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Llanto desconsolado, tristeza infinita, lágrimas de dolor, impotencia, incomprensión y suplicas por saber la verdad de lo sucedido. La indignación y la sensación de orfandad de miles ante el drama es inédita y se clama justicia a viva voz. Esto lo hemos podido leer en la prensa en las últimas horas. El motivo de ello no es la imposición de pasaporte sanitario para llevar una vida limitada y controlada, la posibilidad de la vacunación obligatoria al inicio de próximo curso escolar, la muerte fría y solitaria de los seres queridos y la imposibilidad de despedirse de ellos, la destrucción de sectores vitales de la economía con sus consecuencias sociales, la aprobación de leyes liberticidas y totalitarias, o la ausencia de alguna salida concreta de esta pesadilla pandémica sin fin, con la peor gestión que pueda imaginarse. No, el motivo de la profunda pena y desconsuelo es la partida de Leo Messi del Fútbol Club Barcelona. Ni Sófocles lo hubiera imaginado mejor.
Se dice que de casa se viene llorado y este no ha sido el caso del astro del fútbol argentino. ¿Emoción? claro que sí, es humana, lógica y necesaria, pero hay motivos y circunstancias en las que las lágrimas parecen inoportunas y hasta obscenas. Nadie niega el don futbolístico que posee el 10 del Barça, ni los logros deportivos para su club y el negocio multimillonario generado gracias a su habilidad con el balón. Messi ya está en la Historia grande del Fútbol, y sin duda es merecido.
El astro argentino, por su carácter, no ha sido un futbolista cuya personalidad le haya permitido conectar con la gente, con el pueblo, con el hombre de a pie, que sí la tuvo el jugador de fútbol más grande de todos los tiempos, su compatriota Diego Armando Maradona. A pesar y a sabiendas de que las comparaciones son odiosas, Messi y Maradona tienen en común lo que un huevo a una castaña, y ello no está, ni bien ni mal, simplemente es un dato objetivo a tener en cuenta.
Tampoco se han visto lágrimas de culpa o arrepentimiento por no cumplir con sus obligaciones fiscales para contribuir al mantenimiento del Estado de Bienestar de sus conciudadanos y millones de fans. Alguno de ellos llegó a golpear su cabeza contra las tejas del Camp Nou ante la infausta noticia de su partida hacia otros horizontes futbolísticos. Ojalá allí, donde sea que vaya, cumpla correctamente con sus deberes impositivos por el bien social y ciudadano de sus nuevos seguidores. Ojalá no tengamos que ver más lágrimas porque sensibilidad es lo que sobra.
El fútbol es tal vez el más maravilloso deporte jamás inventado por el hombre. Habilidad, destreza, picardía, potencia, camaradería y estrategia donde lo individual se suma a un equipo y donde el enfrentamiento con otro genera pasión de multitudes. Messi ha sido un niño con un don como el de pocos para estar en el Olimpo de los más grandes del deporte más popular y bello del mundo. Su esfuerzo y disciplina hicieron de él una estrella y un hombre más que rico. La causa de sus lágrimas ha sido también el fruto de ese inimaginable caudal económico conseguido. Es también parte de ese paradójico y cruel juego en el que se transformó el futbol actual, que nada tiene que ver con ese romanticismo y esa entrega sin límite por los colores de un equipo que tenía el fútbol de antaño.
En tiempos pandémicos y de dictaduras tecnosanitarias, de desconcierto, desolación, incertidumbre y oscuridad espiritual, las lágrimas de un futbolista multimillonario conmueven tanto como las de un político de un barrio obrero y popular al entrar en el Congreso como diputado y luego hacerse con chalet y Consejo de Ministros. Sí se puede -y se debe- venir llorado del infinito confort de casa, porque ahí fuera hay millones que lloran y lo hacen con mucho más motivo.
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