21/11/2024 19:52
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   Al sacristán del cuento habría que traerlo y sentarlo en la Moncloa,
           en el puesto del mentiroso Eteocles…
           y si me apuráis también a Génova.
           UN GENIO ASÍ NECESITA ESPAÑA.
 
 
 
 
Cuento EL SACRISTÁN de S. MAUGHAM
 
Aquella tarde se había celebrado un bautizo en la iglesia de San Pedro, situada en la plaza Neville, y míster Albert Edward Foreman no se había despojado aún de su sobrepelliz.
       Conservaba sus mejores sobrepellices guardadas tan cuidadosamente que los pliegues parecían hechos de metal y no de tela, y las usaba sólo en las grandes ocasiones en que se celebraban funerales o casamientos, porque la iglesia de San Pedro estaba considerada como el templo más aristocrático para tales ceremonias. Aquel día tenía puesta su sobrepelliz de uso diario. La llevaba con orgullo, porque la consideraba un símbolo que dignificaba su ministerio, y cuando tenía que quitársela para regresar a su casa experimentaba entonces la sensación de hallarse insuficientemente vestido. La cuidaba con esmero, planchándola personalmente. Durante los dieciséis años que había sido sacristán de aquella iglesia había reunido una serie de tales vestiduras, y no había querido nunca desprenderse de ninguna, por muy viejas que estuviesen. Las conservaba todas cuidadosamente envueltas en papel de seda en el cajón inferior del armario de su dormitorio.
       Aquella tarde, el sacristán se ocupaba en acomodar silenciosamente la tapa de madera pintada de la pila bautismal y en poner en su lugar una silla llevada allí para que se sentara una señora inválida. Entre tanto, aguardaba a que el vicario terminara en la sacristía para ponerlo todo en orden allí y regresar a su casa.
       De pronto notó que el vicario cruzaba el presbiterio, haciendo una genuflexión ante el altar mayor, y se acercaba a él por la nave lateral revestido aún con los ornamentos.
       «¿Qué andará haciendo de un lado para otro?», se preguntaba el sacristán, añadiendo en un tono típicamente londinense: «¿Acaso tío comprende que he de irme para tomar el té?».
       El vicario, un hombre enérgico y rubicundo, que representaba unos cuarenta años de edad, había sido nombrado recientemente. Albert Edward se lamentaba aún de la partida de su antecesor, un sacerdote de la antigua escuela, que pronunciaba sermones con pausada y dulce voz y que solía comer fuera con frecuencia en compañía de sus feligreses más aristocráticos. Le agradaba que las cosas referentes a la iglesia se hicieran de una forma determinada y nunca alborotaba por nada.
       Era un hombre completamente distinto del nuevo vicario, que se inmiscuía en todo. Sin embargo, Albert Edward se mostraba tolerante. La iglesia se hallaba situada en un barrio excelente, y sus feligreses eran personas de gran cultura. El nuevo vicario había ejercido anteriormente su ministerio en el barrio del Este de Londres, y era muy comprensible que no se aviniera de pronto con los modales discretos de su elegante feligresía.
       —Sin duda —solía decir Albert Edward—, está algo desorientado, pero tengan paciencia de concederle el tiempo indispensable y ya verán como se amolda.
       Cuando el vicario hubo llegado a una distancia suficiente como para poder dirigirse al sacristán sin levantar la voz más de lo que era propio en un lugar sagrado, se detuvo y dijo:
       —Querido Foreman, le agradecería que me acompañara un momento a la sacristía. Tengo algo que decirle.
       —Bien, señor.
       El vicario aguardó a que se acercara, y a continuación echaron a andar.
       —Ha sido un bautizo muy bonito —dijo el sacristán—. Lo que más me llamó la atención fue que el niño cesó de llorar en cuanto usted lo cogió en brazos.
       —He notado que suelen hacer eso con frecuencia —repuso el vicario con una sonrisa.
       —Tal vez no sea de extrañar, ya que ha tenido usted tanta práctica en este sentido.
       El vicario sentía una especie de secreto orgullo sabiéndose capaz de calmar a cualquier niño llorón por su forma de cogerlo, y no ignoraba la embobada admiración con que lo miraban los padres y las nodrizas cuando acomodaba a la criatura en la curva de su brazo.
       El sacristán sabía perfectamente cuánto le complacía que le felicitaran por el talento que demostraba en este sentido.
       El vicario entró en la sacristía delante de Albert Edward, y éste se mostró algo sorprendido al notar la presencia de los dos celadores de la iglesia. No los había visto entrar. Le saludaron haciendo una apacible inclinación con la cabeza.
       —Buenas tardes, milord. Buenas tardes, señor —dijo Albert dirigiéndose a uno y otro.
       Ambos eran hombres de edad, y habían sido celadores de la iglesia casi tanto tiempo como Albert Edward sacristán. Estaban sentados tras una hermosa mesa que el anterior vicario había adquirido en Italia hacía muchos años.
       El vicario se sentó en el sillón desocupado que se hallaba entre ambos, y Albert Edward permaneció en pie, separado de ellos por la mesa, preguntándose cuál sería el motivo de la cita.
       Aún recordaba claramente la ocasión en que el organista cayó en desgracia, y el trabajo que les había costado a todos ocultar el hecho, porque en una iglesia de la categoría de San Pedro, de la plaza Neville, no podía permitirse que se comentara ningún escándalo, por pequeño que fuese.
       En el rubicundo rostro del vicario brillaba una mirada de firmeza y de bondad a la vez, pero la expresión de los otros era más bien acongojada.
       El sacristán pensó que tal vez el vicario hubiera estado sermoneándolos; parecía haberlos inducido a hacer algo con lo que no estaban de acuerdo, y daban la impresión de no hallarse satisfechos.
       Pero tales pensamientos no se reflejaban en la fisonomía franca y distinguida de Albert Edward. Se irguió ante ellos en actitud respetuosa pero exenta de servilismo.
       Había estado al servicio de diversas personas antes de ser designado para el puesto eclesiástico que desempeñaba, pero, eso sí, había sido únicamente en casa de personajes de alcurnia, y su conducta fue siempre intachable.
       Inició su carrera como simple paje de un príncipe mercader, y fue ascendiendo desde ordenanza de cuarta categoría hasta llegar a primera. También desempeñó durante un año el puesto de mayordomo de una viuda inglesa, y luego, hasta que se produjo la vacante en la iglesia de San Pedro, fue despensero, con dos hombres a sus órdenes, en la mansión de un exembajador.
       Era un hombre alto, sobrio, serio y de aspecto distinguido. Parecía un duque; por lo menos, se asemejaba a un actor de la antigua escuela especializado en la interpretación de papeles de duque. Tenía tacto, firmeza y confianza en sí mismo, y su carácter era irreprochable.
       El vicario le dirigió resueltamente la palabra:
       —Foreman, sentimos tener que comunicarle algo desagradable. Usted ha estado al servicio del templo durante muchos años, y creo que Usía y el general están de acuerdo conmigo en que ha cumplido usted con los deberes de su cargo con la aprobación unánime de todos. —Los dos celadores asintieron con un movimiento de cabeza, y el vicario continuó—: Pero ha llegado a mi conocimiento un caso realmente extraordinario, y, creyendo que era mí deber, he puesto en antecedentes a los señores celadores. Descubrí, con el consiguiente asombro, que no sabe usted leer ni escribir.
       El rostro del sacristán continuó impasible.
       —El anterior vicario lo sabía —contestó—, y afirmaba que no tenía nada que ver. También solía decir que, en su opinión, el mundo era demasiado instruido.
       —Es lo más asombroso que he oído —exclamó el general.
       —Entonces, ¿ha sido usted sacristán de esta iglesia durante dieciséis años sin haber aprendido a leer ni a escribir?
       —Comencé a trabajar cuando tenía doce años. El cocinero trató en más de una ocasión de enseñarme, pero, por lo visto, yo no tenía habilidad para aprender. Luego, por una razón o por otra, no tuve tiempo. Tampoco he sentido nunca necesidad de saber. En mi opinión, muchas personas pierden demasiado tiempo leyendo, cuando, en cambio, podrían hacer algo útil.
       —¿Pero no le interesan a usted las noticias? —le preguntó el otro celador—. ¿No le agradaría saber escribir una carta?
       —No, milord. Creo desenvolverme muy bien sin saber esas cosas, y de un tiempo a esta parte se publican tantas fotografías en los periódicos, que logro enterarme bastante bien de lo que ocurre. Mi esposa es una mujer muy educada, y si deseo escribir una carta, ella me la escribe.
       Los dos celadores miraron desconsoladamente al vicario y luego bajaron la vista.
       —Bien, míster Foreman, he cambiado impresiones con estos señores y los tres estamos conformes en que la situación es insostenible. No podemos consentir que en una iglesia tan importante como la de San Pedro el sacristán sea analfabeto.
       Albert Edward comenzó a mover maquinalmente la cabeza; su rostro delgado y pálido enrojeció, pero no pronunció una sola palabra.
       —Sepa usted, estimado Foreman, que no tengo la menor queja contra usted. Desempeña su cometido a mi entera satisfacción. Tengo el más elevado concepto tanto de su carácter como de su capacidad, pero no tenemos derecho a correr el riesgo de que surja cualquier infidente debido a su ignorancia. Es una cuestión de previsión y de principios.
       —¿Pero no podría usted aprender? —le preguntó el general.
       —No, señor, me temo que no, por lo menos ahora. Debe usted saber que no soy tan joven, y si cuando era niño no lograba que me entrara nada en la cabeza, no creo que exista ahora la menor posibilidad.
       —No deseamos ser desagradecidos con usted, míster Foreman —dijo el vicario—; pero tanto los señores celadores como yo estamos completamente decididos. Le daremos tres meses de plazo, y si en este tiempo no aprende usted a escribir, lamento tener que decirle que deberá retirarse.
       A Albert Edward no le había sido nunca simpático el nuevo vicario. Había dicho desde el primer momento que las autoridades eclesiásticas se habían equivocado al confiarle una iglesia de la categoría de la de San Pedro. A su juicio, no era la persona indicada para atender a una congregación tan selecta como lo eran sus feligreses.
       —Lo siento mucho, señor, pero creo que no hay solución. Soy un caballo demasiado viejo para aprender un trote ligero. He vivido muchos años sin saben leer ni escribir, y no me vanaglorio de ello porque la propia alabanza no constituye ninguna recomendación. No me importa repetir que he cumplido mi deber en el camino de la vida que me ha tocado en suerte recorrer, y también he de manifestar que creo firmemente que si pudiera aprender ahora, no querría hacerlo.
       —En este caso, Foreman, y lo siento realmente, no le queda otra solución que retirarse.
       —Sí, señor, lo comprendo. Tendré mucho gusto en presentarle mi renuncia tan pronto como encuentre usted quien me substituya.
       Pero cuando Albert Edward, con su cortesía habitual, hubo cerrado la puerta de la iglesia tras el vicario y los dos celadores, le fue imposible soportar la afrenta y notó que sus labios temblaban. Regresó lentamente a la sacristía y colgó su sobrepelliz de la percha correspondiente. Suspiraba al recordar los grandes funerales y las elegantes bodas de que aquélla prenda había sido testigo.
       Lo ordenó todo, se puso la americana y con el sombrero en la mano se dirigió al exterior por la nave lateral, cerrando con llave la puerta al salir. Cruzó la plaza, y, ensimismado con los recuerdos del pasado, no acertó a dar con la calle que conducía a su casa, donde le esperaría una taza de té. Seguía andando lentamente por otra calle. Sentía oprimido el corazón; no sabía qué hacer.
       No le seducía la perspectiva de verse obligado a desempeñar un servicio doméstico después de haber sido su propio amo durante tantos años.
       Tanto el vicario como los celadores podrían decir lo que quisieran, pero él se consideraba como la persona que había dirigido la iglesia de San Pedro, de la plaza Neville, y, por lo tanto, no se avenía a aceptar una situación de inferioridad.
       Había ahorrado una buena suma, pero no la necesaria; para poder vivir sin hacer nada, y la carestía de la vida se dejaba sentir cada día con mayor intensidad. Nunca creyó tener que pensar en estas cuestiones.
       Consideraba que los sacristanes de la iglesia de San Pedro, de la plaza Neville, como los papas de Roma, eran inamovibles.
       Muchas veces cruzaron por su mente los gratos comentarios que sin duda haría el vicario el primer domingo siguiente a su salida, ensalzando el largo y fiel servicio prestado y las ejemplares prendas que adornaban al exsacristán Albert Edward Foreman. Suspiró hondamente.
       Albert Edward no fumaba ni bebía, pero a veces le agradaba tomar un vaso de cerveza en las comidas y, cuando se sentía cansado, fumarse un cigarrillo. Le pareció que en aquella ocasión un cigarrillo le consolaría, y, no llevando ninguno, miró alrededor en busca de un estanco donde adquirir un paquete de tabaco rubio. No encontró ninguno y prosiguió su camino. Era una calle larga, con una infinidad de tiendas, pero no había una sola donde pudiese comprar cigarrillos.
       «Es extraño», se dijo Albert Edward.
       Para cerciorarse de que no se había equivocado, volvió sobre sus pasos recorriendo de nuevo la calle.
       Efectivamente, no había duda. Se detuvo y reflexionó, observando la calle en ambas direcciones.
       «No creo ser el único hombre que circule por esta calle y se le antoje un cigarrillo —se dijo—. Esto me hace pensar que uno podría ganarse aquí la vida perfectamente estableciendo un negocio de esos que se dedican a la venta de cigarrillos y caramelos».
       Al instante se sintió como electrizado. «Me parece una excelente idea —pensó—. Es extraña la forma en que acuden las ideas a nuestra mente cuando menos pensamos».
       Dio la vuelta, regresó a su casa y tomó una taza de té.
       —¡Qué callado estás esta tarde, Albert! —observó su esposa.
       Albert Edward, por toda respuesta, contestó:
       —Estoy pensando.
       Consideró el asunto desde todos los puntos de vista y al día siguiente se dirigió a la misma calle y tuvo la suerte de encontrar un local por alquilar que parecía convenirle.
       A las veinticuatro horas ya lo había alquilado, y al mes de retirarse para siempre de la iglesia de San Pedro, de la plaza Neville, Albert Edward Foreman estableció un estanco y una agencia de periódicos.
       Su esposa le censuraba, manifestándole que lo consideraba un gran descenso después de haber sido sacristán de la iglesia de San Pedro, pero él le contestaba que había que avanzar con la época. La iglesia no era lo mismo que antes, y en lo sucesivo él pensaba «dar al César lo que es del César».
       El negocio tuvo tal éxito que Albert Edward pensó fundar, al cabo de un año aproximadamente, otro negocio semejante, poniendo al frente un administrador.
       Comenzó a buscar otra calle igualmente larga y en la que no hubiera aún un estanco, y cuando la encontró alquiló un local y almacenó los géneros.
       Aquél también fue un éxito. Pensó a continuación que si podía llevar dos negocios, igualmente podría hacerlo con media docena, y se dedicó a recorrer a pie la ciudad de Londres, y en dondequiera que encontrara una calle larga en la que no existiese un estanco y hubiera un local disponible, lo alquilaba inmediatamente. En el transcurso de diez años llegó a tener por lo menos diez estancos. El dinero parecía llover sobre él.
       Solía visitarlos personalmente cada lunes, para cobrar la recaudación de la semana e ingresarla en la cuenta.
       Cierta mañana, cuando sé hallaba en el Banco depositando una gran cantidad de billetes y monedas de plata que llevaba en un maletín, el cajero le dijo que el director deseaba hablar con él. Se le hizo pasar a un saloncito, y el director, adelantándose, le tendió la mano.
       —Míster Foreman, deseaba hablarle sobre el dinero depositado por usted en nuestro Banco. ¿Sabe usted, por carnalidad, a cuánto asciende esa suma?
       —Tal vez no pueda decirlo con exactitud, pero con una diferencia de una libra esterlina de más o de menos, creo tener una idea aproximada de lo que tengo en cuenta corriente.
       —Prescindiendo de lo que ha ingresado usted esta mañana, asciende ya a treinta mil libras. Es una suma demasiado elevada para tenerla en una cuenta corriente y deseaba sugerirle que sería conveniente invertirla en algo productivo.
       —No quisiera correr ningún riesgo, señor —repuso Albert—, y sé que en el Banco están completamente seguras.
       —Esto no debe preocuparle a usted lo más mínimo. Nosotros le haremos una lista de los títulos y valores que producen una renta segura, y le dejarán más interés que el que podría ofrecerle el Banco.
       Una mirada inquieta alteró el rostro plácido y distinguido de míster Foreman.
       —Nunca me han interesado en absoluto las operaciones de Bolsa, y tendría forzosamente que dejarlo todo en las manos de ustedes.
       Al director le causó esto cierta risa.
       —Nosotros nos encargaríamos de todo; lo único que le rogamos haga la próxima vez que venga es firmar los necesarios documentos de transferencia.
       —Esto podría hacerlo —contestó Albert con cierta perplejidad—; pero ¿cómo sabría lo que estaba escrito?
       —Supongo que sabrá usted leer —dijo el director incisivamente.
       La mirada de míster Foreman lo desarmó.
       —Ahí es, precisamente, donde está la dificultad. No sé leer. Comprendo que resulta ridículo, pero así es, efectivamente, No sé leer ni escribir; tan sólo sé firmar, y eso porque tuve que aprenderlo cuando me establecí.
       El director se sintió tan sorprendido que se incorporó.
       —Es la afirmación más extraña que oí jamás.
       —Nunca tuve oportunidad de aprender, señor, hasta que fue demasiado tarde, y entonces me negué obstinadamente.
       El director le miró como si fuera un monstruo prehistórico y le dijo:
       —Así, pues, ¿ha sabido usted montar ese importante negocio y amasar una enorme fortuna sin saber leer ni escribir? ¡Bendito sea Dios! ¿Qué hubiera llegado a ser usted, si hubiese aprendido?
       —Probablemente —le contestó míster Foreman con una leve sonrisa— hubiera seguido siendo sacristán de la iglesia de San Pedro, de la plaza Neville.

Autor

Julio Merino
Julio Merino
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.

Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.

Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.

En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.

En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.

Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.

Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.
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