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Para que no vean que me he olvidado de mis compañeros y víctimas del Covid (15 días con sus 15 noches encerrado en la planta tercera de la Cruz Roja de Córdoba, dedicada especialmente a los “infectados” por el virus maligno) y de los desastres del Gobierno e incluso delitos, según el Tribunal Constitucional, me complace reproducir “La leyenda del romano” una historia que habré leído ciento de veces y que he señalado casi siempre como símbolo de lo que fue el Imperio Romano. Sé, que nada puede hacer olvidar a los “condenados” su hospitalización obligada pero, por si acaso, les envío la historia emocionante que yo saqué de mi viejo amigo Séneca:
Cuenta una vieja leyenda romana que allá por los años del emperador Augusto, existió un viejo patricio que a la hora de su muerte sometió a sus hijos a la más terrible de las pruebas, con el noble propósito de dejar su herencia en manos del mejor… para lo cual no le importó desafiar las leyes de Roma, ni siquiera las de la naturaleza.
Según esta leyenda, Lucio Afranio Burrrus, que así se llamaba el viejo patricio, sintiéndose morir llamó a sus siete hijos y les dijo:
-Hijos míos, ya lo veis, la muerte llama a mis puertas sin remedio… y dentro de algunas horas me habré marchado para siempre… Sí, sí… ya sé cuánto lo sentís… pero la vida es así: un día se nace y otro se muere.
Os confieso que me hubiese gustado seguir con vosotros unos cuantos años más, pero… los dioses no perdonan y yo no puedo ser más que un dios. También sé que no os dejo en el mejor momento… porque sé de vuestras rencillas y de vuestros enfrentamientos… No, no digáis nada: lo sé. Lo sé y lo lamento… porque me hubiese gustado que os llevarais como verdaderos hermanos y no como furibundos enemigos. Por eso he decidido algo que os va a sorprender… No quiero marcharme sin saber cuál de vosotros es el más justo y el más humano… entre otras cosas porque a él debo dejar la dirección de nuestra familia.
Venid; escuchad… Se me ha ocurrido que antes que la negra noche me absorba y la soledad reine en esta casa debiérais responder a una pregunta… sólo a una pregunta que yo os voy a hacer. Sé que es difícil… y aún más: sé que os va a resultar imposible responderla. Pero este es el juego… ¡mi último juego! También sé que tal vez no sea justo al poner en práctica lo que he pensado… Sí, porque lo que he pensado es que… ¡aquel de vosotros que no responda con certeza a mi interrogante se tendrá que quitar la vida justo en el momento en que yo deje la mía!… Aunque bien pensado morir no es sino viajar… adentrarse por ese camino que conduce al palacio de los dioses y al Olimpo de la verdad…
Pero, por favor, salid y alejaos un tiempo. Yo os iré llamando ante mi presencia….
Y así lo hicieron los hijos. Sin decir una palabra salieron del cuarto donde el padre decía adiós a la vida y se dispusieron para la «gran prueba». Ni que decir tiene lo que aquellos hijos estaban pensando… y muy especialmente teniendo en cuenta sus bruscos caracteres y sus retorcidas personalidades. Luego, pasado un rato, fue llamado ante la presencia del padre el mayor de los hijos y se produjo este diálogo:
PADRE: Ven, hijo mío, ya sé que tú no has sido el responsable de lo que aquí ha pasado, pero… ¡Tenía tanta confianza en ti! ¡Pensé tanto en ti durante mis largas estancias en Hispania!… Por favor, dime una cosa: para ti, ¿cuál es el hombre más poderoso de la tierra?
HIJO 1: Padre… ¿el hombre más poderoso de la tierra?… No sé… Tal vez el Emperador…, Sí, sí nuestro Emperador.
PADRE: Te equivocas, hijo… EI Emperador no es más que un hombre que puede ser vencido por otro hombre. Octavio Augusto, además, es ambicioso. ¡Retírate y cumple con tu deber! Tú no podrías gobernar esta casa.
Después, y como sintiese que la vida se le escapaba, llamó a los demás, todos juntos y les hizo la misma pregunta:
PADRE: para vosotros, ¿cuál es el hombre más poderoso de la tierra? A ver, responderme por orden. De izquierda a derecha… Tú, Marco Antonio, debes ser el primero.
Y aquel mozo que ya había ingresado en la Guardia pretoriana y soñaba con ser centurión dijo:
HIJO 2: Padre, eso ni se duda: el hombre más poderoso de la tierra será siempre el que tenga con él a los ejércitos.
PADRE: Te equivocas, hijo… Un ejército puede ser derrotado por otro ejército y el general más poderoso puede ser encarcelado por sus propios soldados. Por tanto, no acepto tu respuesta. Dispón tus cosas y sígueme…
Luego le tocó el turno a otro de los hijos… aquel que ya había cruzado varias veces el Mediterráneo para comerciar con los galos y los hispanos. Su respuesta fue tajante:
HIJO 3: Padre, no lo dudes, el hombre más poderoso de la tierra será el que tenga más oro, más barcos y más esclavos.
PADRE: ¡Ay, hijo, ya sabía que me responderías así!… pero te equivocas: el dinero jamás podrá con la libertad y quien lo ame tanto como tú siempre será un esclavo. No, no me vale tu respuesta, así que dispón tus cosas y sígueme.
Y así fueron contestando uno tras otro… EI cuarto de los hijos dijo que el hombre más poderoso sería el que tuviera el respaldo de los dioses. El quinto que aquel que tuviese la sabiduría y la inteligencia… El sexto, aunque con dudas, dijo que sería más poderoso el que tuviera más amigos… Hasta que le llegó el turno al más pequeño de los siete: Lucilio. Un muchacho robusto que estaba despertando a la vida y que ya se había ganado el respeto de todos por su sinceridad y su buen sentido común. Entonces se produjo este diálogo entre padre e hijo:
PADRE: ¿Y tú, Lucilio, qué dices ?… ¿quién es para ti el hombre más poderoso de la tierra?
HIJO 7: Padre, no lo vas a creer, pero esto que tú has pensado ha sido y es mi tema predilecto de meditación… Yo no sé lo que pensarás tú, pero… para mí el hombre más poderoso de la tierra será siempre aquel que sepa amar a los suyos y perdonar a los enemigos… Porque ese hombre jamás podrá nadie con él.
PADRE: ¡Has acertado, hijo mío!… ¡Aquel que sepa amar a los suyos y perdonar a los enemigos será siempre el más fuerte!… Porque meditadlo: ni el Emperador, ni los ejércitos, ni el dinero, ni los sacerdotes, ni la inteligencia, ni siquiera la simple amistad podrán nunca con quien en el esplendor ama a los suyos y es correspondido y en la adversidad soporta todo y sabe perdonar a los culpables… ¡Amad, pues, y aprended a perdonar… porque así seréis poderosos!
HIJO 7: Sí, padre, estoy de acuerdo contigo… pero, ya que así piensas por qué no lo haces tú también…
PADRE: ¿Y qué he de hacer yo, Lucilio?
HIJO 7: Perdonar la vida de mis hermanos… Sería injusto que tuvieran que acompañarte en el último viaje porque no acertaron a pensar como tú…
PADRE: ¡Pues es verdad, hijo mío!… ¡Es verdad!… Y te lo concedo… así, pues, acercaos todos… Ya lo habéis oído… Vuestro hermano Lucilio también me ha abierto a mí los ojos. Os perdono, pues. ¡Id en paz y que la vida os sonría!
Y dicho esto, aquel viejo patricio cerró para siempre los ojos entre la alegría y las lágrimas de sus siete hijos.
Esta historia sucedió hace muchos años, tantos que ni siquiera la gran Historia la recuerda ya. Pero el hombre, aquellos hombres… siguen viviendo hoy y vivirán eternamente. Porque así es el alma del ser humano…
Autor
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Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.
Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.
Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.
En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.
En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.
Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.
Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.
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