20/05/2024 21:38
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(Una mujer de hierro ante la adversidad y rebelde frente a los designios del destino).

            Estos días de atrás ha muerto Constantino de Grecia y ello me ha hecho recordar la cierta amistad que mantuve con su madre, la sin par Reina Federica, cuando en 1973 le dirigí («Gregorio del Toro», Ediciones) la versión española del primer tomo de sus «Memorias». Porque, naturalmente, en las largas conversaciones que mantuve con ella en La Zarzuela y por teléfono, salió su hijo a relucir (ya estaba en el exilio y en Grecia se había proclamado la III República)…entre otras cosas por los detalles personales que unía mi vida con la suya: nacimos los dos el mismo año (1940) y el año que él  fue proclamado Rey (1964) yo obtuve el nº 1 de mi promoción en la Escuela Oficial de Periodismo…y le conocí el mismo día que nació mi hijo (1972).

               Han pasado ya muchos años desde entonces y, por supuesto, de la muerte de aquella extraordinaria mujer, a la que los griegos llamaban «Ls Reina de hierro» por sus orígenes alemanes y en la Historia figura como Federica de Hannover, Princesa de Gran Bretaña, de Irlanda, de Dinamarca. duquesa de Bruswich y  Bundersburgo, bisnieta del emperador Federico III de Alemania y Reina consorte de Grecia entre 1947 y 1964.

              Tal vez por los gratos recuerdos que  guardo de ella  en mi memoria (tenía en aquellas fechas 54 años y yo 33) y a nivel físico era muy atractiva, con una cabeza en su conjunto que bien podían haber esculpido el gran Miguel Angel o el no menos grande Fidias, el griego… y unos ojos que parecían rayos equis y un cuerpo de Mis… le dediqué  la obra de teatro que acababa de escribir sobre Don Juan Valera con estas palabras que he incluído en el Tomo VI  de mjs «Obras Completas. Así que pasen y lean:

         CON VALERA Y UNAMUNO DE FONDO

– —ALTEZA:      Vais a permitirme que os dedique esta «Tentativa dramática» , que he escrito sobre don Juan Valera, el autor de «Pepita Jiménez» y «Juanita la larga», esas estupendas novelas que vos misma me comentabais en nuestra última entrevista. Ya sé que vuestro tiempo libre es escaso y que ahora debéis estar sumamente ocupada en dar el toque final a la segunda parte de vuestras «Memorias», pero la amistad que me ofrecisteis entonces me mueve a ser atrevido ahora y suplicaros que leáis este intento teatral en el que tanto amor he puesto. Ello os servirá, casi seguro, para, conectar con el escritor es- pañol que mejor ha conocido, sin duda, el mundo clásico que vos tan bien conocéis. Estoy seguro de que vuestro insobornable sentido crítico sabrá ver los aciertos y fallos de este «Valera» que hoy pongo en vuestras manos con la ilusión de quien empieza una nueva singladura. Recordaréis, Alteza, que cuando hablamos de vuestra teoría de la Luz en la que la Verdad es una e indivisible, aunque muchas sus interpretaciones, me atreví a sugerirle la lectura de dos escritores españoles casi contemporáneos, por su afinidad de ideas y sobre todo de conductas: don Juan Valera, y don Miguel de Unamuno. Vos, muy interesada, quisisteis saber todo acerca de ambos, y vuestras preguntas cayeron en torren- te sobre mi … fanática admiración por ambos. Entonces me decíais: «la esencia de la religión es la misma en todas partes, siempre que esté cimentada sobre la verdad. Tenemos que aprender a conocer y adorar a Dios del mismo modo que más nos convenga, pero también del modo en que lo hacen otros pueblos y otras razas, cuyas manifestaciones religiosas externas, tales como sus templos y sus ritos, no son sino formas diferentes de esta misma verdad». Sobre todo recuerdo que vos insistíais en que la Verdad no está fuera sino dentro de nosotros, y que en tanto en cuanto el hombre sabe mirar hacia dentro se encuentra a sí mismo o se pierde en el panteísmo de fuera. De ahí -decíais- que todas la Religiones recomienden la meditación. El hombre que sabe meditar sobre sus actos ya lleva parte del camino de su Verdad andado. El hombre que sabe confrontar sus pensamientos y sus acciones es el único que puede encontrar su Verdad. Y esa Verdad no tiene por qué ser cristiana, budista o mahometana… Estuvimos de acuerdo, Alteza, en que muy pocos hombres de letras habían logrado actuar de acuerdo con sus ideas y que los más se comporta- ban como esos pájaros que trinan en un sitio y ponen los huevos en otro.

Fue entonces, Alteza, cuando yo os puse el ejemplo de don Juan Valera. Porque también él había dicho algo parecido en distintas ocasiones. Lo importante -decía Valera- no es ser católico o pro- testante o lo que sea, sino ser verdadero, ser sincero consigo mismo. Dios está en todo, y más aún en el fondo del alma humana. Allí se le halla, y si allí se halla, allí se puede hallar también cuanto amamos, buscándolo con profunda concentración. Precisa- mente -os dije yo, Alteza- ese espíritu es el que hizo que nunca fuera hombre de partido, aunque milita- se en ellos, y que estuviese por encima de las ideologías… Valera fue un liberal a escala universal, uno de los primeros ciudadanos del mundo…

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Pero, Alteza, no quiero cansaros con cosas que ya hablamos en su momento. Además en nuestra última conversación pude comprobar que ya conocíais a Valera mejor que yo… Sobre todo me sor- prendisteis hablando de una obrita de don Juan que yo no conocía. Y que al leerla me ha sabido a miel. Se trata de ese pequeño diálogo filosófico en tres cuadros que se llama «Gopa». ¡Qué belleza!

¡Qué plasticidad! ¡Qué diálogos…!

–         —«GOPA: Efímera es la vida; el padecimiento que de ella nace debe de serlo también.

–         —PATRIAPRATI:  No, Gopa; la vida no tiene término. La muerte es cambio, no fin. Arrastrados en la perpetua corriente, mudamos de forma, pero no de esencia; la cual renace o reaparece siempre para el dolor. En este sentido los dioses, los asuras y los hombres son igualmente inmortales.

–         —GOFA:      ¿Y no hay ningún dichoso?

PRATIAPRATI: Ninguno, La infelicidad es la prime ra condición de la vida.

GOFA            ¿Y por qué Amor creó la vida, y la infelicidad con ella?

PRATIAPRATI :  Porque Amor no fue libre. Como del Sol brotan los rayos, como el agua mana de la fuente, así de Amor brotó, y manó la vida. Sólo movido de compasión sublime, en virtud de un esfuerzo superior a lo humano y a lo divino, recogiéndose en sí con abstracción portentosa, logrará Amor recoger también en sí la vida y darle quietud eterna».

Y sobre todo -como vos misma dijisteis- qué conocimientos filosóficos… En un par de páginas Valera repasa y sintetiza todos los sistemas en su relación con Dios. Y habla de la religión del porvenir. Una religión en la que los sabios formarán cofradía aparte y dirigente. Vos, Alteza, hablabais de una Dualidad, interior y exterior, que vive en el hombre y que condiciona el existir. Y defendéis la influencia tremenda de la ciencia en el devenir histórico: «Nuestros modernos hombres de ciencia, — muchos de ellos sin darse cuenta- han descubierto la verdad de la Fuerza Invisible que miles de años antes ya habían enseñado los magos, los profetas, y el Mesías. La era nuclear nos enseñará -incluso- un nuevo sentido de la propiedad y ninguna filosofía o creencia podrá mantenerse en pie si siguen enseñando la división del hombre por colores, razas o religiones».

En fin, Alteza, hablemos de mi «tentativa dramática». ¿Por qué una obra de teatro sobre Valera y no un estudio crítico de su obra…? Estoy seguro que os habéis de hacer esta pregunta en cuanto caiga en vuestras manos mi trabajo… Y, sin embargo, nada más claro. «La flor más bella de toda la literatura -al decir del propio Valera-, el último y más espléndido brote del árbol del arte es el teatro. En él la poesía vuelve a ser objetiva por reflexión, como en la epopeya lo fue por instinto. En él caben todos los géneros -el lírico, el didáctico, el satírico y el narrativo-… aunque la acción prevalece y da ser a todo. El autor oculta su personalidad y hace hablar a sus personajes…» Pero, es que además en Valera concurren dos circunstancias especiales: una vida azarosa y una personalidad fuera de lo normal. Es decir, acción y carácter, vida y problema… Valera es escritor, pero antes es hombre. Y hombre de reacciones típicamente humanas: incontrolables, a veces disparatadas, y casi siempre imprevistas.

Así pues, no os debe sorprender, mi querida y admirada amiga, que haya elegido el teatro para hablar de Valera. Mejor dicho para hacerle hablar a él mismo… Solo cuando se ha penetrado de lleno en el alma de un personaje se le puede hacer hablar. Y solo cuando sus problemas han sido «nuestros» problemas y sus vivencias «nuestras» vivencias uno

-el autor- puede reaccionar como el personaje hubiese reaccionado. Pero, esto es el teatro, así es el teatro… lo demás puede ser literatura o arte, nunca teatro.

Por eso extraña que el propio Valera no hiciese más teatro y sólo se atreviese en escasas ocasiones, y aún entonces diciendo que eran «tentativas», a escribir piezas teatrales. Precisamente un escritor que «inventa» la novela sicológica, que crea personajes perfectos, que se adentra como nadie en el alma de sus «criaturas», era la persona más indicada para hacer teatro. ¿Por qué, entonces, Valera no se atreve con el teatro y hasta incluso se considera «impotente» cuando se decide a ello…? ¿Basta que Valera piense que para triunfar en el teatro es absolutamente necesario poseer cierta «virtud magnética» por la cual el poeta comprende el sentir y el pensar del público en un momento dado y se pone en consonancia simpática con dicho pensar y dicho sentir…? No, no es este ningún impedimento para hacer teatro. Y en esto se equivoca Valera. Si así fuese muchos autores famosos -Valle-Inclán y Unamuno por citar algunos- no hubiesen estrenado jamás. El teatro es algo distinto, si bien es verdad que sólo se produce el éxito y el aplauso -que tanto interesaban a Valera- cuando existe comunicación entre el público y lo que se representa. Yo creo -y esto lo hablé con Su Alteza- que Valera no se atrevió con el teatro no porque él no fuese capaz de escribir un drama o una tragedia, sino por su espíritu rebelde y, si se me apura, anárquico. Por su inde- pendencia natural. Pues, el teatro es obra de un equipo -empresario, director, actores, etc.- en el que cada cual ha de sujetarse implacablemente a un plan. Falla el espectáculo cuando falla uno de los elementos… Aun así, Valera escribe sus «Tentativas dramáticas» y da toda una lección de lo que debe ser un teatro de altura. Porque a Valera se le podrá negar su «carpintería teatral» -por otra parte muy discutible- pero lo que nadie puede quitarle es su capacidad para crear personajes… ¡Y sin personajes sí que no hay teatro! Valera crea tipos con personalidad y carácter propios, con fuerza dramática, con «gancho», y hasta con atractivo. Pero, aún hay más: Valera demuestra que es un maestro en el difícil ar- te de dialogar. La palabra adquiere en su pluma esa potencia y ese «duende» que solo los grandes dramaturgos del mundo han sabido dar a los vocablos. Leyendo «Asclepigenia» o «La venganza de Atahualpa» uno no tiene más remedio que recordar el «Ju- lio César» o «La violación de Lucrecia» de Shakespeare… Incluso cuando se atreve a escribir un monólogo escenificado -«Los Telefonemas de Manolita»- sabe salir del lance tan airosamente como pudiera haberlo hecho un experto en «carpintería teatral…» No. En este caso no estoy de acuerdo con el propio Valera. Y me gustaría que estas «tentativas dramáticas» fuesen sacadas del olvido y llevadas a las tablas… Entonces veríamos si don Juan fue o no fue autor dramático.

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Y ahora hablemos de mi «Valera». Su Alteza se preguntará al leer la obra por qué elegí esos años de Washington precisamente para llevarlos al teatro y no otros de su ajetreada vida diplomática. Pero, si os detenéis un momento y contempláis en una visión panorámica la biografía de don Juan veréis que es acaso la cumbre de su propia vida. Valera cumple por entonces sesenta años y alcanza el esplendor de su madurez. (Otros a esa edad se hubiesen sentido agotados). Las relaciones matrimoniales se han enfriado notablemente y el hombre duda y se entretiene pensando en «lo que pudo ser de no haber sido». Y además está Catalina Bayard, uno de los pasajes más oscuros de su amplia biografía. ¿Por qué se suicida Catalina Bayard en la propia casa de don Juan? ¿Qué circunstancia rodea su muerte? ¿Qué clase de amor sienten ambos, uno a la vuelta del camino y otro en la primera etapa? … He aquí el atractivo. Para un investigador nato era un desafío el misterio de esta muerte y sus contornos. Incluso era bonito estudiar las reacciones de un hombre que hastiado de muchas cosas se enfrentaba a sus sesenta años con un amor impetuoso y místico… Gracias a ese tesón y a la ayuda de Eulogio Ramírez en la Oficina de Información Diplomática del Ministerio de Asuntos Exteriores y a José María Carrascal, corresponsal en Nueva York, pude encontrar datos hasta ahora inéditos y montar la obra. Valera se muestra tal cual es y vive un «drama» que le deja marcado para el resto de su vida… Como le dejaron marcados a sus pocos años Lucia Palladi, la Muerta, y en Rusia, Magdalena Brohan. Que con Catalina son las tres mujeres clave en la vida del hombre… Y como telón de fondo la nueva América que despierta a la cultura y a la política. Una sociedad en cambio que tal vez sin proponérselo salta desde el puritanismo más intransigente a las nuevas fronteras del sexo.

Pero, ya está bien, Alteza. No es mi deseo aburriros con tanta disquisición, sino ofreceros el fruto de un esfuerzo apasionado y de una admiración sin límites. Ahora, estoy en vuestras manos. Y os suplico que leáis con atención este drama y lo critiquéis objetivamente, imparcialmente. Como lo hicisteis con mi libro «Cartas a Dios» y mi tragedia «Séneca». Mientras tanto sabed, Alteza, que mi respeto por vos sólo es comparable con mi deseo de servir a Sus Majestades.

Autor

Julio Merino
Julio Merino
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.

Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.

Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.

En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.

En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.

Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.

Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.
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