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En el documento de Benedicto XVI Summum pontificorum se argumenta, por una parte, que la reforma litúrgica ya había sido urgida por el Concilio Vaticano II con el deseo de que, con la debida y respetuosa reverencia respecto al culto debido a Dios, el mismo se renovase y se adaptase a las necesidades de nuestra época.
Por otra parte, en el Traditionis custodes del Papa Francisco se hace una afirmación totalmente infundada según la cual la oportunidad ofrecida por el documento del Papa Benedicto habría sido aprovechada para aumentar las distancias, endurecer las diferencias y construir oposiciones que hieren a la Iglesia y dificultan su progreso, exponiéndola al riesgo de la división.
Entre estas dos constataciones es necesario terciar para sostener con claridad y contundencia que ni la reforma litúrgica ha sido llevada a cabo con la debida y respetuosa reverencia respecto del culto divino –y esa es la falta in vigilando cometida por la Iglesia jerárquica- ni los fieles, Institutos o sacerdotes que acogiéndose al Summun pontificorum empezaron a celebrar la misa con arreglo al misal tradicional han construido oposiciones que han herido a la Iglesia.
Es de una injusticia manifiesta achacar a esos Institutos y a los fieles y sacerdotes que desean poder seguir celebrando la misa en latín el haber aprovechado la oportunidad para endurecer las diferencias y aumentar las distancias en el seno de la Iglesia. Pero resulta muy significativo que ese mismo documento del Papa Francisco diga que esas distancias dificultan el progreso de la Iglesia. La Iglesia, de institución divina, no necesita en absoluto progresar, en el sentido en el que el mundo dice de sí mismo que progresa; la Iglesia es un Cuerpo Místico cuya cabeza es Cristo y aunque está en medio del mundo, lo está para manifestar a los hombres la Vida y la Luz, como bellamente dice el prólogo al Evangelio de san Juan que no por casualidad ya no se recita al final de las misas rezadas. El problema está pues en otra parte.
Y el problema está en que al cabo de más de cincuenta años de postconcilio resulta de una evidencia absoluta que los frutos de la reforma litúrgica dejan mucho que desear precisamente en lo que el Papa Francisco dice querer evitar: la división en la Iglesia. Y sería un pecado contra el Espíritu Santo atribuir a la celebración de la misa tradicional la evidente división de la Iglesia, algo que no puede ser sino fruto del mal espíritu.
Resulta pues necesario decir de una vez y claramente que lo que ha logrado dividir a la Iglesia ha sido el abandono del rito de la misa tradicional. Y aunque ahora hay otro rito, en demasiadas ocasiones el nuevo rito ya no es tal. Porque suprimido el latín, cosa que se hizo en contra incluso de los documentos mismos del Concilio y con el pretexto de que en la misa los fieles no se enteraban de nada, el resultado no ha sido otro que una proliferación de ritos resultado del uso arbitrario de las lenguas vernáculas. Cada comunidad, cada sacerdote, cada movimiento tiende a tener “su” misa a base de introducir modificaciones hasta en el canon. A eso ya aludió el Cardenal Ratzinger. Convendría recordar a este respecto que aparte suprimir el ofertorio, lo primero que impuso Lutero fue la supresión del latín. Es pues el uso de las lenguas vernáculas lo que ha dividido, es más, está fragmentando a la Iglesia como fragmentó al protestantismo. El Demonio odia el latín.
En efecto, la unidad de la Iglesia es la unidad de la fe y la fe se expresa en palabras y ha sido a raíz del uso de las lenguas vernáculas como se han ido corrompiendo los artículos de la fe. Y no voy a inventar nada. Me voy a referir a la Carta de 24 de julio de 1966 de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe a los Presidentes de las Conferencias Episcopales de la que extraigo algunos ejemplos de lo que en ella se cita como interpretaciones erróneas de las doctrinas del Concilio que están perturbando el espíritu de muchos fieles: Se recurre a la Sagrada Escritura dejando de lado la Tradición; se afirma que las fórmulas dogmáticas están sometidas a la evolución histórica; no se reconoce la verdad, sino que todo se somete a un cierto relativismo; a Cristo se le reduce a un simple hombre que adquirió poco a poco su conciencia de filiación divina; en la liturgia hay un simbolismo exagerado, como si el pan y el vino no se convirtieran en el Cuerpo y la Sangre de Nuestro Señor; se concibe la misa como un banquete y no como sacrificio; la confesión se concibe como reconciliación con la Iglesia, sin que se exprese de modo suficiente la reconciliación con el mismo Dios ofendido; se desprecia la doctrina de Trento sobre el pecado original; no se acepta la ley natural; el ecumenismo favorece un peligroso irenismo e indiferentismo totalmente ajeno a la mente del Concilio;
Y sería bueno añadir que la Orientación Pastoral Tradición y Magisterio vivo de la Iglesia de Monseñor Arêas Rifan de 8 de abril de 2012 resume así las herejías específicamente litúrgicas: negación de la presencia real de Cristo en la Eucaristía, transformación de la misa en una simple cena, negación u oscurecimiento de la naturaleza sacrificial y propiciatoria de la Misa, confusión entre el sacerdocio ministerial y el común de los fieles, profanación de la sagrada liturgia, falta de reverencia, de adoración y de modestia en el vestir durante el culto divino, mundanización de la Iglesia.
Así pues, atribuir a la misa tridentina la división de la Iglesia es no reconocer el problema, porque ha sido precisamente la reforma propiciada por el Concilio lo que la ha dividido a través de los abusos litúrgicos y la corrupción de las palabras del rito, que arbitrariamente modifican muchos sacerdotes, cosa imposible en el rito tradicional. Y podría citar muchos ejemplos, pero me limito a uno grave, cual es el de sustituir pecado por error. Y para acercarnos a la profundidad de este problema nada mejor que un párrafo de un libro de Henri de Lubac, que no es precisamente un tradicionalista, que en su Pequeña catequesis sobre Naturaleza y Gracia -publicado nada menos que en 1980- ya decía lo siguiente:
Para Newman, la religión está fundada de una manera o de otra sobre el sentido de pecado. ¿Cómo explicar el misterio del mal si no es afirmando que hay una tensión sin resolver, una alienación recurrente entre Dios y el hombre? Para el hombre tal y como es, no hay religión auténtica sin el sentido de pecado. ¿Por qué hay hoy tantos hombres de Iglesia que se preocupan tanto de evitar el recordarlo? ¿Acaso temen que choque con “la conciencia moderna”? ¿Acaso temen el que otros se quejen o que les ridiculicen? ¿Por qué no se atreven nunca, pero nunca, a decir que hay también un “mundo” en sentido maldito? ¿Por qué el pecado no es en sus labios nada más que un “error” o un “fracaso”? Si el pecado no lo es, ¿quién nos liberará de él? ¿Qué sentido tendrá la revelación de la Misericordia?
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