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El 28 de enero de 1930 Miguel Primo decidió dimitir, poniendo fin a su dictadura, bajo la presidencia monárquica de Alfonso XIII. Esta dictadura se la ha considerado el primer ensayo de institucionalización consciente del nacionalismo español autoritario. Como escribe Ángeles Bario:

 “La sensación de frustración y abandono que debió de experimentar Primo de Rivera cuando, tras su dimisión forzada en enero de 1930, se trasladó a París, probablemente aceleró su muerte, que se produjo dos meses más tarde en la más completa soledad. Ni él ni sus colaboradores más directos –entre los que además de Calvo Sotelo o Aunós, habría que citar a su propio hijo, José Antonio Primo de rivera- pudieron comprender la poca benevolencia de la ciudadanía con lo que ellos consideraban un balance muy positivo de un régimen, que habría librado a España del separatismo, del sindicalismo, del déficit y de la guerra”.

 El 1 de febrero de 1930 se estableció la Dictablanda de Dámaso Berenguer, que dio carpetazo a la dictatura de Primo de Rivera. Este periodo se vendió como el restablecimiento de la normalidad constitucional. Hubo dos gobiernos. El del general Dámaso Berenguer y el del almirante Juan Bautista Aznar.

 Se llamó Dictablanda por la indefinición el gobierno de Berenguer que, ni continuó con la dictadura anterior, ni se restableció la constitución de 1876, ni se eligieron elecciones constituyentes.

 En el momento de ser nombrado presidente del gobierno, con el propósito de volver a la normalidad constitucional, Berenguer le explicó a Alfonso XIII los problemas que tenía identificados en España:

 “A las siete de la tarde regresé a Palacio. Poco después de las ocho me llamó el Rey para darme ya oficialmente el encargo de formar Gobierno. Seguidamente di cuenta a su majestad de mis propósitos, primeras gestiones a realizar, y personas a quienes pensaba ofrecer puestos en el Gobierno; (…) A más de la vuelta a la normalidad constitucional en el más breve plazo posible, imperativo inmediato de aquellas circunstancias, aparecían también otros problemas que habían de abordarse (…) Interesaba a la defensa del Régimen, en primer término, la reconstrucción de las organizaciones monárquicas (…) el Universitario: que de las protestas colectivas dentro de los claustros (…) había invadido la calle, en forma más airada justamente en aquellos días; (…) Problema de origen profesional ante el que permaneció irresoluta la Dictadura, sin extirpar los focos donde partían las iniciativas que lo agudizaban, a pesar de su fuerza coactiva, (…) el problema del Ejército originado, principalmente, por la actitud del Cuerpo de Artillería contra determinadas disposiciones del gobierno (…) Por último (…) el problema de la Hacienda (…) determinando la única crisis que la Dictadura sufrió poco antes de su caída total (…) la depresión de las finanzas del Estado; la tendencia bajista de los valores y de la moneda”.

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 La normalidad constitucional era una quimera. Como escribió Mariano Gómez, el 12 de octubre de 19230:

 “España vive sin Constitución». La dictadura de Primo de Rivera, al violar la Constitución de 1876, había abierto un proceso constituyente, afirmaba Gómez, que solo la nación podía cerrar con un retorno a la normalidad conducido por çun gobierno constituyente, unas elecciones constituyentes, presididas por un poder neutral que no fuera parte beligerante en el conflicto creado por la dictadura, un sistema de libertad y garantías ciudadanas de plenitud constituyente y Cortes con autoridad suprema para crear la nueva legalidad común”.

 Las dificultades de Berenguer se multiplicaron y complicaron. Él quería salvar la monarquía, pero no pudo. Varios fueron los intelectuales que apostaron por la República, teniendo en cuenta la dictablanda de Berenguer y la dictadura de Primo de Rivera. Uno de ellos fue José ortega y Gasset. El 1 de marzo de 1931 publicó en el diario El Sol un artículo El error Berenguer. Entre otras cosas escribió:

 “Volvamos tranquilamente a la normalidad por los medios más normales, hagamos ‘como si’ aquí no hubiese pasado nada radicalmente nuevo, sustancialmente anormal. Eso es todo lo que el Régimen puede ofrecer, en este momento tan difícil para Europa entera, a los veinte millones de hombres ya maltraídos de antiguo, después de haberlos vejado, pisoteado, envilecido y esquilmado durante siete años. Y, no obstante, pretende, impávido, seguir al frente de los destinos históricos de esos españoles y de esta España (…) Pero esta vez se ha equivocado. Éste es el error Berenguer. Al cabo de diez meses, la opinión pública está menos resuelta que nunca a olvidar la gran viltá que fue la Dictadura. El régimen sigue solitario, acordonado, como leproso en lazareto”.

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 Berenguer y la monarquía perdieron apoyos políticos y sociales. El más trascendental fue el pacto de San Sebastián. Cuando peor iban las cosas, Alfonso XIII se entrevistó, el 11 de febrero de 1931, con Francesc Cambó:

 “Le encontré hondamente preocupado pero razonando fríamente, cosa que no se acostumbra a producir en él más que en los momentos difíciles. Me pregunta por la significación del Gobierno que debía formar y yo le respondo, sin vacilar, que debía ser de izquierda. Me pregunta después si a mi entender debía llamar a Santiago Alba y le contesto que sí. Me consultó sobre la conveniencia de acelerar la convocatoria de unas Cortes Constituyentes y le contesté que no creía que nadie aceptase el poder sin esta condición, añadiéndole que no eran los momentos aquellos para imponer si no para aceptar.

 Entonces me dice que está amargado y decepcionado y que siente a menudo el deseo de irse de España. Me pregunta qué me parecería si convocase un plebiscito para que el pueblo dijese con un sí o con un no si había de dejar la corona. Le respondí que puedo avanzarle el resultado: que éste sería en una gran mayoría en el sentido que dejase la corona”.

Las elecciones municipales del 12 de abril de 1931 fueron un plebiscito a favor o en contra de la monarquía, o al menos así lo vendieron los que estaban a favor de la república. El comité revolucionario afirmó que el resultado había sido desfavorable a la monarquía. El 14 de abril se proclamó la II República. Alfonso XIII abandonó España. Con él se daba fin a un gobierno que había restituido su padre en 1874.

 

Autor

César Alcalá