11/06/2025 02:09

Uno de los pasajes más interesantes del Evangelio es cuando Jesús pregunta a los dos hermanos, hijos de Zebedeo, Santiago y Juan: «¿Podéis beber el cáliz que yo tengo que beber?». Y ambos apóstoles respondieron al unísono: «Podemos». Tras la respuesta, la madre de ambos se acercó al Maestro para pedirle un puesto de relevancia en el Reino. Pero Jesús les dijo: «Beberéis mi cáliz, pero el sentarse a mi diestra o a mi siniestra no está en mí otorgarlo; es para aquellos para quienes está dispuesto por mi Padre». Este interés por lograr el primer puesto en el futuro reino de Cristo suscitó el recelo entre los demás apóstoles. Jesús aprovechó la ocasión para explicar a todos que la vocación a su Reino no es una vocación al poder, sino al servicio, «así como el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos».

Repasando la actualidad, es fácil concluir que esta voluntad de servicio es la que, en sus líneas generales, han perdido la Intelectualidad, la Educación, la Política y la Iglesia de nuestros tiempos. Ítem más: ¿ qué líder intelectual, religioso, educativo o político, o qué grupo de personas civiles con pretensiones regeneradoras estarían hoy dispuestos, más allá de vanos discursos y palabrería hueca, a tal vocación de servicio en favor de la verdad, de la humanidad, de la patria?

Del mismo modo, comprobando diariamente la desaforada codicia de los poderosos, sus escándalos y crímenes, y la mezquina envidia de la plebe, que desearía igualarse a ellos en riquezas y tropelías, todos arrastrándose en pos de lo material como serpientes, es fácil rememorar la causa del diluvio según la narración divina: «Viendo el Señor que los hombres habían acrecido su malicia sobre la tierra y que cada cual pensaba interiormente en hacer mal a diario, dijo: Raeré de sobre la faz de la tierra al hombre que hice, y desde el hombre hasta la bestia, desde los reptiles hasta las aves del cielo, porque estoy airado de haberlos hecho».

Según muchos teólogos, la ira de Dios no es en Él una turbación del ánimo, sino el juicio por el que castiga el pecado. Su pensamiento y su reflexión es la razón inmutable de las cosas mudables. Porque Dios, que tiene sobre los seres un sentir tan estable como cierta es su presciencia, no se arrepiente de sus obras como el hombre. Si la Escritura no usara estas expresiones, su forma no sería familiar hasta cierto punto y a tono con toda clase de hombres, cuyo aprovechamiento pretende. De esta suerte aterra a los soberbios y despierta a los negligentes, ejercita a los investigadores y alienta a los inteligentes, cosa que no hiciera de no inclinarse y abajarse primero a dar su mano a los tendidos. El anunciar la muerte de todos los animales terrenos y volátiles es una imagen de la grandeza de la catástrofe venidera, no una amenaza.

Ítem más. Cuando la historia retrocede al tiempo en que, según los cronistas antiguos, todos tenían una sola lengua y una sola voz, los hombres, alejándose de su naturaleza, decidieron edificar una ciudad con una torre que llegara al cielo, para dejar huella de su presencia, de su relevancia temporal, antes de dispersarse por la tierra. Pero el Señor descendió a ver la ciudad y conociendo las intenciones de sus constructores les confundió el lenguaje, de modo que dejaron de entenderse y no pudieron terminar la ciudad ni la torre. Aquella ciudad frustrada recibió el nombre de Babilonia, que es como decir Confusión.

Babilonia simboliza, para Agustín de Hipona, la ciudad terrena, temporal, opuesta a la Ciudad de Dios, celestial, intemporal. Creo recordar que el nombre de Babilonia aplicado a la Roma imperial lo usó ya San Pedro, según la crítica, en su primera Epístola y puede servir de ejemplo o de advertencia a la humanidad contemporánea, al menos a la occidental, para saber hacia dónde camina: hacia su destrucción. Y al hilo de lo dicho por los biblistas y demás eruditos religiosos, el anunciar la destrucción no es una amenaza, sino (viendo cómo está el mundo) una profecía de fácil realización. Porque, hoy día, los seres humanos no necesitan que Dios los confunda, se ofuscan y desconciertan ellos solos, y no por falta de inteligencia, sino por exceso de ambición, de envidia y de maldad.

Si siempre se ha tendido a unificar y armonizar, de ahí el progreso humano, ahora la tendencia es opuesta, se pretende dividir, desorientar. El uso del pinganillo entre los políticos españoles simboliza todo esto. Existe un idioma magnífico, el español, que todos entienden y conocen, pero en vez de aprovecharlo para dialogar y esclarecer, lo desprecian y arrinconan para oscurecer y aturdir. En esta época, víctima de sus propias culpas, más que de la ira divina, España sufre su particular peregrinación por el desierto, pues ignorando la justicia -humana y divina- ha querido aceptar y establecer en su lugar la de sus dirigentes, unos forajidos a los que se entregó, eligiéndolos y reeligiéndolos sin titubear ni detenerse en barras.

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Las generaciones de la Farsa del 78, culpables de idolatrar a los malhechores y de aceptar sus mendaces simulacros, han demostrado, en general, carecer de utilidad alguna para la patria, y está bien que paguen por sus faltas. Cuando una nación, además de no poder sostenerse por su propio pie, quebrada tal vez por su propia grandeza, se ve atormentada por las furiosas sediciones de las tendencias internas, y de aquí se pasa a las guerras de los partidos, acaba cambiando de régimen y llegando a la guerra civil. Todo lo cual, referido a nuestra patria, puede sin duda relacionarse y extrapolarse a Occidente. ¿Y quién reposará cuando llegue el día de la tribulación?

Autor

Jesús Aguilar Marina
Jesús Aguilar Marina
Madrid (1945) Poeta, crítico, articulista y narrador, ha obtenido con sus libros numerosos premios de poesía de alcance internacional y ha sido incluido en varias antologías. Sus colaboraciones periodísticas, poéticas y críticas se han dispersado por diversas publicaciones de España y América.
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