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Según la primera acepción del Diccionario de la Real Academia Española, “tabú” es la “condición de las personas, instituciones y cosas que no es lícito censurar o mencionar”. Un concepto tan antiguo como la Humanidad, que Freud analizó en su libro Tótem y tabú (1912) y que conduce inexorablemente a otros como: “legitimidad”, “obediencia” e “inclusión social”. Y sus pares opuestos: “ilegitimidad”, “desobediencia” y “exclusión”.
Porque en el fondo, cuando hablamos de tabúes, inevitablemente, nos estamos refiriendo al “poder”. Al poder para imponerlos, para crearlos, para hacer que se respeten o para destruirlos. Empezaremos por esto último.
La eliminación de “viejos tabúes” ha sido y es un rasgo distintivo de las llamadas “sociedades modernas”, o al menos de quienes han pretendido dirigirlas o encauzarlas reclamando estar en su vanguardia. De modo que los líderes “modernizadores” siempre han invocado la misma pugna entre lo viejo y lo nuevo para acceder al poder, derribando los obstáculos en forma de tabúes que presuntamente lastraban el “progreso” de la sociedad. Aunque, como es sabido, el destierro de los viejos tabúes sólo haya significado su actualización o sustitución por otros distintos. En este caso, impuestos en nombre de la modernidad en un proceso “renovador” o “reformista” muy lucrativo para unos pocos.
En dicho sentido, España no ha sido ajena al afán “modernizador”, ni a la simultánea proliferación de caudillitos oportunistas con ánimo de modernizar. La Transición, por ejemplo, fue un período en el que se insistió mucho en abolir tabúes referidos al sexo, y este tema siguió siendo símbolo del “aperturismo democrático” hasta muy tarde –Hablemos de sexo se emitió en televisión en 1990–. Por supuesto, el “divorcio” o el “aborto” también eran grandes tabúes a desterrar y, dado que tras ellos estaba la autoridad religiosa –que regía y sancionaba el sagrado vínculo matrimonial–, la Iglesia católica se convirtió en diana de incontables ataques y fue perdiendo influencia.
Se decía entonces que en una sociedad libre “no podía haber tabúes” y que “se debía poder hablar de todo con normalidad”. Lo que en la práctica significaba que sólo se hablaba de unas pocas cosas –la famosa agenda de la izquierda– y que de aquello que se debía hablar en cada momento sólo hablaban mucho unos pocos y siempre los mismos. Fue la edad de oro del Grupo Prisa, de los pelotazos sudamericanos de Eductrade –léase El negocio de la libertad (1999) de Jesús Cacho– y de la instauración del diario El País como faro y guía de nuestros destinos. El País o la referencia dominante (1986), que dirían Gérard Imbert y José Vidal Beneyto.
La tesis del “diálogo abierto” se ha esgrimido siempre que se ha querido atacar algún concepto o, más bien, echar abajo lo que representa. Véase, por ejemplo, qué dicen los comunistas –dizque republicanos– respecto a la Monarquía: que hay que hablar de ella, y de la sucesión, y de reformar la Constitución. Que son temas que deben someterse al escrutinio público y que no pueden quedar fuera del debate. Cuando, naturalmente, el propósito de este “debate” es discutir la Institución para suprimirla, alimentando una polémica en la que, por supuesto, los antimonárquicos lleven la voz cantante y, finalmente, tengan la última palabra. Sentencia en este caso, que ya estaba dictada de antemano cuando se invocó un primer “diálogo”.
Lo mismo puede decirse de la reivindicación socialista del “diálogo” con los terroristas marxistas de ETA. Pues quienes reclamaban diálogo querían decir, en realidad, “negociación”. Y esa negociación significaba: interlocución con asesinos, legalización de las ramas políticas de la banda criminal ETA, entrega de las instituciones (cargos públicos, ayuntamientos, etc.); sometimiento de la justicia a criterios políticos; incumplimiento de las penas; prescripción de asesinatos sin resolver y renuncia a investigar los no prescritos; acercamiento de presos condenados por delitos de sangre y legalización de facto de los humillantes e ilegales actos de enaltecimiento a terroristas. Porque la “negociación”, en el fondo, era un “pacto” fijado para obtener el apoyo de ETA al PSOE en el Congreso de los Diputados. Hasta hoy, claro, cuando pocos discuten, sobre todo entre los socialistas, que el diálogo aun a costa de los muertos y sus familias está bien “porque ya no hay más víctimas” y el PSOE gobierna la Nación con los asesinos. A esto lo llaman “paz” y “democracia”, aunque a nadie escape –porque es imposible de ocultar– la vileza de tantos militantes y acólitos en tantas pequeñas justificaciones a lo largo de tantos años, cuando la cronología de todas las mentiras alumbra con claridad meridiana la trayectoria y fin de las mismas.
Ahora bien, vistos los ejemplos anteriores y presuntamente “superados todos los tabúes” tras décadas de “reformas” –como gustan celebrar los autoerigidos paladines de la democracia–, cabría pensar que hoy ya no quedaran en España. Y, sin embargo, bien sabemos que los hay. De hecho, ateniéndonos a su más justa definición, “cosas a las que no es lícito censurar o siquiera mencionar en estricta observancia de la corrección política”, se advierte que con tanta corrección los tabúes no han dejado de aumentar: hay que decir “migrante” y no “inmigrante”, y nunca “inmigración ilegal”; “violencia machista” y jamás “violencia doméstica”; no se puede hablar del “pin” parental en educación; se llaman “derechos de las minorías” a sus privilegios y chiringuitos; se denomina “memoria histórica” a la falsificación y censura de la Historia; “modelo de éxito” a la inmersión lingüística ilegal e “inmersión lingüística” al adoctrinamiento; la eutanasia es el “derecho a una muerte digna” aplicada por el Estado; el “aborto” es un “derecho”; no se puede cuestionar el “cambio climático”; el “orgullo gay” no se puede criticar, pero la Navidad sí; de hecho, no se debe decir Navidad, sino “Fiestas” o solsticio de invierno; ser LGBTQ es “guay”, pero heterosexual es sinónimo de primitivo y “no mola”: “hetero básico” dicen ahora los chavales en los institutos para significar que lo natural no es cool; es “intolerante” negar que la identidad sexual sea “líquida”; decir “España” es sospechoso; comer carne es malo, etcétera, etcétera. Es decir que, como se puede ver, convivimos con una enormidad de tabúes o vetos de orden moral sobre los que no se permite discusión alguna. Lo que conduce a un totalitarismo de facto. Pues no hace falta decir que quien ose discutir los nuevos tabúes se arriesga a la exclusión social o muerte civil –ahora también lo llaman “cancelación”– bajo el estigma de “negacionista”, “maltratador”, “fascista”, “xenófobo”, “homófobo”, “retrógrado” o lo que toque.
De donde se confirma, volviendo al inicio, que no se trata de eliminar los tabúes sino de cómo se adjetivan y, sobre todo, de quién los adjetiva. Lo que significa identificar quién detenta el monopolio de la censura. O dicho de otra forma, rememorando A través del espejo y lo que Alicia encontró allí (Lewis Carroll, 1871):
“– Cuando uso una palabra –dijo Humpty Dumpty en un tono un tanto burlón– significa exactamente lo que yo quiero que signifique, ni más ni menos.
– La cuestión es –dijo Alicia– si puedo hacer a las palabras significar cosas diferentes.
– La cuestión es –repuso Humpty Dumpty– quién va a ser el amo. Eso es todo”. (Ediciones del Sur, Córdoba, Argentina, 2004, p. 88).
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