
Hartos estamos de oír y fatigados de escuchar las salvas y luminarias con que adornan su historia estos oportunistas jactanciosos, que gozándose de lo que el franquismo les había conseguido, han acabado destruyendo lo edificado y hundiéndose en el fango de la infamia, después de hundir a la patria toda. Ruincillos adornados de pretenciosidad y desnudos de hazañas, faltos de esencia y sobrados de demagogia y de vileza. Nada que ver su naturaleza, y aun en las antípodas, de aquellos conquistadores y hacedores de reinos, pobres de gala y ricos de fama. Con sus hazañas colmaron las crónicas y, si bien acabaron embutiéndose en el vestuario común de las mortajas, no así en el del olvido ni en el de la abyección.
En la mano de los hombres y mujeres está el vivir eternamente, trabajando para ser insigne y, sobre todo, eminente en la virtud. Todo héroe es eterno; quien adquiere honor y noble fama es inmortal. Y es triste que los que han tenido recursos para alcanzar honores, como los reyes y los gobernantes, se hayan de quedar, por propios deméritos, sin nombre, sin gloria y sin aplauso, adornados únicamente con la desaforada ambición y la ramplona vileza. Sólo los brutos se dejan arrastrar por la vida material; los seres humanos eximios nunca mueren, pues sus fines son, sobre todo, intemporales.
Según la rueda de la vicisitud, unas cosas van y otras vienen, que no hay negocio que tenga permanencia, pues todo es ascenso y declinación. Qué amargo el que no vuelvan a salir en esta hora aquellos hombres de antaño, a quienes Gracián llamó «garrotas contra franceses», contra turcos o contra ingleses… relación a la que hoy añadiría a nuestras genuinas garrapatas, los rojos apátridas. ¡Cómo les bajarían las crestas a los traidores, a los corruptos, a los hipócritas, a los pervertidos…! Pero el tiempo ha mudado sus alforjas y ahora toca época de liebres y de borregos… y de llantos.
Hombres pequeños de alma, que con ser todo palabra, carecen de palabra. Largos de demagogia y cortos de veracidad. Gente de poca ciencia y de ninguna conciencia. Porque antes rebrotan los males que los bienes. Tardan estos lo que madrugan aquellos. Mucho se detienen en renacer los siglos de oro, y se apresuran los de hierro y plomo. Son las calamidades más dadas a repetir que las prosperidades, y así como las dichas se acaban ocultando en el pasado, aparecen raudas e invariables las guerras, las pandemias, los genocidios y las desdichas por sus pasos contados.
Y si esto es así, ¿ cómo no se les ha podido tomar la medida a estas figurillas rojas y a sus excrecencias? ¿Cómo, conociéndolas bien, no se han podido prevenir los remedios para poder desviar su veneno? Sencillamente, porque los que podían, gente de apoyo y no de tramoya y apariencia, murieron; y porque los que pudieron, no quisieron aceptar el envite, y de este modo, desamparadas y confundidas, se sucedieron generaciones ignaras, que nada sabían de los daños y no tenían experiencia de los inconvenientes, con lo cual no hubo lugar al escarmiento.
Y ahí tenemos el garrafal, aunque bienintencionado, error de Franco y del franquismo: perdonar y olvidar, de facto, los crímenes del frente popular, dejando huérfanas de tal conocimiento a las generaciones venideras y, en consecuencia, indefensas ante el horror de los victimarios, como así ha sucedido. De modo que, sin oposición ideológica ni cultural, y con todo el campo social virgen, los años democráticos, con sus inexorables sacerdotes alimentando día y noche el fuego sagrado del rencor, implantaron sus doctrinas y cercenaron a los pocos españoles de bueno y sano juicio, prudentes consejeros que se hartaron de clamar en el desierto, mientras pudieron vocear las tempestades que de lejos habían pronosticado.
Porque es una constante histórica que los instalados, con la ayuda activa o pasiva de la aplebeyada multitud, difamen con epítetos denigratorios (conspiranoicos, negacionistas, fachas, etc.) a los justos y a los cuerdos, para arrancarles todo prestigio y desposeerlos del inestimable don del consejo. Pues todo aquel que predice y denuncia la desolación moral, el abatimiento de la cultura y de las tradiciones, se enfrenta a oídos tapados, a ojos vendados o a machetes y fusiles odiadores. Y así la historia nos enseña que los cielos hilan fino, que de tiempo en tiempo se pierde todo para volverse al cabo a ganar todo de nuevo.
No hay que perder, pues, la esperanza, que aún volverá la virtud a ser estimada, la sabiduría valorada, la verdad amada y todo lo bueno en su triunfo. Y habrán de regresar aquellos hombres justos y llanos, sin artificio, aunque para muchos sea tarde y hayan de cogerles de medio a medio todas las desgracias, que antes tiene que perderse la mala semilla de los actuales. Alguien entrará de nuevo en nuestra historia para, con firmeza y convicción, pasar un paño por los espejos de la patria, el paño de la memoria verdadera y, para algunas cosas concretas, el de la mortaja, que así todo quedará más limpio del polvo de las transparencias parlamentarias, de las togas, de los birretes y de los leguis que traicionaron sus juramentos.
Autor

- Madrid (1945) Poeta, crítico, articulista y narrador, ha obtenido con sus libros numerosos premios de poesía de alcance internacional y ha sido incluido en varias antologías. Sus colaboraciones periodísticas, poéticas y críticas se han dispersado por diversas publicaciones de España y América.
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