18/12/2024 05:44

Bajaba por la Cuesta de Moyano, donde tantos libros me había comprado en aquella remota época en la que era un joven universitario con ansias de conocimiento, cuando me vino a la memoria el libro de Boris Pasternak titulado “El Doctor Zhivago”. Como todos sabrán, era ésta una obra ambientada en los tiempos de la revolución bolchevique, en la que, además de la fatalista y apasionada historia de amor entre Yuri Zhivago y la joven Lara, se narraban las peripecias de un joven comunista infectado por el virus del fanatismo revolucionario que con enorme virulencia se propagó a principios del siglo XX por toda Rusia, para dar lugar al nacimiento de la Unión Soviética y el advenimiento de un régimen socialcomunista, esencialmente criminal y tiránico, que se prolongó para desgracia de la población durante más de siete décadas.

Absorto en tales disquisiciones llegué a la confluencia de la calle de los libreros con el Paseo del Prado cuando la noche, como siempre vestida de negro, se iba apoderando sin apenas esfuerzo de la ciudad, mientras las farolas comenzaban a alumbrar las calles con sus rayos dorados para regocijo de los transeúntes que volvían a sus casas agotados por el esfuerzo y también de aquellos otros que de manera un tanto intrépida salían a disfrutar de los placeres que generosamente les ofrecía una ciudad eternamente despierta.

Rodeado por la penumbra caminaba ensimismado y sin prisa hacia el Barrio de las Letras, cuando de repente oí una voz femenina que me llamaba por mi nombre, esbozando una media sonrisa que iluminaba su cara, confiriéndola un aire travieso. Superada la confusión inicial recordé quien era y como la conocí en la Universidad de Alcalá de Henares, cuando era militante de la Liga Comunista Revolucionaria. Victoria, que así se llamaba mi amiga de juventud, vestía de una forma un tanto descuidada que, a pesar del paso del tiempo, no lograba disimular su belleza elegantemente sutil y alejada de los estereotipos voluptuosos tan de moda en la actualidad. De hecho, seguía siendo la mujer atractiva que conocí, con su larga melena bajándole por la espalda dibujando un sinfín de tirabuzones, mientras sus ojos, verdes como un mar lleno de vida, me miraban de forma incierta, provocando, probablemente de manera inconsciente, que pareciera inquisitiva y a la vez distante, lo cual evidentemente no ayudaba a saber con exactitud que carta tocaba jugar, si es que había que jugar alguna.

Una vez superada la fase siempre tediosa de protocolarios saludos me comentó que había quedado con un amigo en un bar de la zona, pero que estaría encantada de que la acompañara ya que estaba deseosa de que la contara como me había ido en la vida desde que nuestros caminos se separaron. Dudé por un instante, pero su cordialidad, que pareció sincera, lo cual unido a un punto de curiosidad por saber que le había deparado el destino terminaron por convencerme y finalmente tomé la decisión de prolongar el casual encuentro. Curiosamente apenas le había comentado un par de detalles de mi vida cuando se lanzó, de manera un tanto incontinente, a contarme, con una confianza con la que no contaba, que se había casado con un marino mercante que al poco tiempo de la boda la había abandonado por otro amor de algún lejano mar, que trabajaba de médico de familia en un Centro de Salud y que dedicaba su tiempo libre a colaborar con una protectora de perros abandonados. Así, entre nostálgicas confidencias, finalmente llegamos al bar donde la esperaba su amigo, el cual la esperaba en un apagado
rincón desde el que se podía observar sin ser observado, lo cual me pareció bastante acertado si lo que se pretendía era pasar inadvertido en medio de la multitud que abarrotaba el local. Tras las presentaciones de rigor y una vez acomodados pedimos al camarero unas cervezas que nos trajeron con sorprendente premura y mientras ellos hablaban de sus cosas y yo saboreaba ajeno a su conversación mi tercio de cerveza afortunadamente casi helada, pude observar con cierto detenimiento a mi recién conocido acompañante. De manera espontánea y sin saber exactamente porqué me pareció algo así como un personaje de un cómic hecho de forma apresurada, que destacaba por su extrema delgadez, su lacia coleta trenzada con el poco pelo que aún le quedaba, unas orejas extrañamente deformadas de las que colgaban sendos aros un tanto excesivos y unas manos marfileñas y sorprendentemente huesudas que no paraban de moverse, reflejando una inquietud interna que perfectamente podría amargarle por el día y desvelarle por la noche.

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En estas elucubraciones andaba yo metido cuando Roque, que así se llamaba el sujeto, me preguntó a bocajarro y sin ningún tipo de preámbulo si yo también era comunista. A pesar de que la pregunta me pareció sumamente impertinente por la falta de confianza mutua, le contesté, reconozco que de una manera un tanto hosca, que me hallaba en las antípodas de tal ideología. Se tomó su tiempo en escrutarme, mostrando a su vez un rictus un tanto amargo y hasta cierto punto cargado de desprecio, para a continuación comentarle a Victoria que parecía que tenía un amigo fascista. Debo admitir que en un principio se me pasó por la cabeza darle un par de hostias, pero rápidamente deseché tal idea, fundamentalmente por no montar un espectáculo gratuito, de tal forma que simplemente me limité a responderle que su pretendido insulto demostraba su elevado grado de ignorancia, ya que políticamente hablando el comunismo y el fascismo eran primos hermanos, dado que ambas ideologías sostenían planteamientos radicalmente totalitarios y liberticidas.

A pesar de que Victoria intentó apaciguar los ánimos con suaves palabras que no recuerdo, Roque redobló sus ataques aduciendo que el comunismo defendía la construcción revolucionaria de un nuevo tipo de sociedad en la que todos los individuos habrían de gozar de las mismas condiciones de vida. Ante semejante estupidez tan solo tuve que señalarle a Roque que si tal cosa fuera verdad resultaba incomprensible que un país comunista como Cuba fuera un gran campo de concentración, donde sus habitantes tenían prohibido hasta abandonar la isla, si bien tal medida cobraba sentido al comprobar que en otro país comunista como Venezuela se había producido el éxodo de millones de personas que huían de la miseria, dándose además la deleznable circunstancia, nada paradójica por otra parte, de que, mientras tan lamentables hechos se producían, los dirigentes castristas y chavistas llevaban una vida en la que, de manera indecente, el placer se mezclaba con el lujo para dar lugar a una interminable fiesta pagana.

Demostrando el dogmatismo recalcitrante que habitualmente acompañaba a los comunistas proporcionándoles una pátina sacerdotal, Roque rechazó de plano mi argumentación aduciendo que si algo demostraba la historia era que el comunismo siempre se había preocupado por los pobres. En este caso no tuve más remedio que darle la razón a Roque, ya que efectivamente el comunismo estaba tan preocupado por los pobres que a lo largo de su existencia no había hecho otra cosa que provocar su proliferación. De hecho, acompañando tal reflexión, señale a mi ocasional interlocutor que precisamente Unicef acababa de publicar un informe donde se ponía de manifiesto que gracias a las políticas socialcomunistas del Gobierno de Pedro Sánchez uno de cada tres menores estaba en riesgo de exclusión social, lo cual en términos de pobreza situaba a España en la cola de la Unión Europea, siendo tan solo superada por Rumanía.

Fue en ese preciso instante cuando, aparentemente incapaz de rebatir tan contundente dato, Roque miró su reloj, posiblemente heredado de algún lejano antepasado, se levantó de la mesa y, demostrando unos modales que distaban mucho de compadecerse con la buena educación, salió bufando del bar, lo cual me llevó a pensar que podría estar sufriendo un ataque agudo de disartria.

Una vez liberado de tan indeseable compañía, no tuve mejor ocurrencia que preguntar a Victoria que de dónde había salido ese miura, a lo cual ella me respondió que vivía por la Dehesa de la Villa, teniendo tan curiosa coincidencia la virtud de provocar en ambos unas sonoras carcajadas, que a su vez tuvieron el efecto de rebajar considerablemente la tensión acumulada a lo largo del previo intercambio de mandobles dialécticos. Tras cesar las risas, ambos nos mantuvimos un momento en silencio mirándonos a los ojos con las manos entrelazadas y, probablemente para no prolongar más de lo necesario el hechizo, Victoria pidió otras dos cervezas, al tiempo que, retomando para mi sorpresa el tema de la política, me preguntó directamente si no consideraba progresista al Gobierno de P. Sánchez. Como distaba muy mucho de querer adoptar un tono falsamente conciliador, le respondí que difícilmente me podía parecer progresista un gobierno sustentado por comunistas, golpistas y filoterroristas, cuya única finalidad era mantenerse en el poder, para lo cual no había dudado en debilitar la democracia, abolir el Estado de Derecho y acabar con la paz social mediante la colonización de las instituciones del Estado, el control de los medios de comunicación, la criminalización de la oposición, el acoso a los jueces y el pertinaz intento de fracturar a la sociedad española, realizando todo ello, para mayor descrédito, al mismo tiempo que arruinaba a buena parte de los españoles. Una vez terminada mi contundente alocución, sin darme ni quitarme la razón, Victoria insistió en el tema, preguntándome esta vez que si todo lo que había dicho era cierto adonde pensaba yo que quería conducirnos P. Sánchez. La respondí sin vacilación alguna, ya que a esas alturas de la conversación las cartas estaban boca arriba, que teniendo en cuenta que P. Sánchez padece un grave trastorno narcisista de la personalidad, lo que el sanchismo pretende es instaurar en España una suerte de “cesarismo”, es decir, un régimen totalitario basado en la autoridad suprema de un individuo al que la sociedad en su conjunto debe rendir culto con independencia de que su acción de gobierno, indefectiblemente barnizada por la mentira, el cinismo y la hipocresía, viniera marcada por la incompetencia absoluta y la corrupción extrema.

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Después de tan extensa disertación pensé que nos despediríamos sin más, pero, sorprendiéndome nuevamente, Victoria, tras apurar su copa de cerveza, me invitó sin circunloquio alguno a proseguir la conversación en su casa con una botella de buen vino y algún tentempié por medio. Aunque su proposición me pilló desprevenido, con relativa rapidez acepté su generosa oferta, dando así de lado una vez más a esa dama discreta y tolerante llamada Soledad. La relectura de Hamlet -pensé- podía esperar, ya que la noche prometía emociones intensas de final incierto. Al salir del bar una bocanada de aire frío nos golpeó con fuerza, provocando que Victoria se arrimara a mi cuerpo mientras yo la acogí entre mis brazos con tan solo el cielo estrellado por testigo.

Autor

Rafael García Alonso
Rafael García Alonso
Rafael García Alonso.

Doctor en Medicina por la Universidad Complutense de Madrid, Especialista en Medicina Preventiva, Máster en Salud Pública y Máster en Psicología Médica.
Ha trabajado como Técnico de Salud Pública responsable de Programas y Cartera de Servicios en el ámbito de la Medicina Familiar y Comunitaria, llegando a desarrollar funciones de Asesor Técnico de la Subdirección General de Atención Primaria del Insalud. Actualmente desempeña labores asistenciales como Médico de Urgencias en el Servicio de Salud de la Comunidad de Madrid.
Ha impartido cursos de postgrado en relación con técnicas de investigación en la Escuela Nacional de Sanidad.
Autor del libro “Las Huellas de la evolución. Una historia en el límite del caos” y coautor del libro “Evaluación de Programas Sociales”, también ha publicado numerosos artículos de investigación clínica y planificación sanitaria en revistas de ámbito nacional e internacional.
Comenzó su andadura en El Correo de España y sigue haciéndolo en ÑTV España para defender la unidad de España y el Estado de Derecho ante la amenaza socialcomunista e independentista.
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Surreal

Actualmente los progres han alcanzado tal grado de fundamentalismo en su manipulación sectaria que ya no pueden hablar sin atacar a los no correligionarios

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