiempo, en notas oficiosas y en declaraciones reiteradas, se afirmaba que el que no pensaba como el dicente no era patriota, y hay muchas gentes, muchas, que no estuvieron con la Dictadura, y muchas que sí estuvieron, que siguen pensando y diciendo a veces lo mismo, que en nombre del patriotismo se me dictaba a mí de uno y otro lado mi conducta; pero como yo administro mi patriotismo, yo solo, yo mismo, no tuve necesidad de ajustarme a esas pautas. Digo, pongo por testigo a Dios y a España entera, que yo voy a pensar y pienso en España y para España. Pero es posible que mi patriotismo no vaya por los mismos senderos que el de otros, y que al pensar en España yo no coincida con muchos cuyo patriotismo reconozco y respeto, coincida o no con el mío.

Permitid que en esta hora solemne de mi vida, por algunos momentos os distraiga recordando los comienzos de mi vida pública.

Fui muy joven diputado a Cortes, coincidió casi apenas con la muerte de D. Alfonso XII; comencé a ser diputado al mismo tiempo que comenzaba la Regencia. ¿Qué pasaba entonces? Entonces, al morir D. Alfonso XII, apenas hubo una docena de personas en España que creyeron que podía perpetuarse más de seis meses la Monarquía, y apelo a los que entonces tenían la desgracia, desgracia ahora, de vivir, para ellos como para mí, para que digan si estoy equivocado. Yo os aseguro que he oído muchas veces a personas muy adictas a la Monarquía, palatinas algunas, que sirvieron a D. Alfonso XII, referir, frente a este convencimiento mío, que, en efecto, hubo varias ocasiones en que casi se tuvieron los equipajes dispuestos, suponiendo que la Monarquía iba a emigrar de España. Estaba viva y fuerte una Asociación militar republicana, de la que dijo el ministro de la Guerra, Martínez Campos, que tenía en su seno más del 36 por 100 de los oficiales y jefes del Ejército. Estaban en París, emigrados, muchos de los más eminentes hombres públicos españoles: Martos, Montero, Salmerón, todos acaudillados por Zorrilla, y Zorrilla muchas veces ayudado por el Gobierno francés.

En incógnita la sucesión al Trono; desconocida la dama ilustre que venía a encarnar la Regencia, ignorada por el pueblo español.

Al poco tiempo, merced a aquella autoridad y aquel arte, aquella habilidad incomparable de aquellos hombres públicos, singularmente de Sagasta y Cánovas, merced también —que es ocasión de hacer justicia— a la lealtad irreprochable de la Reina Cristina, a su corrección, al cuidado que puso en cumplir sus deberes constitucionales, el cuadro había cambiado, y lentamente fueron viniendo a España aquellos hombres público semigrados, y después de venir a España, unos colocándose a honesta distancia, otros reconociendo más o menos pronto la Monarquía, la Asociación militar republicana, después de los chispazos de Badajoz, de Santa Coloma y, por último, de Madrid, con Villacampa, se disolvió y deshizo.

Aquellos hombres públicos no sólo vinieron a España, sino que se unieron a la Monarquía, y entonces sucedía que todo joven que se distinguía en las Academias o en las Universidades, todo profesor joven que, por su cultura, por su entendimiento, por su palabra y por sus condiciones morales, todos los que adquirían relieve, desoyendo las voces elocuentísimas de Salmerón y Castelar, de los grandes caudillos republicanos que todavía vivían, vinieron a la Monarquía.

Y ahora, ¿qué sucede? Con amargura y con dolor lo digo: está sucediendo lo contrario, lo contrario: el muchacho que se distingue en la Academia, el profesor que toma relieve y autoridad por su cultura, ése, o está en la República o va hacia la República (Muy bien. Grandes aplausos.)

Yo rogaría, en evitación de desengaños y de que se reclamase que se devolvieren los aplausos, un poco de paciencia para oír mi discurso.

 

Una dictadura cruel

¿Qué ha pasado? ¿Por qué este cambio? Pues ha pasado, aparte muchas cosas, que sería muy largo enumerar, que muchos o todos lo habéis vivido, ha pasado una Dictadura, una Dictadura de la que muchas veces he oído decir que no hasido sanguinaria: y es verdad, no lo ha sido, pero ha sido cruel.

¿Verdad que es raro y hasta antagónico esto que digo? Pues digo la verdad. Porque ¿qué concepto tienen de la vida y qué aprecio hacen de la vida los que creen que con respetarla ya han sido correctos y ya han sido generosos? ¿Es generoso, o cruel, aquel que respeta la vida y condena a aquellos hombres cuya vida respeta a vivir sin honor? (Muy bien. Aplausos.) Eso no es sanguinario, pero es ser cruel, y de eso tenemos muchos, muchísimos casos en España, y yo pregunto algunos oficiales que es posible que estén aquí, pero que no afirmo que estén, a algunos hombres que estiman el honor por encima de la vida, como, por fortuna, hay tantos en España, ¿qué hubieran preferido ellos: un fusilamiento o una vejación constante y un agravio a mansalva y una humillación frecuente?

Yo sé lo que ellos me contestarían, porque eso es lo que hubiera contestado yo; porque la sangre mancha, pero no ensucia. Y toda la labor y toda la campaña contra hombres civiles que estaban en el extranjero y contra personas que unas han vuelto y otras no, que visten el honroso uniforme del Ejército, ha sido procurar su deshonor, ha sido humillarlos, ha sido vejarlos.

No quiero referirme sólo a aquellos casos que son bien notorios. No; porque yo tengo, desde aquí, que llamar la atención del Gobierno, en primer término, y de todos, porque hay casos ignorados, hombres modestos repartidos por la Península, que han sido atropellados, que han sido vejados, que han sido arruinados algunos de ellos, y de eso es menester ocuparse, porque no es bien que la justicia, si por acaso la ocasión de la justicia llegara, mire sólo y se preocupe de los actos de los grandes, porque ésos, en definitiva, por su misma grandeza, estaban expuestos, y debían saberlo, y estaban condenados quizás a sufrir todas esas amarguras, pero esas pobres gentes, algunos que llegaron al suicidio, otros que no necesitaron apelar a la violencia, pero que, lentamente, humillados, vejados, atropellados, arruinados, se murieron, dejando en la ruina y en el desamparo a su familia; ésos son dignos de todo respeto y consideración. Por desgracia, de estos casos ha habido muchos en España. Y no hablemos de los hombres públicos que han sabido desoír las amenazas, las captaciones, las solicitaciones buscando su interés, para que vinieran a formar parte de organismos que eran un puro y absoluto artificio, como está demostrando la realidad.

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Supongo que ninguno de los que me escuchan, si me conocen espere o tema de mí que, al hablar de la Dictadura, cometa la vileza de injuriar a las personas que la encarnaron, ni siquiera desconsiderarlas.

Yo sé que los actos se califican por su misma esencia y no según la voz de los que hablan o según los actos de los que los realizan. Y yo estimé una vileza, y lo dije públicamente, que a hombres públicos a quienes se maniataba, a quienes se amordazaba y se impedía la defensa, se les injuriase todos, todos los días y se tratara de humillarlos y escarnecerlos. Y como consideré una vileza aquello, me guardaré mucho de caer en la tentación de cometer vileza análoga, tanto más cuanto que he dicho que a mí me repugnan más los valientes de ahora que los cobardes de antes. Yo tengo el derecho, por lo mismo que durante su estancia en el Poder, alta la visera, combatí de frente al general Primo de Rivera y a los demás que encarnaban aquella Dictadura, tengo el derecho, repito, puesto que los combatí alta la visera y a pecho descubierto cuando eran omnipotentes y arbitrarios, de no injuriarlos y aun de respetarlos personalmente. Pero esta consideración personal ¿quiere decir que yo diga, ni me resignaría a ello, que no se les exija por sus actos las responsabilidades que hayan contraído? ¡Ah! No. Todo lo contrario; por lo mismo que así hablé, no sólo no estoy impedido, sino que estoy doblemente autorizado, en mi concepto, para decir que es preciso exigirlas todas, todas. Porque pensar que España hubiera contemplado todo lo que, junto con vosotros aquí y luego yo desde el extranjero, que eso es peor, contemplé y, después, cuando llega un momento de éstos, no hubiera más que decir aquella frase tan manoseada, que ha aparecido también en labios de otros oradores: «Borrón y Cuenta nueva.» No. Eso no será, eso no puede ser. Antes de ir a la cuenta nueva hay que examinar y analizar químicamente el borrón. (Grandes aplausos, que se prolongan largo rato.)

Tanto más cuanto que el borrón comienza con la tan injusta, tan calumniosa diatriba constante a los hombres públicos. Ellos habían de haber sido (ya dije en diversos documentos que no, que, con las excepciones que fuera de rigor, en general, los hombres públicos españoles eran, en su inmensa mayoría, honorables: algunos que han muerto, desgraciadamente, eran dignos de respeto, personas capacitadas para desempeñar los cargos que ocupaban).

Digo que todos ellos habían de haber sido los bandoleros desalmados que se pintaba a la opinión pública, y yo declaro, alta la frente, seguro de lo que afirmo, que había en España dos entidades, dos organismos incapacitados para juzgar a esos hombres: uno, el más alto; otro, los representantes, o que se adjudicaron ellos la representación del Ejército. (Ovación.) Porque muchas de las culpas que se han podido señalar en los hombres públicos, fueron producto de su lealtad, de su lealtad. (Muy bien), que tomaban responsabilidades que en parte no les correspondían. (Grandes y prolongados aplausos), y con un concepto hidalgo de su propia responsabilidad, amparaban siempre la irresponsabilidad constitucional de la Corona.

¿Ha ocurrido eso después? Porque entonces los hombres públicos, más o menos pronto, se gastaban y caían; pero quedaba intacta esa irresponsabilidad constitucional a que me he referido. ¿Y ahora? Yo no quiero creer, no tengo datos para creer, que eso se hacía malévolamente. Entonces yo acusaría de malvado, de desertor de sus deberes, al que eso hubiera hecho.

Ya digo que no, pero, inconscientemente, la propaganda republicana, por el hecho que se ha realizado en España durante los tres últimos años de Dictadura, ésa, a la vista está, ésa la estáis viendo todos, ésa la advierto yo con tristeza y con amargura, pero ésa es una realidad, y de esa realidad hay que partir, que no hay error tan grande para los hombres públicos y para los ciudadanos como tomar por realidad el deseo, pues con ello se exponen a grandes equivocaciones y desengaños. La realidad es la que se impone, es la que contemplamos, es la que lamento, pero es la realidad.

Hay, pues, que exigir, que buscar razonadamente, sin algaradas, sin bullangas, que desautorizan al que las realiza, y aun al que las sufre, la responsabilidad, donde esté, de lo más alto a lo más bajo. (Muy bien).

 

El impulso soberano

La Dictadura vino —ya sabéis cómo vino—:yo, dándome cuenta de lo que digo y diciendo lo que pienso, digo que a la Dictadura, a la Dictadura y al modo de venir la Dictadura, se le podría bien aplicar (para decirlo con todos los respetos he de refugiarme en mis aficiones literarias),con el solo cambio de una palabra, aquella décima famosa que atribuyeron muchos a Góngora, al hablar de la muerte del conde de Villa mediana:

 

Mentidero de Madrid,

decidme, ¿quién mató al conde?

Ni se sabe, ni se esconde.

Sin discurso discurrid.

Dicen que le mató el Cid.

por ser el conde Lozano.

¡Disparate chabacano!

La verdad del caso ha sido

que el dictador fue Bellido

y el impulso soberano.

 

(Atronadores y prolongados aplausos).

Mucho sentimiento tengo dentro de mi alma para decir lo que digo: pero me expreso a conciencia de mi responsabilidad y por el culto que debo, más que nunca en esta tarde, a la verdad. (Aplausos).

No cabe hablar de irresponsabilidad constitucional. Ésa es la que muchos, y yo puedo decirlo alta la cara, cumpliendo nuestro deber, yo, en diferentes ocasiones de palabra y por escrito, hemos recordado donde debíamos recordarlo, diciendo que el Rey no podía ser beligerante. Pero por mucho que me amargue, he de decir que lo que no puede ser, ¡lo que no puede ser! es desdeñar y escarnecer las ficciones constitucionales, hechas en buena parte, para amparar la irresponsabilidad constitucional, y después de haberlas desdeñado, escarnecido, humillado y atropellado, pretende ramparar se en la irresponsabilidad.

Las responsabilidades ¿cómo habrán de ser exigidas? He oído reiteradamente, he leído que persona de tanto respeto para mí, que tantos respetos merece, como el general Berenguer, ha dicho que eso habrá de hacerse, que habrá de depurarse en las Cortes. ¡Ah, no! La última sanción puede que sí; la sanción política puede que sí, en las Cortes; pero el Gobierno está obligado a prepararla ponencia de esas Cortes mismas, y eso no puede hacerse sin una investigación que es imposible que hagan las Cortes, que no tendrían, en ningún caso, a mano los documentos, las pruebas. Eso tiene que prepararlo el Gobierno, por amargo que le sea; pero es un deber y, por amargos, no se rechazan los deberes. Quizá sí eso fuera preferible—naturalmente al que gobierna le toca la responsabilidad de los medios— prepararlo creando una altísima comisión integrada por altas personalidad es del país; pero eso hay que llevarlo alas Cortes.

Y llegamos a la cuestión batallón a, a la magna cuestión de las Cortes; y de un lado y de otro sera zona, se procuran convencer los unos a los otros—se despotrica, que es más fácil que convencer-—de cómo han de ser las Cortes. Y yo declaro que no doy a este punto gran importancia, porque sé, porque vivo hace muchos años y tengo mucha experiencia, que las elecciones, convóquense como se convoquen, van a ser constituyentes; las elecciones serán constituyentes, porque la realidad es ésa, porque el problema que el país tiene delante es ése, y quiérase o no se quiera, eso será lo que se vote en los comicios cuando las elecciones sepreparen y se hagan, si el caso llega.

Doy yo mucha importancia a aquello que Bismarck llamó los imponderables; doy mucha importancia a los imponderables, y he dicho siempre, siempre, porque no he callado y he expuesto en todas formas mis Opiniones, ahí están, repartidas por los periódicos, o circuladas por España, notas mías repetidas, y yo he dicho siempre que, cuando de veras se quisiera volver a la normalidad, «si alguna vez se tenía la voluntad de ello», había de hacerse por el camino legal, por el camino que la misma Constitución establece y trata, y yo digo que en la Constitución no está abierto ni trazado el camino para ir desde la situación en que estamos a las Cortes Constituyentes. Eso a muchos parecerá nimio, ridículo quizá; yo le doy mucha importancia. Porque no cabe abominar dela arbitrariedad en los otros y tomar el camino de la ilegalidad para nuestro interés y para nuestro deseo; lo primero que hay que hacer para tener autoridad es tener razón, y en vano pretenden tener autoridad los que no tienen razón.

Yo soy enemigo, las circunstancias influyen en todos, epidérmicamente —y con repetición he dicho eso— de toda militarada, de toda algarada; soy hombre de gobierno, hombre con naturaleza y temperamento de gobernante, hombre de responsabilidad, hombre de inclinación conservadora; pero tales fueron las cosas que yo vi, de tal modo se cerraron los caminos legales, que, ya lo sabéis, con mala fortuna objetiva, con fracaso objetivo, con cierta tranquilidad subjetiva y con una compensación generosa, espléndida para las amarguras, a las responsabilidades, a los malos tratos y a los perjuicios ocasionados de todo eso, aunque hubiera sido más grande de lo que fue, yo declaro, y debo la fortuna de ello a Dios, que me habéis compensado vosotros con vuestro recibimiento y vuestras aclamaciones esta tarde. Para salir de la ilegalidad no hay más camino que la legalidad. Y después de esto, ¿para qué? ¿Es que unas Cortes ordinarias —ya he dicho que las elecciones van a ser constituyentes, después de efectuadas esas elecciones—, las Cortes no pueden hacer todo lo que la nación quiera que se haga?

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Sí, sí; porque habiendo tomado muchos, yo el primero en el tiempo, aunque el último en la calidad, la bandera de la Constitución del 76, yo digo: Quien ha pretendido que esa Constitución sea intangible, tiene la fortuna de ser del tipo delas que llama Dice y flexibles; y, por tanto, sin tocar a los artículos de la misma, se podría, mediante las leyes, cambiarse todo lo que se quiera cambiar, y así lo hemos visto en España; no he de hacer la enumeración, pero está en la conciencia de todos vosotros. Si hubiera triunfado en España alguno de los movimientos revolucionarios, entonces no había cuestión. Cuando la violencia resuelve un pleito, después del derribo hay un solar, y en el solar se puede y se debe libremente construir; pero cuando se intenta evolutivamente, por el camino de la legalidad, entonces hay que hartarse de legalidad, con los inconvenientes que ello tenga, sobre todo para el deseo, para el amor propio o para muchas cosas muy respetables del alma humana. (Una voz: «El solar lo haremos nosotros.») (Otra voz: «Ya hablaremos.») Sigue el orador: Pero ahora estoy hablando yo. (Muy bien.)

Ya he dicho que venía aquí a hacer mi discurso y no el de los demás. El camino está abierto, si es que lo está de veras, para que los demás hagan el suyo oportunamente, y seguramente no intentaré yo entonces dictar el de los demás; lo oiré con admiración y respeto; probablemente en muchas ocasiones con aplauso; que en muchas cosas coincidimos, pero en otras tengo que disentir de muchas personas para mí muy queridas, todas, queridas o no, respetables, y yo quiero guardar gran respeto a su opinión, pero pido respeto para las mías. (Aplausos.) Con tanto más motivo, cuanto que por el camino dela ilegalidad se puede preparar con harta irreflexión, y ése ha sido achaque frecuente en España, lo contrario de lo que se busca. Y hay una cosa, yo os lo digo aquí en secreto,que me parece cien veces peor que padecer y sufrir la Dictadura, y es: merecerla.

El padre Isla, con sutil donosura, tiene dicho que el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra es el hombre. (Risas.)

Y es verdad. Pero hay algo que es verdad, que es también muy triste, y es que hay pocos casos—pero hay algunos, desgraciadamente España está entre ellos—, hay ejemplos de naciones impenitentes.

Olvidaba decir —ya lo apunté— que yo no soy ya un entusiasta de la Constitución del 76; que yo sé, y lo dije ya en mi nota al emigrar, que hay que cambiar y alterar muchas cosas en el modo de vivir y funcionar de nuestras Cortes y de nuestras instituciones todas; pero yo dije entonces, y vuelvo a repetirlo, por qué camino ello había de hacerse.Porque, aparte las razones de convencimiento doctrinal, es que, repito, hay. muchos que no se han enterado de las cosas que en España pasaron, y yo sí. Y porque me he enterado digo que es difícil conservar el respeto, y pedir que las gentes lo conserven, de un texto escrito después de haberle visto durante mucho tiempo. atropellado“y manoseado, porque una cosa que por ética y por estética no cabe hacer es convertir lo que sirvió de trapo de cocina en bandera.

Yo lo he sido todo en España, todo; por haberlo sido todo estoy aquí y estuve en otras partes.Porque decir lo he sido todo en España y añadir de pronto: Está bien, pues ahora no me importa nada de lo que en España pase, y busco mi comodidad y mi tranquilidad, ¡ahí, eso, no! Eso, a mi juicio, hubiese sido una vileza, y por eso estoy aquí, y por eso estuve en Valencia, y por eso estuve en París. Pero yo tengo una gran fuerza, una fuerza muy grande, y es que yo no aspiro a nada. Aspiro a lo que diré dentro de un momento, pero aspiro para mi país, para España. No hay cosas, para un hombre acostumbrado como yo ala lucha parlamentaria, tan agradable, tan eficaz, tan alentadora, como la interrupción, y una que acabo de oír me lleva a recogerla, contestando al par, aunque dudo si será digna de tal honor, cierta hoja verde que ha circulado por ahí. Yo lo he sido todo y lo he debido todo, aparte de Dios, ala libertad, al Parlamento, a la Prensa, a eso, y luego, cuando lo he sido todo, todo, merced a eso, luego he creído equivocadamente sin duda, pero he creído, y alguna vez se me ha dicho con cierta autoridad que he prestado algunos servicios, cumpliendo mi deber de lealtad a la Monarquía. Recojo la indicación de la hoja verde y afirmo esto, y lo que aquí está dicho, mantenido está por mí.(Risas.)

Las Monarquías caen por su culpa

Por eso mi situación es ahora de mucha dificultad. Yo he sido siempre, siempre, y lo he sido como lo soy todo, dando la cara eficazmente, hombre monárquico, constitucional y parlamentario, y dije en dos ocasiones muy solemnes que si me pusieran en el trance de optar entre los apellidos y el nombre, yo, que sé que lo que califica y define a una persona son los apellidos, no vacilaría en quedarme sin el nombre: me quedaría con el apellido, y lo dije al marchar a París, y está en mi nota, y, oídlo bien los que antes aplaudíais:Yo no soy republicano, pero reconozco el derecho que España tiene de serlo si quiere. (Muy bien. Aplausos.) No lo reconozco ahora, no; ésa es la ventaja de quien procede claramente siempre, como yo. Es que siendo la vez primera ministro de la Gobernación, de Fomento, presidente del Congreso y presidente del Consejo entonces, muchas veces he tenido ocasión de decir en sitios y ante personas en que es difícil decirlo, esto que voy ahora a repetir en público, cuando he oído, sobre todo a algunos de esos aduladores inconscientes que suelen frecuentar los palacios (porque las Monarquías no han caído nunca por los ataques de sus enemigos; han caído muchas veces por sus culpas y por las exageraciones, por las adulaciones y las equivocaciones nefastas de los cortesanos), cuando he oído decir muchas veces:En España no puede haber nunca República, siempre el ministro, el presidente, ha protestado y ha dicho: ¿Por qué? No digan ustedes eso, que es una insensatez y un agravio al pueblo español.¿Por qué? Lo he dicho con más autoridad y brío en época reciente, después de la guerra, cuando muchos que se enteraron de ella, como pasa aquí con la Dictadura y con sus andanzas, repetían esto viendo la República en China, la República enRusia, en Alemania y Austria. ¿Por qué cito a Rusia y a China? Porque allí estaban en las manos de un solo hombre las tres grandes fuerzas que han dirigido siempre la Humanidad: estaban en una misma mano el poder religioso, el poder civil y el poder militar. Y ¿cómo he de dudar yo que el día que España quisiera habría República enEspaña? Y, probablemente, si la experiencia sirve de algo, la habría proclamado una cosa esencial e indubitable: la soberanía de la nación y manteniendo el orden. Porque no hay duda en ello: las naciones que no están mentalizadas o deshonradas por el egoísmo necesitan, como primera condición, libertad; aquello que llamó Thiers las libertades necesarias; pero necesita, sobre todo, poder desenvolverse en su trabajo, poder vivir. Para eso es indispensable el orden, la tranquilidad; la seguridad personal, y quien habla espera —hasta ahora no se me ha dicho— que alguien le diga que cuando ha gobernado no ha cuidado de afirmarla dignidad del Poder público, la autoridad y todas esas cosas que son necesarias al desenvolvimiento y la dignidad de una nación.

Yo no soy republicano, pero yo digo que hay una cosa difícil, muy difícil y muy peligrosa en el régimen monárquico y constitucional, y es tomar el papel de jefe de un Gobierno. El que acepta la jefatura de un Gobierno compromete ante el Trono al jurar —yo doy gran importancia al juramento—, compromete su lealtad, su probidad, su honor; pero, en un pacto tácito que allí se establece, recibe, en cambio, la seguridad de la lealtad de quien recibe también el juramento, y resulta allí comprometida la probidad y el honor, y es ello un intercambio de confianzas, y yo os digo, os digo que he perdido la confianza en la confianza.(Muy bien, muy bien. Grandes aplausos.)

Que en gusanos se convierten

Yo quiero aclarar y fijar de un modo definitivo, definitivo, mi postura personal. (Murmullos.)Quiero seguir guardando todos los respetos que toman su origen en mi propio respeto. Y refugiándome, como antes, en la literatura, afición mía incurable, voy a expresarla, primero, trayendo a vuestra memoria, el cuadro famoso de Moreno Carbonero La conversión del duque de Gandía y la postura del protagonista, y luego, expresando en ese mismo trance, con palabras de mi paisano el duque de Rivas, en uno de sus hermosísimos romances, las que él pone en los labios del duque, al contemplar el cadáver de Doña Isabel:

 

No más abrasar el alma

en sol que apagarse puede,

no más servir a señores

que en gusanos se convierten

Indudablemente ese «impulso soberano» referido al golpe de Primo de Rivera y ese «no más servir a señores que en gusanos se convierten», dejaban al Rey a los pies de los caballos… Y por los caballos sería pisoteado en el plazo de un año, un mes y catorce días. ¡El jefe de los Conservadores españoles se había cargado la Monarquía!

 

Autor

Julio Merino
Julio Merino
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.

Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.

Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.

En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.

En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.

Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.

Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.