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Seguimos con la publicación de la Segunda Parte de la obra de Julio MERINO sobre «Los caballos de la Historia» que hemos venido publicando los últimos meses, dedicada por entero a «Pegaso, el caballo volador»,  las Mitologías clásicas y los Dioses del Olimpo griego.

Para «El Correo de España» es una satisfacción poder ofrecer a sus lectores y amigos una obra tan interesante y curiosa como formativa. Así que pasen y lean

LOS ORÍGENES DE UN ANIMAL LLAMADO CABALLO

 

«Volarás sin tener alas y

vencerás sin espada…»

 

Pero la mitología griega no es sólo el mundo de los dioses, los héroes, los hombres y los monstruos… es también el mundo de los animales, como lo demuestra el hecho de que cada dios sea simbolizado por uno de ellos. Zeus es la cabra y el águila; Hera, la vaca; Poseidón, el caballo y el toro; Hades, el perro y la serpiente; Palas Atenea, la lechuza; Febo, el delfín y el cuervo; Artemisa, la corza; Afrodita, el cisne, el gorrión y la paloma; Ares, el buitre, etc.

Sin embargo, el animal que más páginas llena en la Historia general de la Humanidad y en la Mitología es el caballo… hasta el punto de que la «Ilíada «, por ejemplo, no se concibe sin él. Ni una sola vez cita Homero a la ciudad de Troya sin llamarla «criadora de caballos» y a Héctor le llama siempre «domador de caballos». ¿Y Aquiles? ¿No confía el héroe por excelencia la vida a sus dos caballos, a pesar de ser «el de los pies ligeros»? E incluso ¿no habla «Janto» por boca de los dioses?

¿Y los dioses? ¿No tienen los dioses a «Pegaso» y sus cuadras divinas? ¿No pastan en las laderas del «Olimpo» grandes manadas de caballos en estado natural? ¿No viaja el dios Hades arrastrado por cuatro caballos negros y Artemisa se va de caza sobre un caballo alazán?

Una cosa está clara: la Historia de la Humanidad es también la historia del caballo, ya que juntos aparecen desde el comienzo de los tiempos. Porque caballos hay en las prehistóricas «Cuevas de Altamira» y en la vieja civilización sumeria (entre el Éufrates y el Tigris), y en el Egipto de los faraones (descendientes directos de Zeus según la leyenda), y en la más antigua China (¿no fue el emperador Chi-Mung quien inventa el «arte de montar» hacia el año 2150 a. de C.?), y en la India de los Vedas, y en Persia, etc. ¿Y no es un caballo, aunque sea de madera, el que al final resuelve la guerra de Troya?

Ahora bien, ¿cuándo, dónde y cómo aparece el caballo? ¿Cómo son los caballos que habitan la Grecia clásica y permiten el gran imperio del gran Alejandro? Veamos.

Según los «especialistas» en la materia, el primer caballo de la historia fue el paleohippus y era un extraño animal de veinte centímetros de altura hasta la cruz que tenía cinco dedos en cada una de sus cuatro patas, hace cincuenta y tres millones de años. Después vino y vivió el eohippus, un animalito ya de treinta centímetros de altura hasta el lomo, con aspecto de perro, que había transformado sus dedos en cascos minúsculos. Luego, hace treinta millones de años, apareció el mesohipus, de unos sesenta centímetros de altura, parecido al perro pastor o al zorro rojo. A continuación vino, hace dieciocho millones de años, el meriohippus, un animal de lo más elegante, tridráctilo, de algo más de un metro de altura, crines erizadas, rostro extendido y barras protectoras detrás de las cuencas oculares. Hace unos seis millones de años apareció el pliohippus, un hermoso caballo de talla media en casi toda la acepción de la palabra… y, por fin, hace dos millones de años surgió el equus, o sea, el caballo actual, uno de los animales más bellos de la naturaleza y símbolo de la velocidad.

La polémica surge, sin embargo, al hablar del «dónde» nace el caballo. Porque frente a la generalizada idea de que el caballo fue introducido en América por los españoles y que era un animal de claro origen euroasiático, existe hoy el convencimiento histórico de que fue justo al revés. O sea, que el caballo «nació» en América, concretamente en las grandes llanuras del centro de los Estados Unidos y en las altas planicies del Canadá, y emigró a Asia y Europa a través del Estrecho de Bering, cuando el istmo tenía varios kilómetros de anchura. Al parecer el caballo pasó a Asia y se expandió por el norte de Siberia hacia el centro de Europa y los países nórdicos y por el sur, pasando por China, hacia las mesetas del Indostán, Asia Menor, Oriente Medio, el norte de África y España.

Lo cual hizo que surgieran las distintas «pura raza» que han llegado hasta nuestros días, ya que los caballos que eligieron el norte y las frías temperaturas desembocaron en un tipo de caballo rechoncho, bajo, pesado y lento, sólo utilizable para el tiro y los trabajos agrícolas, y con dificultad para la guerra. Por el contrario, los caballos que eligieron el sur y las temperaturas cálidas evolucionaron rápidamente hacia formas más ligeras y esbeltas y, por supuesto, más veloces, más rápidas e ideales para la guerra. Según el sabio romano de origen gaditano Lucio Junio Columela, en su tiempo, hace casi dos mil años, había tres razas o tipos de caballos: el persa, utilizado por los partos; el sículo, de origen ario y más tarde grecorromano, y el español, de ascendencia berberisca.

Una cosa está clara: que el caballo proporcionó al hombre la movilidad que le hizo posible ampliar su mundo conocido y modificar el curso de la Historia. Gracias al caballo el hombre clásico llegó al «finis terrae», o sea Hispania y Gran Bretaña. Surgieron entonces el caballo pura raza árabe, el caballo pura raza español y el caballo pura raza inglés. Porque, curiosamente, donde el caballo encontró su ambiente ideal y pudo perfeccionar su naturaleza hasta el grado máximo en que ha llegado a nuestros días fue en los países del sol e incluso del desierto. Aunque en realidad hablar de «pura sangre» en un mundo cambiante y viajero, de imperios e invasiones permanentes, es una utopía, como lo es pensar que en Asia Menor, el Medio Oriente y Europa después de cinco mil años de guerras, conquistas y reconquistas quede ya algo en su pureza natural… incluyendo al hombre.

Por tanto, el caballo de la Grecia clásica y de la Mitología -y hasta «Pegaso»- era un caballo de bella estampa, de más de un metro setenta centímetros de altura y rápido «como el viento». Principalmente, el que se cría en los valles, las mesetas y las llanuras de la Tesalia, donde está situado precisamente el Monte Olimpo. De aquí era el famoso «Bucéfalo» de Alejandro Magno y los animales de la caballería macedónica.

Claro que los beduinos del desierto de Arabia cuentan esta bella leyenda sobre la creación del caballo:

 

«Cuando Dios decidió crear el caballo

dijo al viento del sur: Condénsate para que de

ti cree un nuevo ser para glorificar a mis santos

y humillar a mis enemigos.

Y el viento del sur respondió:

Señor, créalo.

Y Dios tomó un puñado de viento del

sur, sopló sobre él y creó el caballo…»

 

Y en el Corán, el libro sagrado del Islam, puede leerse:

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«Cuando el Señor hubo creado el caballo

dijo a esta magnífica criatura:

Te he creado diferente de todos,

todos los tesoros del mundo reposan

entre tus ojos,

tú aplastarás a mis enemigos bajo tus

cascos,

pero llevarás a mis amigos sobre tu lomo;

tal será el asiento

de donde se elevarán las oraciones que

se me dirigen.

Encontrarás la dicha en toda la tierra

y serás amado entre todas las criaturas

porque por ti aumentará el amor del

dueño de la tierra.

Volarás sin tener alas y vencerás

sin espada.»

 

 

EL NACIMIENTO DE «PEGASO»

 

«… Y entonces, en aquel momento

de máximo peligro, surgió Pegaso del

cuello ensangrentado de Medusa»

 

Sí… y nació «Pegaso». Como nacieron los dioses, los héroes, las musas, las ninfas, los monstruos, las leyendas y hasta los hijos de los dioses… ¡De la mano del poeta, de la fantasía y de la imaginación!

Los diccionarios dicen:

«Pegaso, caballo alado nacido de la sangre derramada por Medusa al ser decapitada por Perseo. Belerofonte lo montó para combatir a la Quimera.»

Pero, tras estas simples palabras existe toda una leyenda llena -como toda la Mitología griega- de sucesos heroicos, de personajes increíbles, de misterio y también de realismo. Porque, ¿quién fue Perseo? ¿Qué era la Medusa? ¿Y qué misterio se encerraba tras la cabeza de ésta?

Veamos:

Existió una vez en Argos, la ciudad del Peloponeso, un rey llamado Acrisio que sólo tenía una hija, Danae, aunque la mujer más bella de todo el país, por lo que el hombre estaba disgustado, ya que su sueño era tener un hijo varón. Pero, como los años pasaban y esto no se producía, un día decidió viajar hasta Delfos, donde el dios Apolo tenía su oráculo, para preguntarle a la divinidad si iba o no iba a tener ese ansiado hijo. La sacerdotisa que le atendió le dio esta respuesta:

-¡Oh, Acrisio, noble varón de Argos, en nombre de Apolo, el que todo lo sabe y ve el futuro, sólo puedo decirte la verdad… y la verdad es que no sólo no tendrás un hijo varón, sino que un día, todavía lejano, moriráas a manos del hijo de tu hija!

Lo que, naturalmente, disgustó tanto a Acrisio que al instante pensó en matar a su propia hija, Danae, la más bella de las mujeres. Pero, enseguida se impuso su ternura de padre y cambió de criterio: en lugar de matarla la encerraría mientras pudiese tener hijos para que no tuviese contacto alguno con hombres. Y vuelto a Argos así lo hizo. Mandó construir una torre de bronce, tan alta que ningún ser humano pudiese escalarla y abierta solamente al cielo, para que no faltara ni el aire ni la luz. Y allí encerró a Danae, la cual casi llegó a desesperarse en su espera interminable… Hasta que un día, de improviso, sucedió algo que el rey Acrisio no había previsto: llovió. Pero no una lluvia corriente, sino una lluvia de oro que empapó a Danae y anegó la habitación de la torre. Era Zeus, que enamorado de la joven y atraído por su belleza sin par decidió hacerla su esposa y engendrar con ella un hijo. Cosa que sucedió a su tiempo, ya que para el padre de los dioses no había nada imposible. Este niño fue Perseo.

Durante algún tiempo Danae ocultó el niño a su padre, el rey Acrisio… hasta que un día éste lo descubrió, dados los estrechos límites de la torre, y enfurecido quiso saber quién era.

-Es mi hijo -respondió Danae.

-¿Tu hijo? Pero, ¿cómo? ¿Quién ha tenido contacto contigo encerrada como estás en esta torre? ¿Y su padre, quién es su padre?

-Zeus -dijo Danae, no sin cierto temor.

Lo cual, claro está, no convenció al rey, aunque no fue eso lo que más le preocupó, sino el saber que la existencia de aquel niño ponía su vida en peligro… por lo que le había profetizado el oráculo de Delfos. Entonces pensó matar al niño. Sin embargo, y dado el temor que tenía a Zeus y las Furias, no se decidió a ella y en su lugar lo que hizo fue deshacerse de ellos, de la madre, su hija, y del niño, su nieto. Para lo cual mandó construir un gran cofre de madera, metió dentro a los dos y lo arrojó en alta mar.

Y, naturalmente, allí habrían muerto ambos si no es por Zeus, quien a última hora se acordó de su «aventurilla» y sintió compasión. Fue por este «recuerdo» de Zeus por lo que el cofre llegó hasta una playa de una pequeña isla del mar Egeo y por lo que fueron encontrados por el pescador llamado Dictis. Danae y Perseo se quedaron en casa de éste y con su familia vivieron los veinte años siguientes. Pero el destino quiso que Polidectes, el rey de la pequeña isla y hermano de Dictis, se fijara en la bella Danae, por quien no pasaban los años, y quisiera hacerla su esposa… a lo cual se opuso ésta por sentirse y saberse mujer de Zeus, el padre de los dioses. Polidectes pensaba, sin embargo, que lo que ataba a Danae era la presencia de su hijo Perseo, y desde entonces ya sólo pensó en quitarse de en medio al joven… Así que ideó algo que indefectiblemente sería mortal para Perseo:

 

-Yo sé que todos los jóvenes de mi reino sois unos valientes y que todos queréis para mí lo mejor -dijo en el transcurso de una fiesta que dio para anunciar sus deseos matrimoniales-, pero hay algo que a mí me complacería y que ninguno de vosotros podéis hacer…

-¿Qué? -preguntaron a un tiempo varios de aquellos jóvenes.

-Ir al encuentro de Medusa, cortarle la cabeza y entregármela como obsequio el día de mi boda.

-¡Yo! … -exclamó el primero Perseo, tal vez sin darse cuenta de lo que decía-. ¡Yo iré al encuentro de Medusa y le cortaré la cabeza!

-Eso son palabras -replicó Polidectes, para enrabietar más al joven Perseo.

-¿Palabras? Yo te traeré la cabeza de Medusa… y entonces veremos quién tiene razón.

 

Lo cual satisfizo sobremanera a Polidectes, ya que ello significaba la muerte segura de Perseo o su desaparición de la isla… que era lo que él quería para poder casarse con la bella Danae.

Porque Polidectes sabía que Medusa era una Gorgona, la más peligrosa de las tres que existían, y que jamás un ser humano podría vencer sus poderes. Sobre todo el primero: todo ser viviente que mirase de frente a Medusa se transformaba automáticamente en piedra. Las Gorgonas tenían, además, serpientes como cabellos y alas enormes, cuerpo cubierto de escamas doradas e impenetrables y garras como garfios.

Pero Perseo, como todos los jóvenes de su edad, era un poco loco y sin pensarlo, incluso sin decirle nada a su madre, salió un día de Argos y se fue en pos de Medusa.

Lo primero que hizo fue embarcarse en una nave que le llevó hasta Delfos, donde estaba el oráculo, para enterarse dónde podía encontrar a las Gorgonas. Pero la sacerdotisa sólo pudo indicarle que lo sabría «en el país en que los hombres comen bellotas y no el grano dorado de Deméter» (o sea, el trigo). Así que se dirigió a Dodona, el país de las encinas, donde los árboles hablan y transmiten los mensajes de Zeus y donde viven los Selles, que sólo se alimentan de bellotas. Sin embargo, tampoco allí pudo enterarse del lugar exacto donde habitan las Gorgonas… por lo que durante un tiempo anduvo errante y sin saber qué hacer.

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Hasta que un día encontró a un joven y atractivo personaje que se ofreció a ayudarle… ¡era Hermes, el dios que servía de guía a los protegidos de Zeus y tal vez el más listo de toda la familia divina! Esto animó a Perseo y más aún los consejos que recibió:

 

-Lo primero que tienes que hacer es buscar las armas adecuadas para atacar a Medusa -dijo Hermes- y para ello yo te aconsejo que vayas al encuentro de las Ninfas del Norte, pues sólo ellas tienen esas armas. Claro que para llegar a las Ninfas tendrás que sacarle a las Grayas dónde viven aquéllas, porque sólo ellas lo saben.

-¿Y quiénes son las Grayas? -preguntó Perseo.

-Las Grayas, o «ancianas», que eso significa su nombre, son tres extrañas criaturas que viven en el país donde jamás llegan los rayos del sol y sólo tienen un ojo para las tres…

-¿Un ojo para las tres? ¿Entonces cómo pueden ver?

-Porque por acuerdo compartido cada una de ellas utiliza el ojo un tiempo, pasado el cual pasa de una a otra. Si quieres acercarte a ellas y que te digan el camino a seguir para encontrar a las Ninfas tendrás que hacerlo cuando ninguna de las tres pueda verte.

-¿Y eso cuándo puede ser?

-Pues, estate alerta y aprovecha el momento que una se quita el ojo para pasárselo a otra… entonces hazte con el ojo tú y no se lo devuelvas hasta que no te hayan revelado el secreto.

 

Y naturalmente así lo hizo Perseo. Lo cual le permitió llegar hasta las Ninfas del Norte y conseguir las tres armas u objetos que necesitaba, es decir: unas sandalias aladas; un zurrón mágico, que tenía la propiedad de amoldarse al tamaño de lo que en él se introdujese, y un casco que hacía invisible a quien lo llevase puesto.

Pero esto no era suficiente para enfrentarse a las Gorgonas, así que Hermes le regaló una espada que tenía una hoja que nada podía doblar ni mellar.

 

-Todo esto está muy bien -dijo Perseo, que no era tonto-, pero ¿cómo me enfrento a Medusa si sólo con mirarla me transformaré en piedra?

 

Fue entonces cuando otra diosa, Palas Atenea, la hija mimada de Zeus, se acercó hasta ambos y ofreció su escudo al joven Perseo.

 

-Ten -dijo la diosa-: ponlo ante ti cuando ataques a la Gorgona y míralo… entonces la verás como en un espejo y así evitarás su mortífero poder.

 

Y así provisto, con las sandalias aladas, el zurrón maravilloso, el casco de la invisibilidad, la espada irrompible y el escudo divino, Perseo ya no tuvo por qué tener miedo ni retardar la hora de la verdad.

Lo que sucedió en cuanto, tras atravesar el Océano, llegó al recóndito lugar donde habitaban las Gorgonas. Perseo se acercó a ellas por el aire, gracias a sus sandalias aladas, y sin mirarlas supo cuál de las tres era Medusa, ya que el escudo reflejaba un monstruo atroz, en el que dominaba la gran cabeza y una cabellera trenzada de espantosas serpientes… Y sin pensarlo dos veces se lanzó en picado sobre ella y con la espada que no se dobla ni se mella le cercenó por el cuello la cabeza. Inmediatamente, y siempre sin mirarla de frente, descendió, recogió el miembro cercenado y lo metió en el zurrón mágico, que se cerró herméticamente.

En ese momento crucial sucedió algo inesperado y misterioso. Porque Perseo vio que de la sangre que salía a borbotones del cuello de Medusa surgía algo blanco que volaba. Primero su tamaño era pequeño, luego aumentó y a medida que se remontaba hasta unos riscos montañosos que había a cierta distancia se fue convirtiendo en un caballo. Un hermoso caballo blanco con enormes alas, que al posarse sobre la tierra comenzó a correr y saltar como nunca lo vio hacer a caballo alguno.

¡¡Era «Pegaso»!!

Claro que al pobre Perseo no le dio tiempo de contemplar un segundo más aquel hermoso y único animal, pues en cuanto las otras dos Gorgonas se percataron de lo que había pasado con Medusa se lanzaron fieramente contra el joven que aún blandía la espada tinta en sangre… Entonces Perseo se colocó el casco que le hacía invisible y no tuvo nada que temer, aunque por si acaso se alejó del lugar cuanto pudo.

¡Había triunfado!

Pero, ¿y «Pegaso»? ¿Quién era aquel hermoso caballo con alas que había salido de la sangre de Medusa?

Al llegar aquí no hay más remedio que referir las dos interpretaciones más fiables (aunque hay muchas):

Para unos «Pegaso» no fue más que un regalo que Zeus, el padre de los dioses, quiso hacer a su hijo humano, el hijo que tuvo con la bella Danae tras poseerla en forma de lluvia de oro. Según esta legendaria versión Zeus eligió ese momento de cortar la cabeza de Medusa porque indudablemente era el momento de máximo peligro para el joven Perseo y con «Pegaso» le estaba dando la salvación.

Para otros -y sin saber que en ello coincide la Mitología hindú- «Pegaso» fue un fenómeno de metempsicosis. Es decir, que el alma de la Medusa al escaparse de aquel cuerpo deforme y espantoso quiso transmigrar a otro que fuese su oponente, lo más opuesto, lo más bello. Frente al animal feo y más horrendo el animal más hermoso… ¿Y qué animal existe más bello y más hermoso que el caballo? ¿Dónde encontrar nobleza sin arrogancia, amistad que no sea envidia y belleza sin vanidad?

El hecho es que… así nació «Pegaso», el caballo alado de los dioses, el más veloz sobre la tierra y el que volaba por los aires cuando la distancia era larga y el tiempo escaso, el que «pacía estrellas» con los poetas y servía de mensajero a los enamorados.

«Pegaso», el símbolo de la velocidad.

Autor

Julio Merino
Julio Merino
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.

Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.

Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.

En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.

En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.

Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.

Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.