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-¿Quieres recibir a la jubilación como esposa, y prometes serle fiel en la prosperidad y en la adversidad, en la salud y en la enfermedad; amarla y respetarla, y permanecer juntos hasta que la muerte os separe?
Jubilado de larga duración, en la alegría y en las tristezas, hasta que la parca baje y nos pase a mejor vida. Esto es sólo un canto de fidelidad a la esperanza del jubilata nuevo, y del viejo, porque en realidad se siente frágil y caduco, tembloroso como el lirio lúgubre que barrunta la tormenta de pedrisco en que ha de fenecer. No hay recetas mágicas para esta etapa, que la llaman así como si fuera una vuelta ciclista. Te van apartando del pelotón, poco a poco, como bicho raro, casi apestoso y antiestético que estorba bastante; te van ladeando. Tu vida laboral se ha terminado y te das cuenta que te están echando y que ya no pintas ni tu sombra, ni vales nada, y tu obra anterior, aún vale menos y que nadie se acordará de ella a no ser para echarle un poco mierda encima. La realidad te invade y llena de soledad y ausencia. La realidad se viste de galas, fastos, y la feria de las vanidades deviene en un sepulcro blanqueado. Ahí se queda, con el molesto ruido, el viento y el humo de la vida. Y al pasar el huracán, se ve mejor que nunca la torpe y triste condición humana, que es la misma, esa que cuando acierta a reconocerse ya no tiene remedio. El mundo está más revuelto que nunca, pero como siempre estuvo mal, ya no se sabe si ahora ganó en maldad y aun está peor. Es fácil que sí, pero imposible verificar la hipótesis. Lo cierto que después de tanto invento para vivir mejor, comunicarse, etc., esa condición humana no mejoró para nada y usa esas mismas herramientas también para el mal. La felicidad es una puta de alto standing que todos van corriendo tras ella, y termina jodiendo al más pintado en la carrera. Es un culo de mal asiento. No hace el amor con nadie y sólo liga con los poderosos. A los demás, que les den… Engaña siempre al respetable.
Al final te das cuenta que esa dama humilde de tu misma edad llamada jubilación es la única que te entiende. Al jubileta le ahoga la nostalgia al ver tanta foto de los que ya no están aquí. Para donde quiera que mire no encuentra otra cosa. Sus álbumes fotográficos, están llenos de muertos. Las paredes también. Esto de la imagen y la memoria es una gran faena del destino. La imagen te lleva a la comparación del pasado con el tiempo presente, y la memoria te hace ver el paso del tiempo y la caducidad de las cosas. Se produce un espejismo que te ciega la mirada, y la memoria, y la inteligencia. Ahora mediante la tecnología la imagen ganó una expansión increíble, y ver en tu ordenador desde el ojo de un satélite el mundo, impresiona. O las montañas entre las que el jubilado nació. Se turba el entendimiento con estas cosas y se anula la voluntad y la consciencia; es demasiado fuerte. Antes que no había satélites ni ordenadores el mundo era diferente. Se veía todo a ras de tierra, la senda que se pisaba, la piedra en el camino cuando se tropezaba, y era una delicia el olor de las flores. Se escuchaba radio nacional de España que era una bendición, no se conocía la tele, y se leía el Arriba, que traía el olor de la imprenta, de la civilización y el progreso que se adivinaba. Todo era ilusionante. No había políticos, ni partidos, ni política ni eran necesarios, porque todo funcionaba de maravilla, en la paz, el orden, el silencio y la buena voluntad.
Es admirable volver a la infancia, cuando todo resultaba nuevo y sorprendente. Oír el canto de los grillos, ver al jilguero en su nido entre la flor del manzano, o las nubes planear sobre la línea azul del horizonte que las montañas dibujaban. O escuchar al cuco que parece ser el eco de las campanas que tocaban el ángelus al mediodía, como empieza Frente Norte. Al jubilado le vienen a la memoria las cosas más remotas que le presenta el destino con toda nitidez y sin embargo no se acuerda de lo que acaba de comer. Era especial la fragancia de la hierba verde recién cortada, caminar sobre ella, y fundirse en la naturaleza. Y el crudo y largo invierno… En León sólo hay dos estaciones, la del tren y la del invierno. En las montañas, aun más acentuado. Esperábamos la nieve con el mayor regocijo de la infancia. Al jubileta uno de los momentos más felices de su vida fue la primera vez que salió, con pocos años, a picar el hielo. La calle era una pista de patinaje. Conseguir meter el pico bajo la capa del hielo, y pisar al otro extremo de tal herramienta a la vez que tirar del mango, para hacer más fuerza y lograr levantar y partir el hielo era todo una victoria ganada a la naturaleza. Escuchar su crujido bajo los pies y romper lo que parecía irrompible era ganar el laurel de la victoria contra el medio hostil que pone a prueba a los hombres valientes. Y sentirse grande siendo pequeño, ya que el mango del pico o azadón era más alto que quien lo manejaba, un niño feliz sintiéndose hombre. Y conseguir el primer logro ante los elementos. Y soñar la ilusión de que llegar a ser mayor era el edén, al recuperar el paraíso perdido, y la fuerza para manejar el mundo. El jubilado en la infancia era un niño casi feliz, porque soñaba con ser mayor, por una parte; por la otra, eso ser mayor que le atraía, no lo tenía muy claro, porque significaba la muerte de algo. A los niños felices del todo, que tenían muy claro que querían ser mayores, les preguntaban qué iban a ser de mayores. Había respuestas para todo: unos que si maestros, otros que si médicos, uno dijo que Franco. Cuando le preguntaron al jubilado se encogió de hombros sobrecogido y no supo qué contestar. Intuía que siendo mayores todo aquello se acabaría. No supo qué decir porque en realidad él no quería llegar nunca a ser mayor.
Ahora el jubilado sentado sobre una piedra del campo parece el Pensador de Rodin. Contempla hacia atrás el camino, como si lo viera desde la última atalaya. Luego se echó de un lado sobre la hierba, con la mano apoyada en la cabeza, semejante a la imagen bíblica y se dijo: Qué poco nos queda para estar con Dios.
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