24/11/2024 08:48
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Iniciamos hoy, como aprendizaje para jóvenes periodistas, placer de lectura y «antídoto» de sanchistas subvencionados, la publicación de unas cuantas de las ACOTACIONES DE UN OYENTE que el gran Wenceslao Fernández Flores (el inmortal del «Bosque animado») hizo famosas en ABC entre 1931 y 1933…y que el «agitpro» comunista tiene escondidas en la nevera de la libertad (en la de Stalin, claro).

        Así que no se las pierdan, si quieren saber cómo fueron aquellas Cortes Constituyentes de la II República, hombre sí, la legal, la legítima, la constitucional, la de los derechos humanos, que se cargaron los golpistas asesinos del 18 de julio del 36.

 

4 septiembre 1931

 Oír a don Fernando de los Ríos es siempre un deleite. Hay en él, cuando pronuncia un discurso, esa transformación que se opera en algunos buenos oradores Y que tan señaladamente se acusaba en Vázquez de Mella. Fernando de los Ríos, en su presencia habitual, es un hombre pulcro, suave, que mira sin audacia y habla sin arrebato, y parece ocultar un núcleo de timidez en lo profundo de su carácter. Ayer, en el escaño, irguiendo su figura enlutada sobre el conjunto de hombres mal vestidos que alberga esta Cámara, tramando con su voz resuelta y agradable frases en las que no vaciló nunca la elegancia de una buena dicción, representaba el espíritu fino y científico que quisiéramos ver multiplicarse hasta hacer imposible la existencia de los energúmenos que todos los partidos han volcado en el hemiciclo.

Dos albores, nada más, en toda aquella mancha negra: el del pañuelo en la americana y el de los dientes entre la barba y el bigote. La mano aletea ante el rostro, cogida en la corriente de las palabras, como esas cintas que algunos gustan de prender en el aro de los ventiladores. El ilustre profesor esparce sobre el apretado auditorio su caliente optimismo. La Constitución que se prepara es un acierto. Nada hay en ella que le merezca un reparo. Vamos a dar al mundo algo mejor de lo que en el mundo hay, y con ello sigue España su tradición, porque nosotros hemos sido repetidas veces los que ensanchamos con nuestras leyes las libertades del hombre. España es un pueblo creador de formas porque es un pueblo de artistas. Los aldeanos suizos leían nuestra Constitución de 1812 para aprender en sus avances hasta dónde podía llegar entonces el espíritu liberal. Los edificantes pueblos escandinavos la tomaron por guía. Y la América española. Y Portugal. Nosotros hemos hecho a los hombres el regalo de una preciosa palabra: la palabra «liberal». Ahora, cuando el mundo se retuerce en vísperas de dar a luz una nueva forma de Estado, España va a hacer otra oferta de gran valor.

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Si el aplauso fuese permitido en las tribunas, yo hubiese aplaudido todo el bello discurso de don Fernando. Después me marcharía a cenar. Luego dejaría pasar un día, y otro día, y otro día, con sus noches, y, cuando ya no fuese demasiado brusca la transición de lo solemne e importante a lo frívolo y diminuto, le pediría hora al Sr. De los Ríos para contarle una historia baladí.

Esta historia:

Ocurrió que se reunieron unas cuantas vacas marinas en el tibio mar de las costas de Cuba. Sacaron fuera del agua los hocicos, a los que el labio hendido daba un aspecto feroz, y charlaron. Acostado en su barca, un negro las oyó, y por él se supo todo.

-Esto no marcha bien -decía uno de los manatíes-. Los jóvenes son muy revoltosos y no nos permiten saborear nuestra pereza.

-Pero los viejos son peores aún -opinó otro manatí-, porque se reservan las algas más sabrosas.

-Y eso no sería nada -gruñó un tercero- si los hombres no nos persiguiesen con tanto ahínco.

-La verdad es -intervino el cuarto manatí- que todo podría evitarse, porque el remedio está en nosotros.

Los manatíes bostezaron, que éste es el único recurso de que dispone una vaca marina para exteriorizar sus impresiones. Bostezaron de curiosidad. Entonces explicó el cuarto manatí:

-Tengo muchos años ya, me gusta, como a todos, remontar los ríos, y he aprendido bastantes cosas para saber lo que digo. He visto una vez a un hombre defenderse de unos ladrones, y otra vez al capataz de un ingenio reducir a los trabajadores en rebelión. Esos hombres tocaban violentamente los cuerpos de sus adversarios con un bastón, y sus adversarios caían, retorciéndose, y el orden imperaba otra vez. Parece que hay una virtud mágica incomparable en esos bastones y que nada existe más indicado para regir una sociedad. Pues bien, hermanos míos, esos bastones los llevamos con nosotros: están hechos con tiras de nuestra piel. Sin nosotros no habría orden en el ingenio ni se podrían defender los caminantes. El mundo nos debe una solución eficaz para muchos conflictos. Somos los primeros que produjimos el manatí y hemos de continuar produciéndolo siempre. Es nuestro legítimo orgullo. Sabido esto, es teóricamente imposible que no haya disciplina en la tribu de las vacas marinas. Nadie tiene más manatí que nosotros. Nadie puede estar más sometido al sacrosanto temor del manatí. Por todo esto, debemos sentirnos tranquilos y confiados.

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-Es verdad -asintieron las demás vacas marinas.

Pero todo debió de haber seguido igual, porque nunca se vio a ninguno de estos cetáceos esgrimiendo un bastón de manatí.

Nosotros somos un pueblo de artistas; pero nunca les hemos otorgado ni la sombra de esa consideración de que gozan en cualquier otro país europeo. Nosotros concebimos una Constitución que leen los aldeanos suizos, sin poder ofrecerles el halago recíproco, porque nuestros aldeanos no saben leer. La vieja Escandinavia bebe en la inspiración de nuestros legisladores. Contribuimos a la colección de sonidos articulados con una palabra de venerable significado. Pero esta palabra, que aletea viva y brillante entre las fronteras de otros países, es en España como una mariposa clavada en el cartón de los coleccionistas de la Academia de la Lengua. Nuestra imaginación es más activa que la de los hombres del Norte; nuestra masa gris tiene una especial aptitud para producir Constituciones ejemplares. Pero todo nuestro siglo XIX, multíparo de Constituciones, no fue más que una larga militarada y un andar a las greñas para sacarle al vecino, con el alma, las ideas que no tenían nuestra aprobación. Y en lo que alcanza nuestra experiencia personal, la Constitución -una excelente Constitución- suspendía su relación con nosotros cada quince días o cada mes, hasta que un general, con un simple telegrama depositado en la Central de Barcelona, la anuló definitivamente el 13 de septiembre de 1923.

Nos falta la educación, el sentido de obediencia y el espíritu de asociación de esos otros hombres, como al manatí le faltan medios para manejar bastones de su piel. Y hasta que no se cree aquello, ninguna ley escrita nos hará más felices.

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