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Paint It Black. Uno de los títulos más bellos que he escuchado jamás pertenece a un disco de John Cale: Fragments of a rainy season (“Fragmentos de una temporada de lluvia”). En él se incluye una versión del conocido poema de Dylan Thomas que afirma, Do Not Go Gentle Into That Good Night (“No entres dócilmente en esa buena noche”). Pocas cosas más certeras se pueden decir sobre la tragedia de la vida y sobre la condena de la muerte. O viceversa.

Santos Criminales (The Many Saints of Newark, 2021) es, desde el día de su estreno, un clásico del género de gánsteres. Sin ser una obra maestra, representa lo mejor del cine dedicado a la mafia en los últimos años —con excepción, por supuesto, de una de las mejores películas jamás rodadas: El irlandés (The Irishman, 2019)—. El guion, la dirección y las actuaciones resultan impecables: todo funciona a la perfección, sin un centímetro de grasa ni un gramo de manierismo. La precuela es eficaz como tal y la película, en cuanto que producto autónomo de la mitología derivada de Los Soprano (The Sopranos, 1999), se sostiene sola a la perfección. En definitiva, un film muy superior a lo que uno puede encontrar el 99% de las veces que entra en una sala de cine a ver un estreno: porque en Santos Criminales todavía resuenan con fuerza lejanos ecos de Shakespeare y hasta de Sófocles; todo ello, por supuesto, con la mejor música que se podía encontrar en Nueva Jersey durante los años 70.

«Porque vivir es una cosa y conocer otra, y como veremos, acaso hay entre ellas una tal oposición que podamos decir que todo lo vital es antirracional, no ya sólo irracional, y todo lo racional, antivital. Y esta es la base del sentimiento trágico de la vida» (Miguel de Unamuno, Del Sentimiento Trágico de la Vida). Los hombres concebimos la vida como tragedia; porque la vida es, en esencia, dolor y nada más que eso. Hablamos de Dios, aspiramos a la santidad y buscamos con toda la ansiedad de la que es capaz nuestra alma la salvación; pero en su lugar encontramos silencio en nuestras plegarias, nos sentimos tentados constantemente por el Diablo y acabamos provocando el mal a quienes nos rodean. Aspiramos al Cielo y finalmente hallamos la muerte con el Infierno que, en el fondo, llevaba mucho tiempo habitando en nuestro interior. Dolor, dolor, dolor.

Lo que cuenta Santos Criminales es la tragedia de Dickie Moltisanti (Alessandro Nivola), que convierte todo lo que toca en muerte. Un hombre que sueña con la santidad pero que está condenado al crimen. Su destino, como el de Edipo, está escrito: “Matarás a tu padre y yacerás con tu madre”; porque el dolor es el sentimiento trágico de la mafia, de la familia y de la masculinidad toda. Y el fin de su estela como delincuente será el inicio de la de su ahijado, Antonio Soprano, cuya conversión en Tony Soprano nos es narrada en la película —un poco a la manera del Joker (2019) de Todd Phillips— de forma secundaria. La película es narrada, en claro homenaje al cine de Scorsese, a través de las distintas voces fantasmales de personajes que, los conocedores de la serie original, ya sabemos que están muertos: Christopher Moltisanti o el propio Tony Soprano. Si la serie original se cerraba con un fundido a negro que representaba, haciendo gala de un genio enorme, la muerte; la película se abre mostrando distintas lápidas en un cementerio y se cierra con una escena que transcurre en un tanatorio. Si la vida es dolor, el mayor impulso humano es el deseo; entre ambas tensiones que Freud —referencia directa del guionista y showrunner David Chase en todos sus trabajos— supo extraer de la tragedia clásica; se encuentra, como único juez, el paso del tiempo y, en última instancia, la muerte. Entre un padre duro, violento y distante; y una madre tierna, castradora y cruel.

Había aprendido la peor de las lecciones que puede dar la vida: la de que carece de sentido. Y cuando sucede tal cosa, la felicidad nunca vuelve a ser espontánea. La tragedia del hombre que no está hecho para la tragedia… esa es la tragedia de cada hombre” (Philip Roth, Pastoral Americana). Desde la Tragedia Griega hasta la trilogía de El Padrino, pasando por Séneca o por Shakespeare, la concepción masculina de la vida es puramente trágica; no en vano la mujer —cuyos arquetipos más reconocibles serían Eva, Pandora, Medusa, la Puta de Babilonia o, sencillamente, la terrible pero seductora Lady Macbeth— aparece siempre como una femme fatale —piensen en la Bárbara Stanwyck de Perdición (1944) o en la Sharon Stone de Instinto Básico (1992)— por cuya culpa el hombre es expulsado del Paraíso y echado, en su lugar, en manos del Pecado. Así reza el Eclesiastés (25:15): “No hay peor veneno que el veneno de la serpiente. Toda maldad es poca junto a la de la mujer”. Y así lo ha representado durante siglos el arte clásico que los hombres hemos diseñado, junto a todo lo demás en nuestras sociedades, para mantener a las mujeres alejadas de su propia condición y a los hombres en una situación de dominación lo suficientemente compacta como para que no pueda ser revertida. El orden frente al caos; la jerarquía contra la destrucción; la norma para encauzar la creatividad; la perfecta edificación social a la que llamamos civilización frente al poder libre de la naturaleza bajo todas sus formas.

¿Por qué nos fascina el cine de gánsteres? ¿Por qué volvemos una y otra vez a las mismas historias, a la misma época, a los mismos temas y a las mismas viejas pero eficientes melodías? Porque nos permite entender el capitalismo, el dinero como forma de poder definitiva, con más precisión que el mejor texto de sociología o de economía. Porque nos permite revivir la tragedia y adaptarla a un nuevo contexto. Porque en él la masculinidad sigue siendo tan brutal como intemporal. Porque podemos experimentar en primera persona, con la potencia emocional de la catarsis más intensa, cómo todo intento de redención es frustrado por nuestra propia imperfección moral, y al final solo encontramos el gélido silencio y la implacable condena. Los hombres del siglo XXI somos contemporáneos de la constante e inevitable deconstrucción del macho. Nos sentimos ridículos, objeto de todas las burlas, pero no podemos evitar despertar a la ira, la frustración y el odio, ni sucumbir como niños al dictado de nuestros impulsos más elementales, porque esos han sido durante siglos nuestros mejores escudos frente a la tragedia del dolor y a la injusticia cósmica de la existencia. No se puede huir del sentimiento trágico de la vida, como tampoco se puede escapar del deber. Y es por eso que, cuando el barniz de la civilización se desprende por la proximidad del fuego amenazador, la misma sociedad que niega de forma sistemática la masculinidad acude, aterrada y con el más hipócrita de los rictus, en busca de los mismos guardianes de la virilidad que en circunstancias normales tiene condenados al ostracismo.

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La película de Alan Taylor —director de algunos capítulos de Los Soprano, El ala oeste de la Casa Blanca, Deadwood, Mad Men, Roma, Boardwalk Empire o Juego de Tronos— está llena de guiños y referencias a la serie original pero, como se ha dicho, resulta convincente como producto autónomo. El guion reúne todas las obsesiones de David Chase, que son equivalentes al mundo de Los Soprano, y cubre con suficiencia lo que cualquier espectador puede esperar del género de gánsteres, al tiempo que recoge un cambio social e histórico a través de la subtrama de mafiosos negros en busca de un mercado propio donde aparece de manera residual la historia de Frank Lucas, un interesante personaje real cuya historia había encarnado Denzel Washington bajo la dirección de Ridley Scott en American Gángster (2007). Pero lo que redondea el resultado final es un reparto impecable que cuenta con, entre otros, con Ray Liotta, Vera Farmiga, Jon Bernthal, Corey Stoll, Michael Gandolfini —el hijo que encarna el papel por el que su padre muerto es ya eterno— y, por encima de todos, un inmenso Alessandro Nivola que confirma, en calidad de protagonista, un talento actoral que ya había probado con creces en otros papeles secundarios como en The Art of Self-Defense (2019). Si Los Soprano eran, en esencia, el rostro de James Gandolfini encarnando a Tony Soprano, y con esa imagen exacta acababa la serie justo antes del famoso “fundido a negro” con el que se quiso representar la muerte del célebre personaje, Santos Criminales utiliza el rostro de Michael Gandolfini ante el cuerpo sin vida de su padrino para cerrar el metraje con la voz en off de Christopher: “Ese era el hombre, mi tío Tony, por ese tipo fui al Infierno”. Sí, la vida es dolor: ese es el sentimiento trágico de la mafia. Y también de la familia. Paint It Black.

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Guillermo Mas Arellano