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No hace mucho me escribía un viejo amigo y asiduo lector, reprochándome que a través de la crítica artística quería introducir subrepticiamente una visión amable del nacionalsocialismo. A su entender, me acercaba demasiado a una tesis peligrosa, defendida por los nazis, sobre el arte degenerado. Algo que a su entender me desacreditaba.
Lo primero que debo decir, para su tranquilidad y la de cualquiera, es que se equivoca; no tengo ninguna voluntad de arrastrar a las tinieblas del nazismo ni a él, ni a nadie. No lo deseo, pero es que además sería descabellado por mi parte siquiera pretenderlo. Incluso si en lo más recóndito de mi alma oscura anidara tan perversa intención, precisaría de una capacidad de sugestión de la que carezco.
Debo reconocer, sin embargo, que en algo tiene razón mi amable censor. Y como abogado que es, le agradezco su prevención respecto al peligro de proximidad a unas ideas que en su momento fueron esgrimidas por gente tan malvada.
Dicho lo anterior, creo humildemente que hay varios puntos que es conveniente abordar para despejar cualquier malentendido en torno a este asunto, al menos de aquí en adelante.
En primer lugar, por cultura general y rigor histórico, es necesario aclarar que el arte degenerado no es un invento nazi. A pesar de que los nazis empleasen dicha expresión –entartete kunst, en alemán– con frecuencia. Ni el concepto degenerado es nazi, ni su aplicación a las artes lo es. Ni siquiera en referencia a los ismos de vanguardia.
Por razones que es fácil entender, pero sobre las que no me voy a detener otra vez, se suele ignorar que mucho antes de existir el partido nazi se empleaba la expresión de marras. Es incorrecto, por tanto, seguir insistiendo en atribuir a Schultze-Naumburg o al mismo Hitler su paternidad.
Es más, si nos ponemos puritanos, el concepto “degenerado” según los parámetros eugenésicos nazis fueron anticipados y popularizados a finales del siglo XIX, entre otros[1], por médicos judíos. Véase la extensa bibliografía de Cesare Lombroso sobre fisionomía y crimen, y, sobre todo, léase el grueso volumen de Max Nordau titulado Degeneración (1892) traducido al español por Nicolás Salmerón y dedicado, precisamente, a establecer un nexo entre las psiques enfermas y su aberrante producción artística. Resumiendo mucho, en dicho libro el autor aplica la etiqueta de degenerados a los simbolistas franceses como Verlaine y al músico romántico Richard Wagner.
Por otro lado, al margen de los datos –fundamentales sin duda– y tan relevante o más que el conocimiento de la Historia, esta cuestión presenta en sí misma otro punto de interés; si cabe mayor aún, y que merece analizarse en tanto atañe de lleno a la libertad de pensamiento.
La verdad es la verdad la diga Agamenón o su porquero. Eso debería saberlo, antes que nadie, un abogado. Aunque haya abogados a los que la verdad sea lo último que les importe o se preocupen menos por los hechos que por su apariencia. Incluso hay juristas que viven de vestir la mentira con los bellos ropajes de la verdad y se dice que algunos hasta trastruecan la una por la otra. Pero no por eso vamos a desconfiar de los abogados.
La clave está en atreverse a saber y no tener miedo a acercarnos también a aquellos terrenos espinosos sobre los que creemos tener todo claro, o más bien, sobre los que no queremos saber nada porque nos resultan desagradables, siniestros y nos intimidan. Esas supuestas realidades sobre las que creemos saber algo a partir de sobreentendidos y poco o ningún conocimiento sólido.
Resulta obvio que hay asuntos vedados sobre los que se ha levantado un muro de mentiras que confunde y disuade a la mayoría de tener un criterio propio, pero, por muchos obstáculos que se nos ofrezcan, ninguno es tan poderoso como las trabas psicológicas que nosotros mismos nos imponemos. Y de la pereza por saber sólo uno mismo es responsable.
Por lo tanto, si queremos acceder a la verdad, debemos ser justos y ecuánimes y no incurrir en el sectarismo que denunciamos; es decir, libres de miedo y prejuicios.
Respóndase el lector si acaso un comunista no puede tener razón nunca en nada por el hecho de serlo. Si no se puede ser un buen marido y un ladrón; o una arpía y amantísma esposa y madre. ¿Acaso es incompatible ser médico, o un músico extraordinario y a la vez un criminal? ¿O es que el Papa es infalible y nunca yerra?
Se puede ser sordo y coronel. Se puede ser nazi y acertar. Y se puede escribir esto sin ser nazi, ni judío, ni pretender hacer proselitismo, y, además, ser verdad.
[1] Véase Bénédict Morel: De la formation des types dans les variétés dégénérées (1864); Charles Féré: Dégénérescence et criminalité (1888); Jacques Roubinovitch: Hystérie mâle et dégénérescence (1890).
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