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Agustín Rosety Fernández de Castro. Nacido en Cádiz el 1947, está casado y tiene dos hijos. Durante su trayectoria militar, Rosety ha sido subdirector general de reclutamiento y se retiró como General de Brigada del Cuerpo de Infantería de Marina. Asimismo, es licenciado en Derecho, y diplomado en Estado Mayor y en Operaciones Especiales. A su actividad en las Fuerza Armadas se añade la que, en diversas etapas, también trabajó para el Órgano Central del Ministerio de Defensa (España) como jefe del órgano de dirección de la Dirección General de Política de Defensa y subdirector general de Tropa y Marinería. Asimismo, también ha sido profesor de la Escuela de Guerra Naval y de la Escuela de Infantería de Marina General Albacete Fuster. Durante la mayor parte de sus cuarenta años en la Armada, Agustín Rosety ha servido en la Brigada de Infantería de Marina y ejercido el mando de unidades de Operaciones Especiales, Infantería y Artillería, así como sucesivos destinos de Estado Mayor.
Es académico de número de la Real Academia Hispano Americana de Ciencias, Artes y Letras, caballero de la Orden del Santo Sepulcro de Jerusalén y miembro de la Asociación Católica de Propagandistas. Fue cabeza de lista por la provincia de Cádiz en las elecciones generales de abril de 2019 por Vox, siendo elegido diputado, escaño que revalidaría en las elecciones generales de noviembre de 2019. Es miembro de la comisiones de Asuntos Exteriores, de Defensa y Mixta para la Unión Europea.
¿Cómo valora el grave problema de baja natalidad que tenemos en España?
El incesante descenso de la natalidad es uno de los síntomas, quizá el más significativo, de la decadencia moral de una sociedad. Tiene como consecuencia la pérdida de vitalidad de la nación y, caso de persistir, puede causar su propia ruina e incluso su desaparición, absorbida por otros pueblos o culturas.
Decadencia moral, decimos. La moral, en sentido estricto, es un consenso social en torno a los valores básicos que fundamentan la convivencia y la solidaridad, un código de comportamiento en el que se educa a los jóvenes. Proteger y transmitir la vida es el primero de esos valores. Si no hay hijos no hay futuro, pero casi peor que no querer tenerlos -invocando un carpe diem como paradigma vital- es renunciar con ello a la aspiración de quienes nos precedieron, una aspiración que explica nuestra misma existencia.
Esa indiferencia se proyecta también hacia el futuro, que a todos llegará, sin que, al final, haya quien sostenga la mano de los indiferentes en sus últimos días. La baja natalidad, por tanto, es expresión de la decadencia moral de un pueblo. Por otra parte decíamos que un persistente déficit de nacimientos determina tarde o temprano la pérdida de vitalidad de la nación, porque el consiguiente envejecimiento de la población es incompatible con el cumplimiento de tareas básicas que requieren juventud, dado el dinamismo intelectual, la creatividad y el emprendimiento necesarios para hacer frente a los desafíos del entorno, y también para generar recursos financieros en la magnitud que permita sostener a las generaciones anteriores, a las que la edad impide ya producir rentas.
¿Se puede hablar de suicidio demográfico?
Es una metáfora, pero una metáfora muy elocuente. Las sociedades no se suicidan, no hay un designio colectivo de acabar con la nación española, aunque no falten quienes quieren “asesinarla”. Lo que, en mi opinión, hay es una indiferencia social absoluta ante las gravísimas consecuencias que para la estabilidad cultural y social, para la prosperidad económica, para la financiación del Estado y para la continuidad misma de la Nación tiene el brutal descenso de la natalidad que estamos experimentando en España, en cabeza de toda Europa. La inmigración ilegal, un verdadero asalto a nuestra frontera marítima consentido por el nefasto gobierno de Sánchez y que tanto preocupa, no es sino su consecuencia.
Es evidente que una tasa de natalidad por debajo de los mínimos de reemplazo generacional acarrea una reducción de la población. Pero como todos los vacíos tienden a llenarse, este déficit -que se corresponde con una creciente tasa de envejecimiento- vendrá a compensarse, diríamos que fatalmente, con la inmigración, que debería ser al menos legal y organizada con arreglo a las necesidades nacionales. Así, una sociedad envejecida puede rejuvenecerse, pero es indudable el problema que este injerto social plantea a la identidad y a los valores morales y culturales de la nación.
Además del envejecimiento de la población, ¿qué consecuencias puede acarrear a largo plazo?
Las naciones de Europa, España entre ellas, no son conscientes de la disminución relativa de su talla estratégica en comparación con grandes Estados emergentes; menos aún lo son de su decadencia moral interna y de su progresiva irrelevancia en el mundo. Es tal la autocomplacencia y el etnocentrismo que nos aqueja, que no somos capaces de valorar la incidencia, entre otros, de dos factores socioeconómicos muy poderosos: la crisis demográfica y la deslocalización industrial.
Estamos tan orgullosos del bienestar y de la estabilidad democrática que hemos venido disfrutando, que no advertimos que la casa se nos está viniendo abajo. Un país en el que no cabe ya esperar reemplazo generacional genera un vacío demográfico que tiende a llenarse, aunque simplemente sea porque falta fuerza de trabajo. No es necesario enfatizar las consecuencias políticas de un ocho, un quince, un treinta por ciento de la población de procedencia extranjera, y es eso lo que nos vienen diciendo las proyecciones de población que va a suceder.
Una de las consecuencias del envejecimiento que más debería preocuparnos es la defensa nacional. Permítame que me extienda un poco, acaso por mis vivencias profesionales. La drástica reducción de la base de reclutamiento unida al elevado coste que supone para la milicia competir en el mercado de trabajo está empezando a causar un acusado déficit de efectivos en las Fuerzas Armadas de varias naciones aliadas, algunas de las cuales, como Estados Unidos, Gran Bretaña o Alemania, ya lo han advertido ante la opinión pública. España experimenta también estas tensiones, si bien atenuadas por el elevado índice de paro que casi duplica la media europea.
Está claro que, con salarios relativamente bajos y ante una vida dura, la vida militar resulta cada vez menos atractiva para una juventud autóctona poco dispuesta al sacrificio. Los nuevos candidatos provendrán cada vez más del creciente nicho de reclutamiento formado por los “nuevos ciudadanos” procedentes de la inmigración, muchos de los cuales llegarán a serlo precisamente por su permanencia en filas. Ante la perspectiva de una nueva milicia de rasgos casi mercenarios, en algunos países se propone ya, como alternativa, regresar al reclutamiento obligatorio. Pero no nos engañemos, si han de defendernos los jóvenes ciudadanos, muchos de ellos, o sus padres, no habrán nacido aquí. Así, caerán de nuestras manos las llaves de la Nación y de la Libertad.
¿Podemos con los años desaparecer como sociedad?
Como sociedad no, pero sí acaso como la sociedad que conocemos e incluso como nación histórico-cultural. Existen en la Historia sociedades interculturales que han sido y son funcionales. Suele ponerse como ejemplo a Estados Unidos, que ordenadamente absorbió grandes contingentes de inmigración de muy distintas procedencias -italianos, hispanos, polacos, griegos, alemanes, judíos, armenios y tantos otros- que, conservando sus orígenes culturales en el ámbito privado, se asimilaron civilmente a la nación que los acogía bajo el imperio de la ley, con unos mismos derechos y deberes ciudadanos y una aspiración por progresar inherente a la pujante sociedad estadounidense.
Mucho más lejana en el tiempo, aunque más cercana a nosotros, es la obra de España en ultramar, que venía a ser una continuación de la de Roma. Así como el Emperador Caracalla había fundado la latinidad al conceder la ciudadanía romana a todos los habitantes del Imperio, los Reyes Católicos y, muy en particular nuestra gran Reina Isabel de Castilla, dieron vida a la hispanidad, fruto del mestizaje y del creativo intercambio cultural entre pueblos que no habían tenido antes contacto alguno. El reconocimiento de una igual dignidad y unos mismos derechos a todos los súbditos de la Corona y la evangelización de los nativos del Nuevo Mundo fueron los pilares de la Nación a lo largo de cuatro siglos, una identidad intercultural que sigue viva.
No, el cruce cultural no tiene por qué romper la sociedad, antes bien, puede enriquecerla y revitalizarla. Ahora bien, tienen que darse dos condiciones. En primer término, la sociedad de acogida debe tener la fortaleza moral necesaria para captar a quienes llaman a su puerta; en cuanto a éstos, deben querer integrarse en ella bajo unas mismas leyes, principios y valores, aunque en su vida privada puedan guardar los de origen. No es esto lo que estamos viendo en países europeos que han recibido grandes contingentes de musulmanes, que no muestran la menor intención de asimilarse a la decadencia moral que las naciones europeas padecen. Antes bien, exigen regirse por la sharía, lo que nos induce al pesimismo en cuanto a los resultados, porque las sociedades multiculturales no funcionan. Basta asomarse al Líbano…
¿Cuáles son las causas de esta baja natalidad?
Ante todo, señalemos las falacias: el precio de la vivienda, el de los alquileres, los bajos salarios, el desempleo y la dependencia familiar del trabajo de la mujer. Espero que nadie me acuse de boomer insensible, que no lo soy, aunque sí, confieso que soy boomer. No puede negarse la incidencia de tales dificultades en la vida de nuestros compatriotas, en especial de los jóvenes, pero nos engañaríamos si atribuyésemos la caída de la natalidad exclusivamente a unas causas que ya experimentábamos quienes hace medio, o tres cuartos de siglo, estábamos o estaban formando una familia. Entonces se tenía una media de tres, cuatro o cinco hijos.
No, la causa de tan baja natalidad -que corre paralela con la baja nupcialidad y la creciente falta de estabilidad de matrimonios y familias- es la mentalidad antinatalista que se ha apoderado de las generaciones que están en edad de tener hijos. Tener hijos “no mola” y, para justificarlo, se ponen toda clase de excusas, o ni siquiera eso. Nada tan patético como aquel matrimonio perteneciente a la realeza que se plantó con dos hijos por su “responsabilidad hacia el planeta”. Esta bobada -que nos disculpe el improbable lector progre- puede aún mejorarse, porque hay quien piensa que el “planeta” tiene que liberarse de la especie humana, que amenaza destruirlo. Es una proposición que, tristemente, podemos leer en la obra de algún “evolucionado” teólogo de cuyo nombre no quiero acordarme.
Tiene que estarnos pasando algo grave como sociedad para que nuestros jóvenes renuncien a transmitir la vida, a proyectar su amor más allá de su propia existencia, a perpetuar, digámoslo así, sus genes y sus valores en quienes han de sucederles y recoger un día su último suspiro. Y sí, es cierto que se están haciendo grandes esfuerzos en el ámbito internacional, particularmente por Naciones Unidas y sus agencias, por elevar el “índice de desarrollo humano”…conteniendo para ello la natalidad. Pero es en Occidente -la Iberosfera incluida, como parte intrínseca de la civilización occidental, aunque algunos aún no se hayan enterado- donde la caída de la natalidad bajo la tasa de reposición se está experimentando. Una tendencia que anuncia una “cancelación”, ésta sí, un final. Algo nos domina, probablemente una pérdida de autoestima de la que el pensamiento woke -si eso existe- es un claro exponente.
¿Cómo contribuye a esta baja natalidad una sociedad cada vez más individualista?
El individualismo es en realidad una pura manifestación de egoísmo, una reivindicación extrema del libre albedrío que ignora deliberadamente la naturaleza a un tiempo libre y social del ser humano. Del liberalismo contractualista de Hobbes, Locke y Rousseau heredamos la idea del “contrato social” como fundamento de la sociedad, una figura retórica tan sencilla como imaginaria que exaltaba la idea de que todos los hombres fueron creados libres e iguales, sin advertir que cuando el ser humano llegó a serlo y, como tal, consciente de su libertad moral, ya era social. El Génesis nos revela la naturaleza buena del hombre: “Y vio Dios todo lo que había hecho, y he aquí que era bueno en gran manera” (Ge 1, 31); pero, a continuación, se nos dice: “no es bueno que el hombre este solo” (Ge 2, 16).
El individualismo no es, en realidad, una ideología, sino una actitud tendente a desentenderse de los deberes sociales. Y, entre esos deberes, está el de procrear y educar a la prole, haciendo posible la continuidad de la sociedad y de la especie. La omisión consciente o simplemente práctica de ese deber es, por tanto, un abuso con graves consecuencias para los demás, pero también para uno mismo. Prueba de ello es que el vacío que deja en la existencia la privación de darse gratuitamente a otro -que no otra cosa es la maternidad o la paternidad- puede ser causa de frustración.
Es cierto que todos conocemos parejas -no ya matrimonios, que también- que deciden disfrutar de su amor, de su vida común en libertad, al menos mientras no se estorben uno al otro. Los hijos causan gastos, molestias, preocupaciones, no nos permiten ir con libertad al gimnasio, viajar o, simplemente, medrar en el trabajo. Y todo eso está primero. Con una mascota -a veces con una “parejita” de “perrijos” se trata a veces de satisfacer patéticamente ese deseo de afecto. Por supuesto, ese mismo individualismo es compartido por los empleadores, lo cual puede acabar con la renuncia a la aspiración de la mujer a su maternidad.
El hecho de ser madre es un deseo, en efecto, natural. Ser madre es evidentemente distinto de ser padre; por eso todos deberían poder tener un padre y una madre, aunque los individualistas contemplen otras fórmulas, por considerar que el hijo es un derecho, un “sueño” más. Pero para muchas de nuestras jóvenes, demasiadas, el trabajo es incompatible con esta aspiración. Una embarazada no puede progresar profesionalmente, el empleador no quiere saber nada, ni el Estado tampoco. El primero, por la productividad, el segundo por los prejuicios. Porque ser madre no es una prioridad para el feminismo radical, más bien es una carga impuesta a la mujer por el “heteropatriarcado”, contra el que se ofrece el “sagrado” aborto como respuesta. Ya ven a dónde nos ha llevado el individualismo, a una sociedad sin sentido de la trascendencia ni del deber, en la que cada uno va a lo suyo.
¿Por qué se ha perdido en muchos casos hasta la noción del bien común?
La noción del “bien común”, como fuente de legitimidad de todo buen gobierno, se vio cuestionada por la “volonté générale” roussoniana, en puridad una falacia como el contractualismo mismo, porque de la misma manera que nadie puede dar fe de la firma de un “contrato social”, tampoco es posible alcanzar un acuerdo de todos los miembros de la sociedad que sustente cualquier medida de gobierno. Estas ideas sólo son ficciones para justificar el ejercicio del poder, pero no pueden sustituir como fuente de legitimidad al bien común, finalidad de todo gobierno y asiento de su autoridad.
El bien común es, ante todo, Bien y luego común. Si la ética es una reflexión sobre lo que en términos morales se considera “bueno” o “malo”, es obvio que para la ética cristiana o teología moral, Dios es fuente de todo bien y el Bien mismo. Ahora bien, cuando la modernidad deslindó fe y cultura, no fue compatible con la libertad humana imponer un determinado criterio ético, sólo proponerlo y defenderlo como inspiración de la moral (“mores”, costumbres) mayoritariamente aceptada como norma que rige la convivencia y, como tal, susceptible de ser tutelada por la ley.
La Revolución cuestionó los fundamentos de la civilización cristiana y se hizo necesario buscar un nuevo fundamento ético. El pensamiento ilustrado se había remitido a un “dios de los filósofos”, o Causa última, y la totalitaria Convención nacional francesa entronizó a la “diosa Razón”. Una Razón que no era ya el Logos divino en el que los cristianos creemos, sino fruto del pensamiento que subyace tras las ideologías políticas, en realidad tributarias de la “voluntad general”, es decir, de la corriente social dominante.
La deriva de la filosofía europea contemporánea, que había propiciado el auge de los totalitarismos en el siglo XX, abrió camino a la Teoría Crítica de la Escuela de Frankfurt, que ha venido alentando una visión pesimista de la civilización occidental. Por no incurrir en disquisiciones filosóficas que escapan a nuestra pretensión, fijemos tan sólo nuestra mirada en un panorama social, como el actual, en el que prima el sentimiento sobre la razón, junto a una idea de la felicidad orientada a la realización de los “sueños”, alentada por el neomarxismo gramsciano que subyace en esa izquierda “caviar” que pretende ser llamada woke. En ese panorama de lucha social omnium contra omnes -esto es, semejante al “estado de naturaleza” hobbesiano- no parece quedar espacio al bien común.
¿Estamos a tiempo de ponerle solución?
Si se refiere a la crisis demográfica, dicen los expertos que ya no. El origen cultural de los nuevos españoles, de los nuevos europeos, será en términos proporcionales muy diferente al de los actuales, con los problemas de cohesión social que pueden avizorarse, a los que antes hemos hecho referencia. Pero siempre habrá que aplicar una solución al problema, cuando menos atenuar sus efectos y revertirlos, en lo posible. Como tanto la natalidad como la inmigración son factores determinantes de la evolución demográfica habrá que actuar en ambos campos.
En cuanto a la inmigración, tenemos que empezar a contemplarla como un factor corrector de la crisis demográfica, no sólo como una invasión, que también lo es y en la mayor medida. Con la única excepción de los refugiados que estrictamente lo sean con arreglo al derecho internacional, en España no puede entrar todo el que quiera, sino quien legal y ordenadamente deba hacerlo, en la medida de las necesidades cuantitativas y cualitativas de nuestro país lo demanden. La integración de quienes legalmente entren en España debe ser particularmente cuidadosa y exigente, con particular atención a la obtención de la nacionalidad. La inmigración ilegal debe ser enérgicamente contenida, principalmente en origen. No tenemos espacio para tratar de todo esto, que es un mundo; tan sólo insistiría en que si no guardamos fidelidad a nuestros valores morales, difícilmente se adherirán a ellos quienes vengan de afuera.
Por lo que respecta a la natalidad, todo conspira en su contra, el aborto a la cabeza, el materialismo, el hedonismo, el sinsentido de la vida familiar y social y, sobre todo, el impacto de ideologías destructivas como son la LGTBI y el feminismo radical, en particular el llamado de tercera generación que tanto rechazo ha causado incluso entre militantes del feminismo histórico. Esa radicalización, que con mucha razón llamamos “feminazi” por su carácter inhumano, desnaturalizador y violento, es el factor que, en mi opinión, más contribuye al brusco y desmesurado descenso de la natalidad.
Con todo, soy optimista, pero hay mucho trabajo pendiente.
¿Hasta qué punto serían necesarias y urgentes políticas que fomenten la natalidad?
¿Hasta qué punto? No existe punto alguno que limite la urgencia y necesidad de tales medidas para la continuidad histórica de la Nación. La pregunta más bien sería ¿hasta qué punto serían eficaces a estas alturas? Hay países verdaderamente avanzados en este sentido, como Hungría, en las que se viene fomentando la natalidad con ayudas económicas y de otro tipo. Estas medidas han logrado, cuando menos, contener la tendencia a la caída, pero haber logrado aún revertirla. Es muy difícil, en este sentido, luchar contra la corriente dominante en la civilización a la que nuestros países pertenecen.
No obstante, y aunque sea éste un camino largo y arduo de recorrer, hay que progresar por él. En primer término, el valor de estas medidas es el de lo que llamamos “magisterio del poder”. La actitud del gobierno que lidera a la sociedad es de fundamental importancia. Una actitud natalista ha de promover, ante todo, a la protección de la vida y de la familia frente a las asechanzas de las tendencias destructivas dominantes en la sociedad a las que nos hemos referido, en destacadísimo lugar el aborto, pero también la deconstrucción del matrimonio y la familia, lo peor del feminismo radical y el nefasto movimiento LGTBI.
Ayudar a los héroes y, más aún, a las heroínas que se atreven a luchar contra corriente asumiendo el compromiso de fundar una familia, engendrar y concebir hijos, cuidar de ellos y educarlos asumiendo los sacrificios personales que sean necesarios, porque es su deber como hombres y mujeres, debería ser una política de Estado. Los premios y ayudas económicas a la natalidad, las exenciones fiscales, el apoyo laboral a las madres trabajadoras y también a las que no trabajan para atender a sus hijos en los primeros años y la debida compensación a sus empleadores son algunas de las ideas que podrían ser contempladas.
Igualmente haría falta que desde el púlpito se estimule a las familias a tener más hijos, algo que casi nunca se dice…
Hace un par de meses, en misa dominical, escuché citar al celebrante en su homilía ese hermoso y desafiante pasaje del Génesis: “Fructificad y multiplicaos. Llenad la Tierra” (Ge, 2, 18) Salí de mi parroquia muy reconfortado por la exhortación de aquel sacerdote africano que había venido a evangelizarnos. Dios le bendiga, bienvenido sea entre nosotros y ojalá germine de nuevo la semilla de la fe que siembra en tierra ahora tan inhóspita. Porque es duro ir contra corriente, una corriente de fondo materialista que responde diciendo que “hoy día es muy caro tener hijos y darles todas las cosas que necesitan” ¿No seremos nosotros quienes necesitamos tanta cosa y no se nos puede llevar la contraria?
Sé que hablo, sobre todo, a los ya convencidos y me doy por muy satisfecho si mis palabras han servido, cuando menos, para confirmarlos en sus convicciones y hacerles ver que somos más, muchos más, quienes no damos esta batalla por perdida.
Autor
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Subdirector de Ñ TV España. Presentador de radio y TV, speaker y guionista.
Ha sido redactor deportivo de El Periódico de Aragón y Canal 44. Ha colaborado en medios como EWTN, Radio María, NSE, y Canal Sant Josep y Agnus Dei Prod. Actor en el documental del Cura de Ars y en otro trabajo contra el marxismo cultural, John Navasco. Tiene vídeos virales como El Master Plan o El Valle no se toca.
Tiene un blog en InfoCatólica y participa en medios como Somatemps, Tradición Viva, Ahora Información, Gloria TV, Español Digital y Radio Reconquista en Dallas, Texas. Colaboró con Javier Cárdenas en su podcast de OKDIARIO.
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La población actual de España es de 48 millones, la más alta de su Historia y tanto España como la mayoría de los países de la Unión Europea (UE) están superpoblados. Mientras que Estados Unidos tiene 335 millones de habitantes (en un país de 9 millones de kilómetros cuadrados) en la UE viven 450 millones de personas en 4,2 millones de kilómetros cuadrados; es decir, la densidad de población en la EU es el doble que en Estados Unidos. Para que exista un equilibrio entre los recursos naturales disponibles en un territorio y las necesidades de la población humana que lo habita es necesario que no se superen los límites de sostenibilidad y esos límites ya están ampliamente superados tanto en España como en otros paises europeos (concretamente en cuanto a la disponibilidad de agua potable y en cuanto a la producción de alimentos). La densidad media de población en la UE debería reducirse paulatinamente hasta los 40 habitantes por kilómetro cuadrado, como máximo.
Por otra parte, el problema de la inmigración ilegal se puede resolver fácilmente si existe voluntad política para hacerlo, como se demuestra en el caso de Australia. La población autóctona europea no tiene que ser sustituida por una inmigración masiva procedente de culturas incompatibles con la del mundo occidental. La única inmigración que se podría autorizar sería la de trabajadores temporales para determinadas tareas, con retorno obligatorio a sus países de origen al finalizar los contratos de trabajo o con la expulsión forzosa si no abandonan voluntariamente el territorio europeo.