22/11/2024 05:30
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Por su interés, voy a reproducir algunas páginas estos días de su obra «Horas del Madrid rojo» (aunque yo en lugar de horas les llamaría «Escenas»), en las que cuenta lo que vivió en los 3 meses que vivió en el Madrid rojo, entre el 18 de julio y el mes de octubre cuando pudo salvar su vida y huir al exilio

Son escenas de película (y algunas de sus obras también han sido llevadas al cine), son relatos apasionantes y tétricos, trágicos, en los que como periodista va recreando lo que fue y vivió aquel Madrid rojo, republicano, constitucional y legitimo (cuando un Gobierno LEGÍTIMO permitió que grupos desorganizados, descontrolados, y vengativos sembraran la muerte y el terror en Madrid)

Les aseguro que estos relatos del «Caballero Audaz» debían ser divulgados por un Gobierno que dice ser constitucionalista y legítimo como aquel.

 Pasen y lean. Son escenas muy cortas pero muy expresivas y eminentemente gráficas:

Biografía

José María Carretero Novillo (Montilla, 1887-Madrid, 1951) fue un escritor y periodista español más conocido por el seudónimo de «El Caballero Audaz» .

Estudió en el instituto de Cabra (Córdoba) y se trasladó a Madrid. Muy joven empezó a trabajar en el Heraldo de Madrid y en Nuevo Mundo del que pasados los años llegó a ser director. También colaboró, entre otras publicaciones, como redactor en Mundo Gráfico, pero donde más éxitos tuvo, alcanzando gran fama, fue en la revista La Esfera en la que popularizó el seudónimo de «El caballero audaz».

Gran corpachón, metro noventa de estatura y espadachín conocido por sus varios duelos. De vida azarosa, arrogante y beligerante fue maestro de la entrevista y del género interviú, defensor de que, además de las declaraciones del entrevistado interesa el perfil del propio personaje. Escritor de novelas folletinescas de fondo erótico, alcanzó en vida tiradas millonarias.

Ardiente propagandista de la facción nacional en la Guerra Civil, como periodista nos legó una serie de reportajes históricos de personajes y de sucesos de la Guerra Civil española de 1936, de la que fue protagonista en Madrid. Camuflado con barba y unas lentes ahumadas de los milicianos que le buscaban, organizó, en diciembre de 1936 y junto a otros amigos, un sistema que les permitió crear y difundir bulos y extender por Madrid el fantasma del derrotismo. Su campo de acción fue la calle de Alcalá, donde se estableció una especie de rastro apócrifo donde se vendía de todo, especialmente libros que lo mismo servían para ser leídos como para ser utilizados como materia combustible con la que poder cocinar.

Fue completamente olvidado tras su muerte, incluso en los ambientes profesionales y académicos. Al decir de Torrente Ballester en el prólogo a un libro de entrevistas, «su recuerdo nos hace volver la cara». (en la foto con Benito Pérez Galdós)

 

 Escena 12 LA DE LA VISITA A LOS PRESOS 

 

 Desde antes de amanecer estaba formada la «cola». Empezaba en la misma puerta de la cárcel, en la calle del General Porlier, y alcanzaba la de Lista, llegando hasta Torrijos, adherida a la alambrada que limita el extenso solar del antiguo Colegio de los Calasancios.

Había llovido durante la noche y el suelo era un barrizal. Desde la aurora, un viento fino y helado azotaba las calles. Crueldad implacable del tiempo, que hacía más dura y angustiosa la espera.

Unos milicianos, fusiles al hombro, recios capotes, altas botas de agua, recorrían la «cola» cuidando del orden. No había temor de que se alterase con protestas, como en las «colas» que se formaban ante las tiendas y las panaderías.

Esta de Porlier era un rebaño triste y sumiso. Mujeres en su mayoría, soportaban sin quejas la inclemencia, las dificultades; obedecían sin réplica las órdenes que, con palabras soeces, les daban los milicianos. Antes al contrario; en los rostros pálidos había un gesto humildoso de acatamiento, de agrado, que revelaba un afán de hacerse simpáticas, de inspirar compasión a los guardianes.

Ya muchas de las mujeres se conocían de verse allí a diario y se sentían unidas por esa solidaridad que engendra la mutua desgracia.

Una viejecita, magra y seca como un sarmiento, preguntaba a su vecina de «cola», una muchacha de fina belleza, prematuramente marchita por el dolor:

-¿Usted cree que hoy nos admitirán la comida?…

-Es posible, doña Matilde… Van ya tres días haciéndonos esperar inútilmente… ¡Y con el tiempo como está!… Si no van a dejarnos entregar los paquetes, podían avisarlo.

Otra mujer, que tiritaba arropada en un mantoncillo, murmuró:

-Si lo hacen a posta… Para martirizarnos… Ellos quisieran que nos muriéramos todos…

-¡Paciencia, señora, paciencia! -dijo humildemente la viejecita-. Peor lo pasan los pobres que están ahí dentro…

Como si el viento helado congelase las palabras en los labios, se hizo un hondo silencio en la «cola».

Unánimes, los pensamientos y las pupilas se dirigieron al vasto edificio frontero. Como si quisieran traspasar los muros rojizos, entrar por los huecos de sus centenares de ventanas para buscar al ser amado que allí sufría y esperaba… Cinco o seis mil presos había constantemente en el antiguo colegio de Porlier. Hacinados en las aulas, en las galerías, en los pasillos; durmiendo a veces a la intemperie en los patios. Cinco o seis mil hombres sobre los que constantemente cernía sus alas el ángel negro de la Muerte…

Unas palabras corrieron por la «cola», produciendo un estremecimiento de júbilo:

-¡Han puesto el cartel! ¡Han puesto el cartel!…

Quería decir que a la puerta de la prisión habían fijado el anuncio de que aquel día se admitirían comidas para los presos.

-¡Gracias a Dios! -murmuró la anciana-. No quiero pensar cómo lo habrá pasado mi pobre hijo estos días… Él, que por su padecimiento no puede comer el rancho…

-¿Qué?… ¿Le trae usted hoy muchas, cosas buenas, abuela?…

-¡Pobre de mí! -dijo la anciana-. Eso quisiera…. Quitándonoslo de la boca mi nieto y yo, he podido reunir este bote de leche y cuatro pastillas de chocolate que nos dio una vecina. También le traigo, en esta lechera; un poquito de caldo que pudimos hacer ayer; con la carne de la cartilla y unos huevos que me vendieron…

Mostraba, con cierto orgullo, el cacharro y el bote de la leche…

Con uno de los milicianos vigilantes, pasaban en aquel momento dos mujeres con traza de prostitutas. Una de ellas, cuya voz denotaba su embriaguez, clamó indignada:

-¡Mi madre! ¡Esto sí que es grande! Ahora resulta que las únicas que tien de to son las fascistas. ¿No te amuela eso?

Y señalaba el bote de leche que exhibía la anciana.

La otra se dirigió al miliciano.

-¿Y tú consientes eso, calzonazos? ¡Que una no tenga que llevarse a la boca y ahí dentro, los facciosos, se inflen de golosinas!…

El miliciano sonriendo, se acercó a la vieja:

-¿Qué trae ahí? -preguntó.

-Ya ve usted: un bote de leche para mi hijo, que está enfermo.

El miliciano, de un zarpazo, le arrebató el bote:

-¿Y tú no sabes que está prohibido entrar conservas ni latas cerradas? No se ve lo que va dentro y metéis papelitos y consignas pa las conspiraciones…

Y se guardó el bote en el bolsillo del pantalón… Una de las lumias se fijó en el cacharro:

-¿Y esto qué es?… ¿Leche también?…

-No. Es caldo… Para mi hijo…

-¡Que beba hiel!

Y de un manotazo arrancó de las manos de la anciana el cacharro, que rodó por el suelo enfangado, vertiendo su contenido…

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La anciana no protestó. Dos lágrimas corrieron por sus mejillas apergaminadas.

El miliciano y las dos prostitutas se alejaban riendo a carcajadas, contentos de su hazaña…

A su paso, las mujeres de la «cola», se replegaban, se agrupaban unas contra otras, como un rebaño temeroso…

Cundían por las filas rumores tétricos:

-Anoche, en unos camiones, sacaron a más de doscientos presos…

-Toda la madrugada se han estado oyendo tiros en el interior de la cárcel.

Cada cual temblaba por el ser amado. Y las miradas eran como saetas que quisieran perforar los muros del inmenso edificio.

Pasó una mujer vacilante, anegada en llanto…

Era de las primeras en la «cola». Al ir a entrar su paquete con comida, el responsable de la taquilla se lo rechazó brutalmente, diciéndole con sonrisa cruel:

-¡Eso te lo comes tú!… Tu hombre ya no necesita na… Se 1o llevaron anoche de «paseo» por la carretera.

Un grupo de mujeres, con «monos» azules y las manos tiznadas, pasaban cogidas del brazo… Obreras de una fábrica de municiones.

Reían, cantaban, insultando a las de la «cola»:

-¡Fascistas! ¡Carcas!… Vosotras aquí, tan ricamente, sin hacer na. ¡Y nosotras trabajando toa la noche!

Y una, más excitada, gritaba iracunda:

-¡La culpa es nuestra! Debían de venir una noche y prenderle fuego a la cárcel, con toa la canalla que está dentro…

La «cola» se estremecía, como si el viento helado batiese un surco de espigas oscuras y tristes…

 

Escena 13  LA DE LAS SOBRAS 

 

El miliciano se sacude la lluvia del tabardo. Da un golpe con la culata del fusil en el suelo y grita, imperioso:

-¡He dicho que os pongáis en fila! Nos han sobrao dos calderas. ¡Si va a ver pa tos!…

El compañero brutaliza con el viejo chiste:

-Y si no hay pa tos, habrá pa-tás.

La «cola» se ordena en una sola hilera, a lo largo del enlosado que bordea el edificio, convertido en cuartel por la milicianada.

Hay casi medio millar de personas soportando la lluvia, que cae tozudamente desde el amanecer.

Casi de madrugada se ocuparon los primeros puestos de la «cola». Una anciana con un abriguillo que fue negro y una sombrilla azul, cuya cúpula de seda, falta de una varilla, cae por un lado, como un ala muerta. Junto a ella, un muchacho, esquelético, de rostro pajizo, con lividez de enfermo, que tiene la pierna derecha engarabitada, paralítica.

A su lado, una mujer joven, de una belleza marchita y triste, que sostiene en sus brazos, rebujada en un mantón, a una niña dormida. El agua que le escurre por los cabellos se le escurre por las mejillas en hilos fríos, que parecen lágrimas.

Varias horas de convivencia en la «cola» han establecido confianza y cordialidad entre estos desgraciados.

Se saludan y charlan, como viejos amigos, hermanos en el dolor y en la miseria. Ninguno se avergüenza de ella. Al contrario, la exhiben como un orgullo, como una herida de guerra.

Un anciano corpulento, al que se adivina terriblemente enflaquecido en los pliegues lacios de la piel, en la sotabarba desinflada, en la holgura desmesurada de su gabán, en las flácidas arrugas de sus mejillas, dice en voz baja a su vecino -un hombre cincuentón, menudo, con trazas de burócrata cesante:

-Qué susto me he llevado esta mañana, amigo Ramírez.

-¿Algún «obús»…

-No. Peor que eso: imagine usted que al pasar por la calle de Cedaceros veo mi Buick parado a la puerta de la sastrería Cid… Sin poderlo remediar, me detuve a unos pasos en la acera, contemplando mi coche. Ya puede usted figurarse lo que pensaría. Estaba diluviando y el cartón que me puse ayer en los zapatos para tapar el boquete de la suela se había empapado. En el baquet de mi coche había dos soldadotes de uniforme.

-¿Chófer y lacayo? -le interrumpe Ramírez, sócarrón-. ¡A todo postín!

-Sí, señor; pero, ¿a que no se figura usted a quien vi salir de la sastrería de Cid y subir al «auto» vestido de comandante, con más estrellas que el firmamento?

-No sé, señor conde -murmuró, con acento confidencial y respetuoso, el interpelado-. Han pasado tales cosas, que todo puede ser posible.

-Pues a Gregorio, mi mozo de comedor… Excuso decirle si este bandido llega a verme. ¡Estoy listo!

Dos mujeres, muy juntas, tanto que parecían confundir sus respiraciones, se hacían también confidencias. Una de ellas, más que vieja envejecida, cubierta con un chal de lana descolorido, le decía a la otra, una muchacha pálida, delgada, que tiritaba dentro de su impermeable gris, arrugado y sucio:

-Hoy estoy contenta, Margarita.

-¿Ha encontrado usted víveres?…

-Quiá, no. Lo que nos den aquí. Pero ayer tarde recibí un «radio» de la Cruz Roja. No dice más que: «Todos bien. María». Es de mi hija… Ya le he dicho que ella y su marido, que es capitán de Artillería, estaban escondidos en Barcelona. No sé cómo pudieron librarse de las primeras matanzas. ¡Lo que habrán sufrido los pobres hasta poder pasarse al otro lado!… Pero, en fin, gracias a Dios ya están en Sevilla, con mis otros dos hijos, y que no ha ocurrido nada malo a ninguno está claro, ¿verdad?… Todos bien. Créame usted que parece que me han quitado diez años de encima… ¡Cómo me hacía sufrir el no saber nada de ellos!…

Un ancianito pulcro, cuyas manos temblorosas sostienen un gran puchero de aluminio, interroga a su vecina de «cola», cincuentona con aspecto de artesana:

-¿Quién saldrá a repartir hoy la bazofia?…

-¡Cualquiera lo sabe! Como sea el jorobeta de otros días, nos ha fastidiado. ¡Qué entra­ñas tan negras tiene ese tío!… Parece que nos conoce a todas. Ayer, cuando iba a servirme, dejó caer adrede el cazo al suelo para que se llenara de barro, y sin limpiarlo lo metió en la caldera; después se echó a reír con esa bocaza, que parece una alcantarilla, y me dijo: «Pa quien es padre buena está madre.» ¡Canalla!…

-¡Psh!… -le impuso silencioso, alarmado, el viejecito.

-¿Qué nos darán hoy?…

Y la artesana, con triste acento, ironizó:

-Qué quieres que nos den, hijo; lo de todos los días: tortilla de langostinos y solomillo con patatas.

-Ahora que dice usted patatas -comentó una muchacha fina y blanca como un nardo, cuyas manos, largas y aristocráticas cuales exvotos de cera, sostenían una cafetera de hojalata-, anoche las cenamos mi abuelita y yo.

-Vamos, vamos -comentó su vecina-; eso se calla: es comida de faccioso.

-Bueno -sonrió tristemente la muchacha-. Patatas, lo que se dice patatas, no eran, sino las mondas. Nos las regaló una vecina que tiene al marido en el Cuerpo de Tren y, claro, no le falta de nada… Las mondas, bien lavadas y fritas, están riquísimas…

-¿Ha dicho usted fritas? ¿Con qué?

Se hace un movimiento de expectación en la «cola». En la puerta del cuartel han aparecido dos milicianos que traen un gran caldero humeante. Lo depositan en la acera. Una ráfaga fuerte de aire azota las acacias del boulevard. Una bandada de hojas secas cae en el caldero.

-¡Ya tenemos ahí las «píldoras de resistencia del doctor Negrín»! -murmura un «colista»…

Y otro, casi entre dientes, dice al oído de su vecina, que suspira con pena:

-Paciencia, doña Rosario; esto se va a acabar en seguida. ¿No oyó usted anoche lo que decía Salamanca?

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Silba el viento en la arboleda. Arrecia la lluvia… Como si hasta el cielo llorara sobre la fila de estos españoles sin ventura.

 

Escena 14 LA DEL TEATRO 

 

 En un palco que fue regio está Miaja, con su cráneo mondo y su rostro papudo, abotargado, de lego motilón.

Junto a él, otra cara enjuta y ceñuda, de espesas cejas, ojos diminutos y vivaces, grises y largas patillas, que durante treinta años se ha dibujado en el primer plano de la actualidad artística española. Viejo escultor famoso, adulador sempiterno, con la Monarquía, con la Dictadura, con la República, los más encumbrados personajes desfilaron por su estudio.

Ahora, al final de una vida, que por lo menos fue laboriosa, su cincel se envilece modelando la figura de los cabecillas más sanguinarios de la Revolución roja: «El Campesino», Miaja… ¡Qué vergüenza y qué pena!

En los palcos contiguos está el Estado Mayor del panzudo general traidorzuelo: limpiabotas, erigidos en comandantes; asesinos, improvisados edecanes; comisarios de la ronda especial que ganaron su puesto de confianza en un pugilato de crímenes.

El teatro está totalmente lleno. Cuando, en raros momentos, se hace el silencio, se escucha prolongado, claro, como un continuado chasquido, como la canción a la sordina de un enjambre de grillos. Es que los espectadores se entregan con terca unanimidad a la tarea de triturar con los dientes semillas de girasol. Es el entretenimiento de moda en el Madrid hambriento.

Seguramente jamás este teatro, antaño aristocrático, lujoso, imaginó para su sala de butacas un público semejante.

En él forman mayoría los milicianos aspeados, con sus tabardos llenos de barro de las trincheras, cubiertos con sus gorras de lana a lo Durruti, con sus cartucheras y sus armas.

En un proscenio hay una pandilla de dinamiteros. Dos de ellos, sentados en la barandilla del palco, muestran orgullosos su cinto lleno de bombas de mano y las cuerdas de amarilla mecha que les cruzan el pecho

La atmósfera es densa, sucia, maloliente.

Hace un calor pegajoso y muchos espectadores se han despojado de las chubasqueras, de los chaquetones, y algunos hasta de las botas.

Lumias pintarrajeadas fuman cínicamente acodadas en las plateas.

Unos chicos corren, persiguiéndose, por el pasillo de butacas.

Desde las localidades, altas voces chabacanas interrumpen a cada momento la representación. Se entablan entre el público y los artistas diálogos soeces, subrayados por carcajadas brutales. Los cómicos, al replicar, tutean a los espectadores… De vez en cuando caen al escenario algunos cigarrillos, que los actores, cortando sus recitados, se disputan en una rebatiña grotesca.

Se representan «skects» de circunstancias, en los que se acoplan los números de variedades.

Unas cuantas coristas, flacas -que trabajan rutinarias, sin entusiasmo, con desgana-, son absurdas caricaturas de aquellos coros pimpantes de gentilísimas vicetiples que decoraban las noches galantes del Reina Victoria, de Romea y de Maravillas.

El espectáculo, pobre, vulgar, chabacano, tiene ese aire de miseria sin espiritualidad que caracteriza a la Revolución. Plebeyez y cochambre. Y el éxito mayor de todos los chistes, de todas las interrupciones, es para los que aluden a la falta de víveres, a las dificultades enormes de la vida, a las groserías de la milicianada.

La función, que quiere ser recreo de los ojos, frivolidad, lujo, alegría, se convierte en una exhibición, en un alarde de penuria. Los artistas, contagiados por el medio que les rodea, se achabacanan expresamente y buscan el aplauso halagando a la plebe con los peores chistes del arroyo. La escasez, la carestía, el dolor, la miseria de un pueblo hambriento, que gime bajo el látigo de los déspotas rojos, que sucumbe bajo el terror, quiere hacerse materia cómica.

Y, aunque burdo y soez, el ingenio popular busca en estos espectáculos una especie de desquite, una forma de protesta indirecta. Porque los chistes más reídos, las interrupciones que más se aplauden, son precisamente las que tienen una mayor intención derrotista, las que se refieren al hambre, al miedo, a la miseria moral o física de la ciudad martirizada.

En el teatro, el pueblo se venga a su manera de la tiranía que le domina en la calle, en el hogar, en todas partes. Los artistas cómicos satirizan, entre ovaciones, la presunción y la opulencia en que se desenvuelven los «mandamases», hiperbolizando sus reservas de víveres, sus gestos fachendosos y fanfarrones.

Y ellos mismos, que están en los palcos y en las butacas, son tan brutos que ríen, sin entender que esta risa está hecha de amarga bilis, de lágrimas contenidas, de rebeldías que no se atreven a brotar… Risa que, como un veneno, va minando, debilitando el cuerpo monstruoso de la Revolución.

Es la primera sesión de la tarde de un domingo. El último número, un caricato famoso, el favorito del público. Payaso con ingenio, hace de su popularidad un escudo y tiene bula para decir desde el escenario cuanto se le antoja. Repetir sus chistes en la calle es tomar un asiento para el trágico «paseo».

El público insiste tercamente en prolongar su número; pero es la hora de la otra función y el excéntrico, para decidir a los alborotadores a que desalojen el teatro, se adelanta a la batería y dice con su media lengua, remedo infantil que es la clase de su gracia:

-Amables camaradas, respetable público: No puedo hacer más números. Tenéis que desalojar el teatro. ¡Y de prisita! ¡Porque van a entrar los otros!

Una ovación imponente acoge el equívoco… Como si fuera un homenaje a los otros, a los soldados de Franco que rodean Madrid.

Ataca la orquesta el «Himno de Riego» (la polka del hambre). Empiezan a vaciarse los palcos. Los que están próximos a las puertas se escurren por ellas.

Y da la casualidad de que a casi todos los espectadores los primeros compases les sorprenden poniéndose los abrigos, tarea enojosa y larga, que dura tanto como el himno, y son otros muchos los que en este instante preciso sienten la necesidad de inclinarse a hacerse el nudo de un zapato o de llevarse las manos a la boca para contener un acceso de tos.

Hábiles añagazas que coinciden en la misma intención: evitar el saludo oficial con el puño en alto.

 

Autor

Julio Merino
Julio Merino
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.

Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.

Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.

En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.

En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.

Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.

Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.