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Como pórtico y antesala del camarín de la Inmaculada y en los lindes de su tradicional puente tuvo lugar en Ávila el Retiro de Adviento de Nuestra Señora de la Cristiandad -España, predicado magistralmente por el P. José Manuel González Alfaya. El padre, ataviado de bonete español y sotana azabache, bajó a la tierra, en bandeja de plata, el celestial saber de Santa Teresa, dejando nuestra casa sosegada. Libando en lo más granado de tan egregia maestra desmenuzó su seráfica doctrina, degustada suavemente por los paladares estragados. Aderezada en recios pucheros del alma fue manjar de gentes hambrientas de Dios que huyen del mundanal ruido y de la frenética vorágine secular para vacar a lo sagrado y tratar de amistad con Dios.
Un anticipo de las primicias celestes que se evaporó en cuatro días. Dios, murmullo de suave brisa, destiló rocío en tierra fértil, un tetragrama de melodía deleitosa en la sintonía divina, que esperemos cuaje en copiosos dividendos espirituales y cotice al alza en las mansiones eternas. Dios quiera que en la planicie abulense, aterida de frío glacial, mitigado al calor del retiro y al ígneo abrigo teresiano, germine alguna vocación. No obstante, fue un revulsivo para las almas que buscan santidad, la mejor manera de instaurar el Reinado Social de Cristo, la Cristiandad.
Con más de 50 participantes de todas las edades y muchos jóvenes, el retiro se engalanó de una impronta litúrgica y monástica. Además de la Santa Misa tradicional, revestida cual lirio en todo su esplendor y de la fragancia virginiana del Santo Rosario, la casa de retiro, de flores esmaltada por la liturgia, se trocó en monasterio, pues se rezaron cada día en latín con usanza primorosa las horas de prima, vísperas y completas. La colación material se inundó de forma lumínica por las sabias lecciones de la carmelita castellana y su homónima francesa, Teresita, que envolvían de pétalos con áurea mística el vil yantar, la cena que recrea y enamora del otro gran místico español, San Juan de la Cruz. El retiro, emanación de aroma teresiano, no podía tener marco más propicio que la amurallada Ávila, emblema de la recia santa y de su castillo interior.
Las charlas, tras la estela del Padrenuestro que cinceló a fuego la santa, fueron muy fructíferas para adentrarnos en las sendas de la oración, tan necesaria para la salvación y tan olvidada en el mundo de hoy. San Alfonso María de Ligorio es categórico: sin oración no hay salvación. Santa Teresa tuvo un arduo camino para lograr esa maestría espiritual. En sus noveles andanzas se le hacía insufrible la oración, le parecía que se le paraba el reloj y se le hacía una eternidad estar en la capilla, el paraíso devenía en infierno. Atrás quedaron los tiempos en donde andaba disipada buscando el consuelo de vanas charlas con doncellas legas. Por lo tanto, es una óptima guía para superar las dificultades de la oración, pues ella las sufrió todas hasta que tuvo su Damasco particular y su vida, en expresión de Teresa de Lisieux, fue ya de victoria en victoria. Triunfos no exentos de truculentos sufrimientos, pues la misma santa dijo a Cristo con humor y filial confianza que si a sus amigos los trataba así, no le extrañaba que tuviese tan pocos.
Ante una imagen de Cristo muy llagada comenzó a caer en la cuenta de lo mal que había pagado a tan divino Señor esas profundas llagas y se determinó a entregarse a Él, hasta alcanzar la séptima morada en las cumbres de la contemplación. Para ella llegó a ser un penar el vivir: ¡Ay, qué larga es esta vida ¡Qué duros estos destierros, esta cárcel, estos hierros en que el alma está metida! Sólo esperar la salida me causa dolor tan fiero, que muero porque no muero.
La santa no desprecia la oración vocal, a la que da mucha importancia si se hace bien, sabiendo lo que se dice, ni a la oración mental, que predispone a la contemplación. Y nos anima a buscar la soledad y el silencio y a ponernos en presencia de Dios. Luego hay que recoger los sentidos, especialmente la vista y el oído y buscar el silencio interior, evitando en la medida de lo posible las distracciones de la imaginación, la loca de la casa y todo lo que impida escuchar a Dios en lo más profundo de nuestro ser. Debemos tener en cuenta la incomparable grandeza de Dios, así como nuestra gran miseria y pecado, saber quiénes somos nosotros y quién es Dios.
Si no se tiene costumbre de rezar, no hay que desmoralizarse, hay que empezar con humildad tras estas sencillas pautas hasta lograr un hábito virtuoso. No se puede ser místico sin bregar por las ásperas veredas de la ascética. La oración vocal y mental requiere el esfuerzo de dura siembra y generalmente no se cosecha presto. Hay que ser muy constante, con la determinada determinación de la que habla la santa, y con la paciencia que todo lo alcanza.
Debemos preguntarnos el lugar que ocupa la oración en nuestra vida y el tiempo que le dedicamos. El demonio centra sus esfuerzos en impedir la oración y no tanto los apostolados por buenos que sean. Para ser almas de oración debemos pasar grandes ratos ante el Sagrario. No importan las distracciones, ni siquiera si en alguna ocasión nos llegamos a dormir en su divina presencia. Un amigo muy piadoso me dice que hay que tomar “baños de sol” diarios ante el Santísimo. Dios valora nuestra perseverancia y esfuerzos en el difícil arte de orar, el combate de la oración. Tenemos que pedirle esa gracia y huir del voluntarismo que confía solo en el propio esfuerzo, cuando la oración es un don de Dios, que concede al que se lo pide con confianza. Ni siquiera debemos apegarnos a los consuelos, que Dios otorga cuando le place.
Santa Teresa nos anima buscar la compañía de Cristo y dejarnos cautivar por su mirada amistosa que nos interpela. El Evangelio está lleno de miradas de amor: al joven rico, a Pedro, a la samaritana…Evitemos que la oración sea un mero raciocinio intelectual. Busquemos enternecer el corazón y buscar afectos de amor con Cristo. Esto no es mero sentimentalismo, que suele ser espontaneo y superficial sino un acto de amor, un afecto libre. Es la determinación de seguir a Cristo por la senda estrecha, negándonos y aceptando la cruz de cada día.
Debemos ser fieles en lo poco, en lo cotidiano, en la cruz que nos manda el Señor en el momento presente. No poner excusas, ni buscar hipotéticas situaciones donde podríamos santificarnos mejor. La santidad, por lo general, consiste en vivir con perfección nuestras obligaciones. Lo que sostiene el mundo no son las grandes decisiones de los políticos, sino los pequeños actos de heroísmo cotidiano de aquellas personas que son fieles a los deberes de su estado y los hacen con perfección… deberes de padre, de profesor o de cualquier profesión.
Para ser personas de oración hay que saber recogerse, saber que Dios, por la inhabitación trinitaria, está más dentro de nuestra alma que nosotros mismos, algo que descubrió muy bien San Agustín cuando buscaba en vano a Dios fuera de sí mismo. Para la santa con un buen recoger las 3 potencias del alma, oración de recogimiento, hasta las personas que hacen oración vocal pueden llegar a la contemplación u oración de quietud. Antaño muchos legos sin letras, con la mera oración vocal, lograban gran santidad.
Para Teresa no se puede santificar el nombre de Dios si no viene a nosotros su Reino y este llega en la contemplación. Gran perfección es el recto deseo de que se haga la voluntad de Dios en esta tierra como en el Cielo. Y la voluntad de Dios no está en deleites, riquezas y honores sino en abrazar la cruz, no hay que buscar otras algarabías. Para ella la humildad es la verdad. Andar en verdad es conocer que Dios lo es todo y nosotros somos nada y pecado.
Teresa habla en la petición del pan cotidiano de la necesidad de la Eucaristía, que es la manera más perfecta que tenemos de unirnos a Cristo en esta tierra, por encima incluso de las visiones y los éxtasis. Y explica la necesidad de perdonar a nuestros hermanos para que Dios nos perdone a nosotros, siendo infinitamente mucho más lo que Dios nos tiene que perdonar. También concluye su comentario a la oración dominical mostrando la necesidad de pedir en la oración que salgamos victoriosos en la tentación y evitar el mal. La humildad es siempre la mejor manera de andar en verdad y de descubrir la tentación, que más sutil es en las almas más adelantadas. Concluye la santa animándonos a afincar nuestra vida en el amor de Dios y esto se ve en el trato de amistad con Él y en la afabilidad y caridad con el hermano y en el santo temor de Dios, antes morir que pecar.
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