17/05/2024 06:04

Las noticias terribles causadas por unos gobernantes y unos políticos mayoritariamente delincuentes y apátridas se repiten con siniestra normalidad en la España de hoy, en esta época de oprobio que tendrá sin duda un lugar preferente en la Historia de la Infamia. Y a pesar de que se pretenden ocultar, tergiversar o dulcificar por el agitprop oficial, acaban saliendo a la luz y dispersándose como hormigas al sol. Pero la rebeldía social, la revolución purificadora, no acaba de producirse, más allá de, hasta la fecha, algunas protestas y manifestaciones dispersas, veniales y, por lo mismo, descohesionadas y destinadas al olvido, para mayor impunidad y jactancia de los criminales.

Y si esas noticias terribles se repiten una y otra vez, es sin duda para mostrar la ignominia de una sociedad que las consiente; una sociedad que, no teniendo en origen tiranía, que irrumpió en el supuesto Occidente democrático como la octava potencia del mundo, con una clase media potentísima y con todos los horizontes a su favor, en vez de persistir en la beneficiosa tendencia marcada por el período histórico conocido como franquismo, decidió marchar por el ancho, cómodo y degradante camino hedonista, dejando a sus oídos regalarse por la música demagógica de los farsantes y permitiendo que éstos finalmente la tiranizaran.

Ver a la viuda de uno de los guardias civiles asesinados hace unos días, crimen cometido directamente por los delincuentes del narcotráfico y subsidiariamente por los gobernantes y políticos desleales que han puesto a España en almoneda; verla, como digo, transida de dolor y de impotencia, enfrentarse en la más absoluta y patética soledad a uno de los culpables institucionales, a uno de los tahúres de la política, sin que nadie, entre los obligados a hacerlo por cargo y juramento, se ponga en pie y reclame urgentemente las cabezas de los consentidores, resulta deshonroso para sus biografías profesionales y personales. Como deshonroso resulta para una ciudadanía que tolera ser dirigida por los asesinos y sus cómplices.

Porque, a veces, como ocurre hoy en España, el infierno está en la propia sociedad, y más diablos son unos ciudadanos para otros que los diablos mismos. ¿Por qué Don Juan Tenorio, elevado a prototipo, cautiva más al lector o al espectador que un enamorado honrado? Porque son las malas cualidades del lector y del espectador las que se sienten halagadas por las del héroe. Pues ese mismo ejemplo, esa misma actitud, podemos trasladarla hoy a la política y al comportamiento cívico de la ciudadanía.

Desde que los delincuentes políticos protagonistas de la nefasta Transición convencieron al pueblo de que lo moderno, progresista y democrático era el hedonismo, con sus balagueros de libertinaje incluidos, y las riquezas empezaron a convertirse en un honor y eran su séquito el éxito, el mando y el poder, empezó a perder fuerza la virtud, a ser tenida como un estigma la limpia pobreza y a considerar la honradez como malevolencia y fracaso.

Es natural que los atracadores obren así, pues saben que en una sociedad delictiva tienen todo que ganar. Pero también es natural que el pueblo soberano, el ciudadano trabajador y honrado no siga ese ancho camino del bandidaje al que es invitado por los facinerosos, porque, ya que no por virtud, debería saber que, ante los tiburones, no va a sacar otro provecho que el de ponerse en ridículo a sus propios ojos, aferrándose a una vida de medro y haciéndose codicioso cuando, salvo las migajas que le dejan los de arriba, ya no le queda nada que ambicionar, excepto despotismo y miseria.

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Cada vez más gente, no obstante, porque lo va sufriendo poco a poco, va percatándose de la catástrofe que es nuestra época y del escándalo genocida que constituye la Agenda 2030 y sus sicarios hispanófobos, y se advierten gestos de preocupación en los rostros e incluso puede que alguna lágrima de tristeza, pero pocos gestos y pocas lágrimas de arrepentimiento, siendo así que las desgracias que acaecen más se deben a los errores y pecados que conciernen a la colectividad que no a la voluntad del destino.

Y ahora, pendientes de la obligada movilización mayoritaria y permanente, de la imperativa revolución que no acaba de llegar, toca aguantar lo que se eligió o consintió. Ni la Corona, esa institución tan reclamada por todas las voces flébiles, ni las FF. AA ausentes de adalides, ni las puñetas judiciales carentes de rectitud, van a vengar esa locura que consistió en elegir y en reelegir durante casi cinco décadas a los delincuentes.

Ya que el pueblo tuvo en poco el ser libre y el vivir sin tiranía, le corresponde ahora el rechinar de dientes, pues tiene lo que quiso. Quien obtiene lo que le corresponde dese con ello por pagado. Porque el pueblo, pudiendo ser dueño de sí se ha entregado a los canallas. Es lógico pensar que un ser humano libre de tiranía no quiera ser tiranizado. Y que una mínima dosis de dignidad le hacen comprender que la libertad y la independencia no se compran con oro. Eso es algo que ya entre nosotros se escribió hace siglos en el Libro de Buen Amor, por ejemplo, pero que lo sabe sin necesidad de lecturas cualquier persona con sentido común.

El caso es que vivimos un tiempo dramático de rupturas que prolonga sus contrastes y contradicciones en una espesa nube de confusión que oculta la luz. Los hombres de esta época, prisioneros de los goces vulgares, del egoísmo más ciego, son incapaces de abrir los horizontes y enfrentarse al futuro. Tan incapaces de entender la probidad, como abiertos a consentir gobiernos instalados en manicomios y albañales.

Esta sociedad está al borde del abismo, y los ciudadanos, contemplando su fondo y dejándose seducir por las tinieblas, están a punto de saltar, atraídos por la abyección o tratando de descubrir un secreto que no existe. Les mueve una pasión autodestructiva, les atrae el infierno, pero el único misterio que pueden descubrir en su proyectada esclavitud es el número de pedazos que quedarán de su esencia, de su cultura, de las herencias de sus predecesores y de sus tradiciones. Y de su patrimonio particular. La consecuencia de esta sociedad de latrocinios y crímenes, de esta renuncia del poder espiritual, es la carencia del magisterio político e intelectual, la ausencia de civismo, de ciudadanía, la invasión del abuso y de la deformidad.

Un pueblo que desconoce su historia es un pueblo condenado a la división, a la extinción. Despreciando el pasado, arruinamos el presente, y lo que es peor, el futuro. En la sociedad actual hay palabras que escuecen – «honradez», «abnegación», «excelencia», «verdad», son algunas de ellas-, que se rechazan como conceptos en desuso, como formas de ser fuera de lugar. Pero ¿ qué otras palabras, actitudes o garantías pueden anteponerse a la falsedad, a la indignidad, a la corrupción?

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Lo evidente es que se echa en falta ese esfuerzo del espíritu hacia un reconocimiento de la magnificencia o ese impulso del alma hacia una ética viva, hacia una rebeldía frente a la vileza. La sociedad española adolece de una ausencia absoluta de vitalismo. Incapaces hasta ahora para desenmascarar los comportamientos que a propósito confunden vicio y virtud, o ante el espectáculo de las múltiples calamidades que causan los gobernantes y políticos que se han apropiado del Estado, los españoles deben ponerse en pie inmediatamente e iniciar la imprescindible revolución.

No se trata de cambiar a un truhan por otro. Se trata de juzgar y encarcelar, mediante el poder del pueblo sano unido, a todas las conocidas o inesperadas bestias que campan a sus anchas, envalentonadas por la tibieza, la parcialidad o la ausencia de las leyes. Se trata de denunciar el mal que se ve por todas partes, de erradicar los signos de estos tiempos turbulentos, de pedir cuentas a tantos éxitos personales y tantos patrimonios conseguidos de cualquier manera, de liquidar esa cultura de la depravación en la que cada uno procura propiciarse lo que halla a su alcance, sean bienes normales o infernales, sin pensar en sus obligaciones ni en su prójimo.

En innumerables ocasiones a lo largo de la historia, los acontecimientos han exigido una revolución. Esta es una de ellas. La ocasión de los españoles de alzarse para protestar contra las licencias y las aberraciones de que son testigo. La ocasión de repudiar tales excesos, la suma de todos los vicios que los traidores -cuyo criterio es la exaltación del delito, del Mal- están diariamente arrojando sobre la patria. De condenar este tiempo de horror…

Nunca se ha visto a los españoles de bien dar un paso atrás por miedo ni aun por hambre o heridas. No sé cómo, pero ambiciono la esperanza de que tampoco darán ese paso atrás ahora. Porque no permitirán que los dioses que premian la virtud, la Providencia que premia la armonía y la belleza, les desdeñen y se despidan de ellos con indiferencia, por no haber sabido desagraviar el honor y la sangre de tantas víctimas cobradas por esta repugnante democracia, trazada y mantenida para cobijo de los criminales.

Autor

Jesús Aguilar Marina
Jesús Aguilar Marina
Madrid (1945) Poeta, crítico, articulista y narrador, ha obtenido con sus libros numerosos premios de poesía de alcance internacional y ha sido incluido en varias antologías. Sus colaboraciones periodísticas, poéticas y críticas se han dispersado por diversas publicaciones de España y América.
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Aliena

Gracias por el excelente artículo y por las, para mí desconocidas, palabras «flébil» y «balaguero» ( y «bálago», de paso ). A día de hoy, si aspiras a la honradez te tildan de estúpido, si es a la excelencia, de insolidario, y si persigues la verdad, te replican que no existe una verdad sino que cada cuál tiene la suya; temo no ser capaz de practicar la abnegación, no obstante.
Y, sin que tenga relación con lo anterior, todavía me sorprende que prácticamente todos ustedes obedezcan el dictado de la RAE que recomendaba suprimir tildes en palabras que las piden a gritos como, por ejemplo, «truhán» ( tru-han, bisílaba ). Tal vez lo comprenda alguna década de éstas…

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