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El 25 de enero de 1898 el acorazado Maine del Gobierno norteamericano estalló. Sin entrar en la cuestión de si esa explosión fue consecuencia de una mina, un escape de gas, un accidente o un ataque intencionado del propio Gobierno norteamericano contra sí mismo, lo cierto es que ese acontecimiento sirvió de excusa para entrar en guerra con España a propósito de Cuba. Y sirvió para algo más: para poner de relieve el inmenso poder de William Randolph Hearst, magnate de la prensa que, mucho antes de Goebbels, puso en marcha el mecanismo de lo que hoy llamamos “fake news” a gran escala y de forma planificada, lanzando sus rotativas a modo de misil propagandístico geo-político contra su enemigo —algo similar ocurrió con la prensa europea en los años previos y durante la IGM—, y manipulando a la población para introducirla en dicho conflicto bélico haciéndoles creer la mentira con el mero poder de influencia de los medios de comunicación. Desde esa fecha hasta nuestros días la mayoría de la población mundial ha vivido sin excepción creyendo en mentiras. En una sola gran mentira, en realidad. La mentira, hoy, se llama, en palabras de César Vidal, “calentología”. Sus principios básicos, cimentados en obras audiovisuales como el documental El apocalipsis de “Greenpeace” o en el libro Una verdad incómoda de Al Gore, consisten en anunciar un “calentamiento global” —más tarde rebautizado como “cambio climático”— provocado por el hombre cuya consecuencia inminente es la destrucción de la vida humana por el propio daño al Planeta Tierra que el hombre habría propiciado. Esta religión política moderna ha llegado al Vaticano —Bergoglio: “no sé si el coronavirus podría ser una venganza de la naturaleza, pero sí creo que es una respuesta natural al cambio climático”—, a organismos internacionales —véase el discurso de Greta Thunberg, la niña financiada por lobbys energéticos como el de Ingmar Renzhong, en la ONU— y a políticas reales de los Gobiernos —el “Green New Deal” o “Nuevo Acuerdo Verde” propuesto por la congresista Alexandria Ocasio-Cortez al grito histérico de “¡Se están muriendo!”—.
Pero más allá del fondo de la cuestión acerca de sí el impacto del hombre en el clima es tan significativo como para cambiarlo, los pronósticos de Apocalipsis son puro «malthusianismo» actualizado. Lo interesante en este caso es, sin embargo, esa necesidad de aplicar “soluciones globales”. Es decir, cambios impuestos políticamente desde “arriba” en organismos no democráticos completamente alejados de la población que los sufrirá; Ingeniería Social en su más pura esencia. No lo olvidemos: el peor enemigo del globalismo es el pueblo, y por eso es necesario imponer medidas coercitivas con el fin de extirpar al pueblo todo rastro del pasado en su identidad común, cualquier atisbo de tradición, para «resetear» su estilo de vida mediante un nuevo adanismo de muy peligrosas consecuencias y similar al de los grandes totalitarismos del siglo XX. «No tendrás nada y serás feliz«, reza la Agenda 2030. Solo una lobotomía generalizada en forma de gran mentira es capaz de hacer ese futuro de horror posible mientras mantiene a todo el mundo convencido de que nunca nadie ha vivido mejor. Los cambios han de ser resueltos de forma local, porque los problemas solo existen de forma local. Este cambio de perspectiva radical que dice pretender universalizar la experiencia de la vida en el planeta, parte de la falsa premisa de que algo así es posible en la realidad. Pero esa falsa premisa no es un error sino una mentira bien calculada para engañar a la mayoría mientras una minoría se enriquece, como Al Gore, quien gracias al “calentamiento global” ha visto su fortuna —esa con la que pudo financiar su fallida candidatura a la Presidencia de los EEUU— multiplicarse por 50. Estos magnates que dicen querer mejorar el mundo están duplicando su fortuna mientras que al resto de la población mundial le prometen una ansiada «igualdad» que, sí, están alcanzando, pero a la baja, es decir, empobreciendo al grueso de los habitantes de la tierra mientras ellos se enriquecen.
Amigo íntimo de dos masones reconocidos como David Rockefeller y Henry Kissinger, Zbigniew Brzeziński, autor de un texto fundamental del globalismo llamado La era tecnológica: entre dos épocas, escribió en un artículo de 1970 lo siguiente: “Se hace necesaria una visión nueva y más audaz, la creación de una comunidad de países desarrollados que puedan tratar de manera eficaz los amplios problemas de la humanidad”. Un Estado Universal, en definitiva. De nuevo la misma consigna: que los problemas han de tratarse globalmente, cuando la realidad histórica ha demostrado la eficiencia de tratar los problemas localmente. Pero vender esta mentira como algo real es la mejor forma de robarle la soberanía a los pueblos de la tierra sin que ninguno de sus integrantes levante la voz en contra. Era necesaria una gran mentira, una peligrosa amenaza común, un Apocalipsis que sólo pueda ser combatido en grupo: la «calentología». Y el pasado muestra cuán cerca están de alcanzar su victoria. Como ejemplo de hasta qué punto la masonería puede manejar “los hilos” del poder, voy a introducir la cita de un libro del historiador Ivan Mužić que Manuel Guerra incluye en su libro La trama masónica: “Durante la segunda guerra mundial algunos masones croatas, que habrían emigrado, actuaron de acuerdo con los masones serbios para la creación de un Estado yugoslavo único y para la formación de una nación yugoslava unificada, según el modelo de la unificación italiana. En este proyecto contaron con el apoyo eficaz de los vencedores, especialmente de Francia y de Inglaterra. Los masones croatas en el nuevo Estado no sirvieron al Gobierno de Belgrado, en el cual algunos fueron ministros. En cuanto miembros de la masonería yugoslava trabajaron, de hecho, según las directrices de París (masonería francesa) antes de la Primera Guerra Mundial, de las de Londres (masonería inglesa) antes de la Segunda. Entre las dos guerras hubo un grupo reducido de masones croatas independentistas, pero sin flujo alguno efectivo en los poderes del Estado. En el nuevo Estado, donde los croatas eran mayoritariamente católicos, la masonería y su anticatolicismo agresivo imposibilitaron la creación de una nación yugoslava unificada”. Para después añadir el propio Manuel Guerra: “Croacia y los demás componentes de Yugoslavia obtendrán la independencia y autonomía cuando la masonería francesa e inglesa lo decidan. Invito a algún periodista y estudioso, expertos en los Balcanes, a investigar si ha sido así. Tengo la impresión, por no decir certeza, de la intervención de masones ingleses, franceses y de alguno español en el desenlace de esta enmarañada cuestión y realidad”.
José Miguel Gambra considera que «el liberalismo es la raíz del mal«. Sin embargo, Félix Rodrigo Mora escribe en su libro Investigación sobre la II República española, 1931-1963 que «antes del liberalismo constitucionalista operó la Ilustración, que es el origen del capitalismo moderno propiamente dicho«. Para añadir más adelante que «el politicismo y el economicismo son las dos ideologías de la modernidad«, inseparables ambas del liberalismo, podríamos añadir. En una cita que señalaremos in extenso, apunta lo siguiente: «Todo el siglo XIX es una contienda civil con algunas pausas pero sin paz duradera. Sea con una ideología tradicional o progresista (las ideologías, teorías o doctrinas son la espuma de los acontecimientos, por eso su significación real es escasa, salvo en lo que es su función auténtica, aturdid, paralizar, perturbar y cegar, al consistir en fes manipulativas fabricadas en las alturas para ser consumidas por la plebe) las gentes modestas se revuelven contra el progresismo, el liberalismo y el constitucionalismo; el ascenso del capitalismo en la ciudad y sobre todo en el campo; la aculturación y trituración de unos saberes autoconstruidos, experienciales y propios; la aniquilación ya completa en la intención de la autonomía del municipio; la privatización del comunal; la tala de la mayor parte de los bosques; la marginación de los sistemas de autogobierno de naturaleza asamblearia, locales y comarcales; los procedimientos de trabajo libre, asociado con mutua ayuda; la trituración del derecho consuetudinario de elaboración popular; la introducción del individualismo posesivo; la conversión de la vida social en la lucha de todos contra todos con exclusión de la hermandad, el obrar desinteresado y la sociabilidad; la aniquilación de la vida estetizada con sublimidad y belleza; la imposición de la inmoralidad, la pérdida de los valores y la incivilidad; la prevalencia expoliadora de la ciudad sobre el campo; el incremento en flecha de las cargas tributarias pagadas en su casi totalidad por las gentes de la ruralidad; la introducción del patriarcado y la imposición desde el Estado de la represión del erotismo popular; la liquidación de las formas de autogobierno que recogían la voluntad de ser por sí de los pueblos con lengua y cultura propias; la generalización autoritaria del idioma castellano contra las otras lenguas peninsulares; la imposición de la escuela primaria estatal destinada a extinguir la cultura popular de autoelaboración, causa agente de que las gentes modestas se avergonzasen de sí mismas y se entregasen al poder constituido dañadas por el autoodio»
Según ha afirmado el historiador español Alberto Bárcena, la masonería ha estado detrás de las grandes revoluciones de la historia contemporánea de forma directa. Este criterio es aplicable al interior y al exterior de España. En el caso de la II República, resulta evidente como queda recogido en el excelente libro La pérdida de España. De la Segunda República a nuestros días, de lectura imprescindible para los enemigos del globalismo: «El proceso de ingeniería social anticristiana aplicado a la sociedad española durante los años de la II República es comparable a los ya vistos durante el siglo XIX, particularmente siempre que la masonería pudo desplegar su programa desde un poder consolidado que le permitía regular las materias fundamentales, educación y familia sobre todo, o bien ocupar la calle, creando la sensación de rechazo social generalizado contra la Iglesia; sus creencias, personas e instituciones. Derribado el Trono, era ya el momento de acabar con el Altar; el ideal masónico de siempre, conseguido durante la Revolución Francesa«. Para ello, los masones contaban con «la colaboración inapreciable de sus socios marxistas«. Félix Rodrigo Mora cuenta como tanto en la Dictadura de Primo de Rivera como en la II República, se inició una campaña de «propaganda» y de «adoctrinamiento«. Además, «fueron proyectadas y realizadas grandes transformaciones estructurales y complejas actuaciones de ingeniería social«. Añadiendo: «…una ruptura cultural cualitativa, eliminando toda referencia objetiva, reflexiva y emocional al mismo tiempo, al pasado, a la cultura, a la historia, al arte. El pasado casi en bloque es demonizado como clerical y feudal, siendo la consecuencia crear una sociedad sin raíces, sin memoria, sin recuerdos, dedicada únicamente a producir y a consumir, por tanto hiper-capitalista». Juan Robles apunta a que un caso análogo fue el de Rusia. Si en España Azaña, Maura o Casares-Quiroga, entre muchos otros, eran masones, en Rusia lo eran Kerenski, Trotsky o el propio Lenin. Escribe Robles: «A comienzos del siglo XX, masonería y bolchevismo tuvieron objetivos comunes. Por ejemplo, acabar con los grandes imperios, como el zarista o el alemán del kaiser Guillermo II, o ir contra el cristianismo«. También la destrucción del Imperio Austrohúngaro, uno de los pilares de Occidente y del cristianismo, habría sido otro caso de destrucción similar al de Yugoslavia décadas más tarde: una necesidad para conseguir los objetivos de la masonería. Así se destruyó el «mundo de ayer» de Stefan Zweig, cuya caída retrató mejor que nadie un católico conservador, en la línea de Dostoievski, llamado Joseph Roth en su genial novela La marcha Radetzky.
Caso análogo fue el del «coronel» Edward Mandell House, llamado el «presidente en la sombra» de Woodrow Wilson, autor del libro de política-ficción Philip Dru: Administrador, masón de alto grado, marxista convencido, y responsable de dos hechos históricos de una relevancia fundamental en el futuro de Europa tras la IGM: los 14 puntos de Wilson y el «Tratado de Versalles». Antes, Mandell House, banquero de oficio, había sido determinante en la entrada de Trotsky en Rusia con un pasaporte norteamericano y la posterior victoria de los bolcheviques en la «guerra civil» rusa. Y, después, sería responsable, junto al también masón Louis Bourgeois, de crear la «Sociedad de las Naciones» en 1919, organismo que anuncia lo que será la ONU. Si la IIGM fue solo la consecuencia del «Tratado de Versalles», diseñado por Mandell House, y los 14 puntos de Wilson en realidad ideados por el mismo personaje cimentaron el futuro de Occidente, se puede afirmar que el «Nuevo Orden Mundial» no es una especulación, ni siquiera una aspiración, sino un hecho consumado de nuestro pasado. El proyecto de construcción de una «Paneuropa» unida por encima de cualquier estado o nación, fue financiada por Louis de Rothschild y por los hermanos Paul y Max Warburg, banqueros ligados a la propia familia Rothschild, a la empresa «JP Morgan» de los Rockefeller y a la «Reserva Federal» de los Estados Unidos. Este proyecto tuvo dos fundadores principales: Otto de Habsburgo y, sobre todo, el aristócrata masón de origen austriaco y nacido en Japón Richard Coudenhove-Kalergi. Su proyecto es el de unificar Europa bajo unos «Estados Unidos de Europa» de configuración federal. Un proyecto que requiere prescindir de las soberanías nacionales, responsables de los conflictos europeos según Kalergi. Tras la IIGM, este proyecto se pudo llevar adelante con la colaboración de Winston Churchill, presidente de honor del Congreso de la Haya de 1948, donde se estableció la «hoja de ruta» que condujo a la constitución del Parlamento Europeo. Kalergi también fue el encargado de escoger el «Oda de la alegría» de Schiller en versión musical de Beethoven como himno; así como de seleccionar los elementos de la bandera de la UE.
En otras palabras, que la Unión Europea ha sido y es un proyecto masónico que esconde un «Estado Profundo» cuyo fin es la consecución de una «Paneuropa» o de unos «Estados Unidos de Europa». Escribe Alberto Bárcena: «En 1985 los diputados laboristas del Parlamento europeo denunciaron la falta de transparencia que afectaba a las instituciones comunitarias, a causa del peso que en las mismas tenía la acción masónica«. Por su parte, el Consejero de Seguridad Nacional del Presidente número 39 de los Estados Unidos —del masón Jimmy Carter—, el citado Brzezinski, reconoció la verdad sobre “La Guerra de Afganistán” en una entrevista de 1998 concedida a una publicación francesa: “Según la versión oficial de la historia la ayuda de la CIA a los mujaidines se inició en el año 1980, es decir, luego de que el Ejército Soviético invadiera Afganistán, el 24 de diciembre de 1979. Pero la realidad, mantenida en secreto hasta hoy, es muy distinta: el 3 de julio de 1979, el presidente Carter firmó la primera directiva sobre asistencia clandestina a los opositores del régimen pro soviético de Kabul. Aquel día le escribí una nota al presidente en la que le explicaba que en mi opinión aquella ayuda provocaría la intervención de los soviéticos. No empujamos a los rusos a intervenir, pero conscientemente aumentamos las probabilidades. El día en que los soviéticos cruzaron oficialmente la frontera afgana escribí al presidente Carter lo siguiente: esta es nuestra oportunidad de darle a la URSS su Vietnam”. La misma gran mentira del Maine, repetida décadas después. Un mundo de mentiras para la mayoría, de nuevo. Y una sola gran mentira universal, en realidad.
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